sábado, 7 de julio de 2012

ROBERT PINSKY [7.217]


Robert Pinsky

Robert Pinsky (Long Branch, New Jersey, 20 de octubre de 1940) en es un poeta, editor, crítico literario y traductor estadounidense.
Da clases en el programa de posgrado de escritura de la Universidad de Boston y es el editor de poesía de la revista Slate.
Pinsky es autor de diecinueve libros, la mayoría de los cuales son colecciones de su propia poesía. En 1997 fue nombrado poeta laureado de los Estados Unidos y consultor de poesía de la Biblioteca del Congreso, puesto en el que permaneció tres años.
Vive en Cambridge, Massachusetts.

Poesía

Sadness and Happiness (1975)
And Explanation of America (1980)
History of My Heart (1984)
Dying (1984)
The Want Bone (1990)
Shirt (1990)
The Figured Wheel: New and Collected Poems 1966-1996 (1996)
Jersey Rain (2000)
Samurai Song (2001)
Guylf Music: poems (2007)

Prosa

Landor's Poetry (1968)
La situación de la Poesía (1977)
La poesía y el Mundo (1988)
Los Sonidos de la Poesía (1998)
Democracia, Cultura, y la Voz de la Poesía (2002)
La vida de David (2006)
Thousands of Broadways: Dreams and Nightmares of the American Small Town (2009)
Pinsky (der.) con el poeta Gerald Stern en la Feria Internacional del Libro de Miami 2011

Como traductor

Los cuadernos de Czeslaw Milosz, con Renata Gorczynski y Robert Hass (1984)
El infierno de Dante: una nueva traducción en verso (1995)





el tarro de los bolígrafos

Algunas veces simplemente el verlos
apiñados en su cilíndrica formación
me repele: humildes, erectos,
mudos y expectantes en su
enjuagada jarra de miel: mi carcaj
de desprendidos aguijones. (O un ramillete
de mentiras y de intenciones sin usar).

Pilotos, zánganos, obreros. La Reina está
molesta. La logia vertical
de los que trabajan duro, reunidos
en posición de firmes como si creyeran
que toda la tinta del mundo sería suficiente
para cubrir la primera sílaba
de toda la confusión de un corazón.

Esta gruesa estilográfica desearía
con todo su elástico corazón
que yo fuera un chico de granja
cuyo padre analfabeto
la rescata del retrete
tras haberse caído del pantalón del chico:
el hombre escarbando con sus botas
a la luz de un farol, ahí abajo en la fosa.

Otra pluma se esfuerza en recobrar
los caracteres de las miles
de lenguas del mundo que han muerto desde 1900,
florituras, espirales, salpicaduras
de pincel y arabescos:
las huellas de unas especies extinguidas.

El padre le da un manguerazo a las botas
y tras dejarlas en el granero
junto al pantalón y la camisa
entra en la cocina,
sosteniendo el pequeño y recuperado
símbolo de la confección de símbolos.

Oh, camada de rascadores de líneas,
vainas de plástico para el alma, habéis
durado más que las espadas—vosotras,
las garras y las alas de las manos.







MURIENDO

Nada que decir sobre ello, y todo—
el cambio de los cambios, más cerca o más lejos:
el Golden Retriever de al lado, Gussie, ha muerto,

como Sandy, el Cocker Spaniel tres puertas más abajo
que murió cuando yo era pequeño; y cada día
cosas que estuvieron en mi memoria se apagan y mueren.

Las frases se extinguen: primero, todo el mundo olvida
que es un roblón; después tras ciertas décadas
en una metáfora obsoleta, "muerto como un roblón" parpadea

y se disipa. Pero alguien que conozco está muriéndose—
y aunque uno podría decir embaucadoramente, "como todos",
el ritmo diferente es lo que hace que la diferencia sea absoluta.

Las pequeñas y visibles esporas en el aire que respiramos,
que se posan inofensivas en nuestros vasos de agua
y en nuestra piel, por casualidad se juntan

bajo ciertas condiciones sobre el suelo del bosque,
o incluso en cierto rincón en sombra del césped—
y durante la noche los carnosos, pálidos tallos se congregan,

el incoloro crecimiento sin una flor ni hoja;
y alrededor de los tallos, la hierba sigue creciendo
con presión firme, como los pelillos insistentes

que crecen en la cara entre afeitados, las uñas
creciendo y muriendo en los pies y los dedos
con su propio y modesto ritmo, inconscientes

como las sosas polillas, que viven una noche o dos—
aunque como una polilla un alma brillante continúa latiendo,
aburrida e impaciente en la boca del monstruo.








teclado

Un piano incorpóreo. Los auriculares otorgan
al que toca las teclas una cierta soledad
en el interior de su música; grítale y no se volverá:

la imagen de un alma que piensa dar la espalda al mundo.
Apolo en su piel de serpiente despelleja vivo al músico
ingenuo: Marsias adquirió entonces sensibilidad suficiente

para sentir en cada roce el mundo entero. En África
los invasores llevan machetes para amputar las manos
y tal vez hagan elegir a la víctima, «mangas largas o cortas».

Shahid Ali dice que les ocurrió a los tejedores de Cachemira:
acabar con el arte. Solo hay un cierto número de historias.
La Pérdida. El Elegido. E incluso antes El Viaje,

La Transformación: la fruta de cualquier árbol, la puerta
de cualquier aposento, menos este—y el alma codiciosa,
la cuchilla del torno. El Ejército Rojo destrozaba pianos,

pero una vez capturaron a alguien de las SS que sabía tocar.
Le sentaron al piano y se llevaron los dedos
a la garganta para explicarle que iban a matarle

cuando dejara de tocar, y así durante dieciséis horas
bebieron y lo destrozaron todo mientras el nazi tocaba las teclas.
La gran Canción del Mundo. Cuando se desplomó

sollozando frente al instrumento le golpearon la cabeza
y le reventaron los sesos. Orfeo despiadado regresa
de nuevo a su teclado para improvisar un planto:

los pequeños gemidos de placer de ella, bla bla, la zona
tras su oreja, lilas bajo la lluvia, un acorde suspendido,
una frase igual que una polilla volando indecisa a la luz de la luna,

Oh, perdida Eurídice, bla bla. Su arcaica cabeza
continuó cantando tras arrancarla del cuerpo:
el cuerpo, viejo y largo compañero, sostén—la esencia

de las naranjas, la-la-la, el aroma de los almendros,
el sabor de las aceitunas, su falda de paño. El grandísimo
anciano poeta dijo, ¿Qué deberíamos ponernos para el recital—corbata?

¿O mejor sin corbata, cuello alto? La cabeza
a flote se gira hacia Apolo para cantar y Apolo,
el lagarto de fuego de ojos gélidos, recorre las teclas.

[De Música del golfo, Farrar, Straus and Giroux, New York, 2007]


Traducción de Andrés Catalán






Imposible de decir

Lento salterio, otoñal gavota zalamera:
Basho y sus amigos salen a mirar la luna;
en verano la gasolina irisa los charcos,

La cortesía secreta que como icor cursa
a través de la forma antigua de un chiste grosero y colorido:
es imposible ponerla por escrito.

"Basho" se llamó a sí mismo “árbol de plátano": banano,
por la planta con que unos estudiantes le recompensaron,
tal vez, por serles guía

al hilar con ellos una noche por las reglas y canales
de un poema colectivo eslabonado,
grabado en el corazón del profesor: vivo, rígido y fluido

como pasajes grabados en un circuito microscópico.
Elliot tenía en su memoria tantos chistes
que parecían criársele como microbios en un cultivopasajes esiot de plátano": arcoiris en la coladera

dentro del cerebro: uno producía al otro
de tal manera que era imposible distinguirlos:
En la corte-cultivo de chistes era él un plátano superior.

Imaginen una corte de un solo miembro: la reina, una madre joven,
infeliz, sola todo el día con su niño recién nacido
y su nuevo bebé en un apartamento escuálido

de demasiado pocos cuartos, de una raza distinta a la de sus vecinos.
Ella dice al niño que va a suicidarse.
Ella empolla, ella rabia. Esperando distraerla,

El niño corta alcaparras, canta, hace imitaciones
de gente que vive en el complejo, él hace chistes,
cree que si la mantiene con vida hasta que el padre

llegue a casa del trabajo, todos estarán bien hasta que amanezca.
Es la risa contra el dormitorio y las píldoras.
¿Qué es él con sus esfuerzos sino un cortesano?

Imposible describir por completo su delirio.
En los primeros meses en que había mudado de nuevo al este
desde California y tuve que dejar un mensaje

en la máquina de Bob, me hice el hábito
de contarle a la grabadora un chiste; y a la mitad
pretendía que había olvidado el final,

o haría creer que había sido interrumpido—
para que Bob tuviera muchas ganas de escuchar el final
y tendría que llamarme a mí. La broma era de Elliot,

más a menudo que no. Los doctores hicieron la equivocación
que le mató a una cierta hora más adelante ese mismo año.
Un día cuando llegué a casa encontré un mensaje

De Bob en mi máquina. Era un chiste
sobre dos rabinos, uno de ellos alto, el otro bajo,
un día mientras caminaban juntos por la calle

ven el cadáver de un chino ante ellos,
y Bob dijo, disculpa, olvidé el resto.
Por supuesto él concibió su chiste como falso,

Es imposible saberlo — un reto sin salida.
Pero aquí está, como Elliot me lo contó:
La viuda del muerto vino llorando a los rabinos,

Les rogaba que lo resucitaran si podían.
Impactado, el rabino alto se negó absolutamente.
Pero el rabino bajito le dijo que trajera el cadáver

a su casa-estudio, y ordenado que las persianas
se cerraran para que el cuarto estuviera oscuro como noche. Entonces rezó
sobre el cuerpo, cantando una secreta bendición

de la Kabala. "Levántate y respira," él gritó;
pero nada sucedió. El cuerpo inerte. Así que entonces
el breve rabino pidió centenares de velas

y bailó alrededor del cuerpo, cantando y orando
en hebreo, luego en yiddish, luego en arameo. Rezó
en turco y en egipcio y en gallego antiguo

por casi tres horas, saltando por encima del ataúd
a la luz de las velas, de modo que sus diminutos y negros zapatos
parecían no tocar el piso. Con un último rezo

sollozado en un castellano anterior a la Inquisición
se rindió, agotado, y miró la cara del hombre muerto.
Jadeante, levantó ambos brazos en un gesto místico

Y dijo, “Levántate y respira!” Y aún el cuerpo
Siguió como antes. Es imposible poner
en palabras cómo las cejas de Elliot se sacudían y baritaban

como mamuts peludos cuando —la viuda china
dio permiso —el pequeño rabino cantó
la bendición para realizar una circuncisión

Y quitó el prepucio al hombre muerto, cantó loas
en finés y swahili, y bañó el cadáver
de pies a cabeza, y con un rezo final

En babilónico, jadeando y exhausto,
Sostuvo la cabeza del muerto y le besó los labios
y la dejó caer de nuevo y saltando hacia atrás le ordenó,

"¡Levántate y respira!" Y el cuerpo siguió como antes.
En esto, como cuando los discípulos de Bashõ van
a lo largo de la curva dorsal que liga el renga

a lo largo de sus diversas voces, cada una agregando
una transformación según las reglas
del stasis y de la repetición, todos en orden

pero aun así impredecibles,
Elliot se prepara para el final del chiste: el rabino
enano, aún jadeando como un boxeador estropeado,

Mira al muerto y luego a todos los presentes,
Una especie de gesto a la Mel Brooks: "¡Hoo boy!" él dice,
"Esto es a lo que yo llamo estar bien pero bien muerto." Oh mortales

poderes y príncipes de la tierra, y ustedes inmortales
señores del inframundo y de la vida futura,
Jehováh, Raa, Bol-Morah, Hécate, Plutón,

¿Qué tiene qué ver un alma brillante con
sus arpas y fuegos y barcos, sus cacharros
y canales de sangre humeante? Aldeanos mezquinos.






Camisa

La espalda, el canesú, la tela. Costuras ocultas,
las puntadas casi invisibles a lo largo del cuello
dadas en un taller clandestino por coreanos o malayos

chismeando mientras toman el té y los tallarines en su descanso
o hablando de dinero o de política mientras uno de ellos ajustaba
esta sisa con su borde planchado a la banda

del puño que me abotono en la muñeca. El planchador, el cortador,
el escurridor, el rodillo. La aguja, el sindicato,
el pedal, la bobina. El protocolo. El fuego infame

en la Fábrica Triangle en mil novecientos once.
Ciento cuarenta y seis murieron entre las llamas
en la novena planta, sin extintores, sin salidas de incendio–

El testigo del edificio de enfrente
que viera cómo un hombre joven ayudó a salir a una muchacha
al alféizar de la ventana, luego la levantó

por encima de la pared de mampostería y la dejó caer.
Y luego a otra. Como si las estuviera ayudando
a subir a un tranvía, y no a la eternidad.

Una tercera antes de que él la soltara le puso los brazos
alrededor del cuello y lo besó. Entonces él la sostuvo
en el espacio y la dejó caer. Casi al mismo tiempo

salió él mismo al alféizar, su chaqueta flameó
y ondeó sobre la camisa mientras bajaba,
se llenaron de aire las perneras de sus pantalones grises–

Como la “camisa chillona que se hincha” del lunático de Hart Crane.
Maravilloso cómo el estampado combina perfectamente
a lo ancho de la solapa y sobre los remates gemelos de las

esquinas de los dos bolsillos, como una rima estricta
o un acorde mayor. Estampados, telas escocesas, cuadros,
pata de gallo, cuadros Tattersall, cuadros de Madrás. Los tartanes de los clanes

inventados por los propietarios de los molinos inspirados por el engaño de Ossian,
para controlar a sus salvajes trabajadores escoceses, amansados
por la heráldica inventada: MacGregor,

Bailey, MacMartin. La falda escocesa, concebida para que los trabajadores
la llevaran entre el polvoriento traqueteo de los telares.
Tejedores, cardadores, hilanderos. El cargador,

el estibador, el peón. El sembrador, el recolector, la clasificadora
sudando en su máquina sobre un lecho de algodón
como esclavos con turbantes de percal sudados en los campos:

George Herbert, tu descendiente es una Dama
Negra de Carolina del Sur, su nombre es Irma
y ella inspeccionó mi camisa. Su color y forma

y tacto y su olor limpio nos convencieron
a ella y a mí. Consideramos su precio y su calidad
hasta los botones de hueso falso,

los ojales, la talla, la entretela, las letras
impresas en negro en la tirilla y los faldones. La hechura,
la etiqueta, el trabajo, el color, el tono. La camisa. 
___________________

Versión de Inmaculada Pérez Parra
















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