lunes, 23 de junio de 2014

AUGUSTO IGLESIAS MASCARRAGNO [12.007]


Augusto Iglesias Mascarragno

Augusto Iglesias Mascarragno (Antofagasta, CHILE  1897 - Santiago, 1975). Como escritor utilizó el nombre de "Julio Talanto", mismo pseudónimo con el que firmó como periodista en "El Mercurio" de Antofagasta y "La Nación". Alone nos cuenta en carta a Augusto Winter fechada en 21 de junio de 1924 que el seudónimo de Iglesias deriva de las tres sílabas iniciales de tres ciudades de la región de Antofagasta donde vivió: Taltal, Antofagasta y Tocopilla.


Y hoy que vivo en la patria de las lacas lustrosas
de las blancas muñecas y las jaspeadas rosas,
siento -¡oh Dios!- que me envuelven laxitudes de hastío,
el horror por lo extraño, la pasión por lo mío,
y que frente a las geishas con sus nombres de flores
solo me habla la América de los Conquistadores,
que es dura y amorosa, quieta y apasionada,
que es pagana y católica y clara y mestizada.
Oriente va del brazo de una tragedia enorme
pero su amor, por viejo es ritual y deforme…





Bolívar en Santa Marta 

dedicado a Guillermos Valencia, el gran poeta colombiano

He aquí al gran Bolívar, puro hueso y pellejo…
Lo saluda Alejandro; le hace señas el viejo
cantor de las Lusiadas; y llevando la mano
al chambergo emplumado, el ínclito Cyrano
asegura con muestras de bélica emoción
que de no ser Cyrano, querría ser Simón!
Bolivar se muere en Santa Marta,
atrás un mundo ingrato lo condena al olvido;
el mundo a quien su genio forjara entre el ruido
de las cien cataratas, de los mil ventisqueros,
de los ríos inmensos, de las sal oleajes fieros
del Pacífico-Atlántico, en fin de la feérica
y orquestal sinfonía de la joven América




Las plegarias de la carne
Autor: Augusto Iglesias
Antofagasta, Chile: Impr. Skarnic, 1917

CRÍTICA APARECIDA EN LA NACIÓN EL DÍA 1918-03-11. AUTOR: LEO PAR

El joven autor de este libro es conocido y del público chileno. Le han dado notoriedad, además de sus artículos periodísticos, algunos bocetos críticos, como su estudio sobre “Cervantes y el Quijote” y el aplaudido drama “La barrera”.

Hoy nos ofrece la veintena de sonetos que por humorada de artista llama “Plegarias de la carne”. ¡Que el título no nos alarme! Pasada la primera impresión, el sobresalto que el autor quiso causarnos, al hojear el opúsculo, nos hallamos en una verdadera estancia de poeta. Su libro es un pequeño templo de las musas. Salvo dos o tres piezas sobradamente realistas de concepto pero que no degeneran en impúdica licencia, las demás composiciones en que alientan un alma y una sensualidad algo paganas, son de entera corrección. No sufre en ellas la moral; y, lo que no vale menos, están todas trabajadas con suficiente esmero literario.

Estas plegarias de la carne cantan los deleites y anhelo, las fiebres y furores y desencantos de la pasión, la galantería y el despecho, la rabia de no poder desamar, en suma, todos los movimientos que en el alma humana pone Eros, el dios terrible. El autor halla las frases elocuentes, el grito del corazón que los delatan; en rápidos y expresivos rasgos, la pasión amorosa está pintada aquí en su hondura y dolorosa sinceridad. Muchas de estas piezas, como “Oriental”, forman verdaderos cuadros. Una de las más completas y características del arte de nuestro poeta, es la que titula “Pagana”, amplia, rebozante de vida, en que palpita la eterna fuerza generatriz.

Pero el poeta sabe celebrar aún más altos ideales que el amor; y así, al presentarnos en la primera pieza al autor (Ecce Homo), nos lo pinta con su gesto de altivez, de invencible y orgullosa moralidad, con su desdén de la maldad o de la insignificancia ajenas, contemplándolas con la indiferencia.

“Del que tiene en sus hombros la majestad de un Dios”. La solemnidad de la muerte, lo efímero del placer, y las ilusiones, lo transitorio de nuestros más arraigados cariños, encuentran sencilla expresión en los versos de Julio Talanto. En tal sentido me parece inspirada y elocuente su composición “Por mi amada”, tan sincera. Intenta el poeta retener la ilusión tal como en el mito griego, se aferraba Psquis a Eros, entrevisto en toda su divinal hermosura. Pero oigamos al poeta mismo:



“Porque están florecidos los campos de la vida,
en esta Primavera, que hacia el amor convida,
de nuestros veinte años llenos de ensoñaciones,
Ilusión, no te vayas de nuestros corazones.”

---

“Por mis gestos soberbios, por mis versos galantes
y por estos mis músculos y mis nervios triunfantes,
que son las cuerdas vivas de todas mis canciones,
¡Ilusión, no te vayas de nuestros corazones!”

---

“Por esta sed de amores que de mi pecho arranca
y por mi dulce amada, como un ensueño, blanca…
¡Ilusión, no te vayas de nuestros corazones!”

---

“Porque yo no soy malo, porque mi amada es buena
y ella llora sus dichas, y yo canto mis penas,
¡Ilusión, no te vayas de nuestros corazones!”

Más tarde encuentra el poeta en su camino la idea de civilización, y encarna ese concepto en aquella nuestra segunda patria, que es Francia. Y discurre frases espléndidas, bíblicas, para expresar su férvida admiración por el asilo inmortal del Derecho. Con esta soberbia estrofa, henchida de entusiasmo, termina uno de sus sonetos:

“Eres amable amando, y en la contienda, rudo;  
y son las tres palabras grabadas en tu escudo
el Mane Teseo Phares, que redimió a dos mundos!”

Abundan en estos sonetos del autor los versos lapidarios, que son reflejo de pensamientos bellos. Las imágenes, que sobriamente usa el poeta, son precisas y expresivas.

Empero, las cualidades artísticas de Julio Talanto están opacadas por ciertos errores que fue fácil evitar. Desde luego, los sonetos anunciados en la cubierta solo con extrema condescendencia pueden calificarse de tales en varios casos. El autor se permite ciertas licencias poéticas: en alguna ocasión emplea una asonancia en vez de la consonancia requerida, como ocurre en la primera pieza, donde no rima con “Dios”; en repetidas ocasiones hace consonar un singular con un plural, cuando no produce la consonancia con el mismo vocablo. No faltan algunos errores de concordancia, como la de este verso: “Los gritos -todo carne- de mi alma temblorosa”, donde debió escribirse “todos”.

En otra composición, hallamos el verso que sigue; muy malo:

“…cortarías la cabeza de un Bautista
con la mano de un Tetrarca, cual lo fue (?) en la antigua Fe”.

Finalmente, me parece ver un ripio característico en este verso:

“…y a lo alto
lanza el puño cerrado, de basalto”, etc., etc.

Cualquiera que sea la importancia de las anteriores observaciones, está a la vista que algunas de estas plegarias son irreprochables de factura y de concepto. Ellas sobras para acreditar a Julio Talanto como vate distinguido, escritor claro, preciso y brioso, con ideas poéticas y capaz de expresarlas con sensibilidad de artista.




La palabra desnuda
Autor: Augusto Iglesias
Santiago de Chile: Impr. Rapid, 1929

CRÍTICA APARECIDA EN LA NACIÓN EL DÍA 1930-03-02. AUTOR: ALONE
No hay ciencia más llena de sorpresas y revelaciones inesperadas que la estadística, especialmente, cuando se aplica a estas materias que parecen inmateriales, como el arte, la poesía, la inspiración artística y el soplo de la belleza sobre el mundo.

Estudiando la producción literaria nacional desde principios de este siglo hasta este años en que el siglo cumple su edad madura, la bibliografía hecha rigurosamente por periódicos de cinco años, nos muestra que, a vuelta de diez o quince volúmenes de versos aparecidos en cada lustro anterior a 1925, en este último solo se han dado a luz un par, dignos de mencionarse: “La ciudad invisible” de Ángel Cruchaga y “San Francisco de Asís” de Augusto Iglesias.

Nada más.

Entiéndase que no queremos referirnos a “todos” los libros publicados o impresos tanto en este lapso como en los otros, sino a aquellos que por una u otra causa merecen recordarse.

¿El espíritu de Chile Nuevo, sería impropio al cultivo de esta rama de las bellas letras?

Dejamos el asunto a los sociólogos.

Resuelto a cantar su canción, aun en medio de las preocupaciones distintas que absorben el interés de sus contemporáneos, Augusto Iglesias, en su bello y moderado volumen de 1930, nos dice su “palabra desnuda”, con un brío entusiasta y una robustez de acento que bien pueden consolarnos de la silenciosa pobreza en que la poesía chilena parece sumergida.

Ese gran capítulo de la historia literaria americana que tenemos entre nosotros, por virtud de una reciente amistad internacional, José Santos Chocano, prologa fraternalmente y abre las páginas sonoras de nuestro compatriota con un elogio vibrante, entre cuyas ondas armónicas pasa una definición muy sintética y acertada del vate:

“Se descubre al pagano bajo tu cristianismo:
amas el sol, los campos, todo cuanto es belleza…
Atica se me antoja la sal de tu bautismo,
aunque haya entre sus granos un grano de tristeza…”

La desnudez verbal de Iglesias no es una desnudez franciscana, como podría esperarse en el devoto que, acompañado, no ha mucho, de Omer Emeth, postrábase delante del pobrecillo de Asís y le dirigía su novenario lírico. Más bien evoca al mocerío fogoso de quien, desde Antofagasta y, traído entonces de la mano por Antonio Pinto Durán (como se ve, Talanto sabe elegir bien a sus heraldos) entonaba sus “Plegarias de la Carne”[1], “penacho de las audacias juveniles, los veinte años líricos y tunantes que proclaman su rebeldía del brazo de una mujer de la que apenas se indaga el nombre y por la cual, como en el Don Juan de Zorrilla, habría insultado o Dios o –acto de comedia también- de no meterme a monje, me habría roto el cráneo de un pistoletazo”. Así dice el “Exaudi”… Iglesias gusta de exteriores eclesiásticos: don Ramón del Valle Inclán, le ha enseñado el sabor pecaminoso que agrega un sayal a los gustos sensuales. Y el relieve que un corte severo presta a la ironía. Talanto la ejercita bondadosamente contra sí mismo.

Después de contar cómo de poeta se trasmutó en burgués oficinista, tembloroso ante los ojos de gato del jefe, refiere que: “Naturalmente, fui periodista. En el periodismo se recibe rápidamente el espaldarazo que unge escritor. Basta decirle al camarada de la otra mesa: -Amigo, es necesario que en tu artículo de mañana me declares genio. Es cierto que nadie lo creerá. Pero a los genios de verdad tampoco se les cree. Y, en el peor de los casos, le queda a uno la duda…”

Mucha verdad. Hay bastantes lectores por ahí a quienes les ha quedado la duda, esa misma duda, después de publicado los libros de Iglesias, la novela “Maya” entre otros, y los comentarios con que fueron a su turno recibidos.

Como floripondio magnífico, Talanto lleva en su solapa una petulancia de género especial: llama desde lejos la atención al transeúnte, pero no ofende al que se acerca.

¡Se exhibe con tanta franqueza!

-Voy a decirles el más hermoso poema compuesto en lengua castellana. Oigan.

Y comienza, en gloria y majestad, a recitar estrepitosamente unos versos que cierta escritora llamó “afrodisíacos” y que, según ella, reanimaron a la gente en una tertulia apagada:


“Toda llena de joyas, efímera en lo eterno.
Ojos de un verde pálido, de un pálido elixir;
piernas que son columnas rítmicas del Infierno;
sedas, sedas de Oriente; otros, oros de Ophir.
Álzase con los gestos lúbricos de una gata:
tiende los albos brazos, quiebra los lindos flancos,
entreabre –son dos pétalos- los labios escarlata
y dulcemente tiemblan sus duros pechos blancos”.


Se descubre al pagano. Goza con las formas desnudas, acaricia las carnes y anega la mirada en la fiesta de los reflejos; un fauno vencido solloza en el fondo de sus propósitos ascéticos; San Francisco, a la distancia, levanta los flacos brazos orantes.

Con cierto sadismo valle-inclanesco, hallaremos varias veces al divino Marqués en las estrofas de Iglesias. “La Palabra Desnuda” entremezcla ambas inspiraciones y, después de Friné, Demi-Vierge y la heroína del Bautista, viene una encendida Plegaria a Jesús.

En las dos cuerdas obtiene el poeta notas de acierto pleno.

Por nuestra parte, preferimos su inclinación que, con un poco de buena voluntad, pudiera llamarse mística.

Aparece en ella más simple y humano; no se le siente esfuerzo alguno en la voz y alcanza, por momentos, la suma naturalidad. Hay una de sus composiciones, en este estilo, que nos parece de pura Antología y destinada a perdurar; su “Romance de Ciegos”, evocador de cantares del pueblo castellano y muy emparentado con los “Aromos de Leyenda” del señor Bradomin. Basta para valorizar un volumen.



“Aunque los pies le sangraban
y era ya largo su afán,
venía por los caminos
prodigando su cantar:
venía por los caminos
iluminada la faz
mientras en sus ojos la sombra
volcaba una eternidad”.



La vida interna pasa delante de nosotros en la figura de ese hombre para quien están cegados los manantiales de la luz material y que los videntes compadecen, los videntes que no saben ni pueden ver… El poeta pagano, tocado de cristiana piedad, sale al paso del triste y quiere socorrerlo.



“Al verlo venir a tientas
buceando en la oscuridad
que entorpecía sus pasos
como una red infernal,
salí camino adelante
con palabras de bondad
a ofrecerle, como antaño
el pan, el agua y la sal”.



Lo detiene en el camino, le dice que ha adivinado su afán y le pide que le cuente sus penas; quien disfruta de la luz matinal debe comunicar aunque sea una partícula de su tesoro, a los pobres privados de sol y las estrellas. El ciego sonríe y su contestación cae a los pies del caminante como un haz de claridad más límpida:



“Tú no has mirado el abismo,
tú no has podido mirar
como miran los que nunca
tuvieron ojos… Tú vas
afirmado en tus pupilas
como un inválido va
afirmando en sus maletas
para poder caminar”.



Es un diálogo entre los dos poetas que se alternan a través del volumen y que habitan juntos el corazón de Augusto Iglesias.

El ciego dice:



“Hermano: no me acompañes.
Quiero seguir al azar
con la ignorancia de un astro
que rueda en la inmensidad.
Hermano, no me acompañes;
guarda tu pan y tu sal;
y el agua arrójala al río
para que vuelva a la mar…”



Nada necesita el que nada posee. El hombre de carne y de sangre, prisionero entre los brazos de Salomé, guarda un silencio de estupor ante aquel ciego revestido de sus harapos como de un manto real y se queda en el camino.

El ciego avanza:



“Y aunque los pies le sangraban
y era muy grande su mal,
continuó por los caminos
prodigando su cantar:
continuó por los caminos,
iluminada la faz,
mientras en sus ojos la sombra
volcaba una eternidad”.



Otras venas tiene el autor que podrían señalarse en el curso de su mismo libro, pero nos parecen menos felices que las apuntadas. En una breve composición se refiere a su lavandera. Es federada. Opina a favor de la Revolución social. Ciertamente, lo mismo que cualquier tratadista de sociología, ella “tiene sus motivos”, no podemos desconocerle fuerza.



“Pensar que tuvo un hijo
a quien alimentaba con leche condensada
pudiendo darle que mamar!”



Iglesias cuenta el drama de la muerte del hijo con palabra verdaderamente desnuda y acento marmóreo.

Pero su desnudez, aquí, no recuerda la desnudez franciscana ni la que divinizó el paganismo. Dista de conmovernos.

Ensaya, dos o tres veces, el poema en prosa, en una prosa muy limpia y exenta de vigor. “La luz de la estrella” nos transporta al Oriente y nos hace viajar con los reyes magos por el desierto mitológico. Cada santo varón sufre sus tentaciones y, cuando uno de ellos cae, la luz de la estrella se apaga.

“Entonces sucedió un hecho aterrador. La estrella se apagó en el horizonte: mortal oscuridad circundó a toda la caravana. Pero Gaspar echó pie a tierra, buscó a tientas a la desvalida mendicante y tomando a la pequeña criatura que esta defendía en su seno, la abrazó como si fuera un hijo suyo. Melchor se despojó de su capa de armiño y la arrojó en los hombros de la madre. Baltasar lloraba de emoción y de ternura. Y cuando esto hacían los reyes, se oyeron voces [inefables] que cantaban en la bóveda infinita: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad! La estrella volvió a brillar en el firmamento y los magos, con [asombro] vieron que estaban ya junto al Portal de Belén”.

Un bello cuento para niños y grandes, contado con gracia y maestría de escritor.

Todo el volumen, por lo demás, trae un sello de ejecución perfecta, de dominio seguro y de riqueza interior, sin retorcimientos verbales, sin violencias exóticas, dentro de la mejor línea tradicional, y con esa novedad que se impone en todo temperamento bien definido.

Iglesias ha hecho un buen libro. Y conste que nunca nos ha pedido el “declararlo genio”, acaso porque, a él, con su propia declaración, le basta…


[1] “Plegarias de la carne” (1917) es el primer libro de Iglesias, el que firmó con el pseudónimo de Julio Talanto. (N. del editor.)



Yo, el hombre
Autor: Augusto Iglesias
Santiago de Chile: Tegualda, 1948

CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1949-03-27. AUTOR: ALONE
El título hace aguardar una explosión de confidencias, algo como una autobiografía ostentatoria para sacar a luz lo más recóndito y lanzárselo a la muchedumbre con ademán desafiante.

Pero no.

Son poemas, nada más, una serie de poemas sonoros, rítmicos, medidos, rimados, de tema principalmente erótico y con gran derroche de imágenes y muchas entonadas palabras, a veces declamatorias.

Recuerda algo a Darío y Lugones, otro poco a Chocano y también a Villaespesa.

El autor, por lo demás, debe de reconocer que por allí anda su obra; porque adelantándose a los “snobs”, fanáticos de la moda, para quienes, con decir atrasado, ya está todo dicho; sienta en el prólogo una tesis intemporal destinada a “algún crítico de treinta o cuarenta años más”.

Un prólogo muy justo y una tesis, a nuestro ver, inatacable. Ya la hemos expuesto alguna vez.

No se puede aplicar al dominio estético –ni tampoco al ético- lo que se aplica al terreno científico. En este hay, efectivamente, progreso, existen verdades y descubrimientos escalonados, superiores, se puede afirmar que nosotros, hoy, sabemos y podemos más que nuestros antepasados y predecir que las generaciones venideras aumentarán ese tesoro.

Nada de ello cabe afirmarlo en materia de moral o de belleza. Las enseñanzas evangélicas siguen como un ideal inaccesible, no superado y nadie se atrevería a pensar que Grecia fue vencida que los poetas y artistas modernos se acercan más que ella al eterno equilibrio de la fuerza y la gracia.

Los grandes milagros del Calvario y el Acrópolis, no se han repetido.

Si en el arte se cambia, si el hombre pide nuevas formas y las escuelas suceden a las escuelas, no es “por faire mieux”, según la frase, difícilmente traducible de un tratadista, sino “por faire autrement”; porque la sensación repetida cansa y se requieren otros estímulos; en el fondo, por cierta debilidad, por nuestra impotencia para admirar siempre, con parejo entusiasmo, lo que se reconoce y declara perpetuamente digno de admiración.

Iglesias, académico y exuberante, desarrolla bien estas ideas. Establece la permanencia de la obra de arte lograda, pero no se detiene ahí y bendice, en vez de maldecir, a los revolucionarios y vanguardistas, a los demoledores e iconoclastas, siempre que no aporten simples desplantes seguidos de acrobacias y simulaciones.

Prueba a un tiempo de buen juicio y amplitud.

Para confirmarlos, “Yo, el hombre” concluye su prólogo con lo más inesperado: un acto de humildad.

“Y ahora –escribe- una excusa para los críticos… Hubiese querido que las poesías que componen este libro fuesen todas de mi producción inédita. Voces amigas pudieron más que mi propósito de hacerlo así; ellas me obligaron a incluir alguna que otra composición de mi cosecha pasada. Mas, por lo que di y por lo que ahora doy, tengo igual sonrisa melancólica. Qué importará este puñado de emociones frente al limpio diamante del verdadero gran Poeta de mañana que ha de hacer la soñada ecuación entre la Harmonía y el Caos? [sic]”

No se inclina, es verdad, “Yo, el hombre”, como en rigor pudiera pedírsele, delante de los poetas pretéritos, Darío Chocano o Villaespesa, ni, para venir a Chile, ante Magallanes, Hübner, Gabriela Mistral o Pablo Neruda, pero ya es algo ese saludo al bardo inexistente.

Podemos penetrar en su templo.

Porque es un curioso templo, un santuario singular donde el mismo sacerdote oficia diversos cultos y va, cantando distintas plegarias, de un altar pagano a uno cristiano, póstrase aquí en presencia de antiguas mujeres, Friné, Salomé, se asoma allá a liturgias diabólicas, cogiendo las manzanas archiprohibidas y luego, arrepentido, entre mármoles blancos consagra sonetos a San Juan de la Cruz, a la Magdalena, Santa Teresa y la Dolorosa.


“Dios te salve, María, llena eres de gracia
por la senda al Calvario y el dolor de la cru
y la blanca paloma de la Sanya Hpostasía
trasmutada en el fruto de tu vientre: Jesús…”



Se recordará que en la obra poética de Iglesias, junto a las “Plegarias de la carne” (1917), figura “El sátiro que gime” (1918) y, después, en 1926, un devocionario lírico a “San Francisco de Asís”.

No es primera vez que alternan en su estrofa el motivo puro y el motivo pecador. Aun puede suponerse sin malicia que al poeta le complace entrechocarlos.

Hay en él bastante virtuosismo, ama la exterioridad vistosa y le gusta lucir facilidades técnicas. Esta, por desgracia, suele quedar a medio camino; casi siempre, hasta en las piezas mejores, algún verso ripioso se desliza y una imagen no lograda halla modo de ubicarse. Iglesias dista de ser un poeta íntimo, veraz, convincente y tampoco alcanza la perfección objetiva, curable, de los parnasianos. Así como entremezcla los temas antagónicos, permite que vayan sucediéndose aciertos y desaciertos.

Para nuestro gusto, dentro de este repertorio, solo una composición se les integra con goce creciente y deja, al cabo, un estremecimiento de emoción: el “Romance de los ciegos”, ya puesto en antologías y que no ha desmerecido a través de los años.



“Aunque los pies le sangraban
y era ya largo su afán,
venía por los caminos
prodigando su cantar;
venía por los caminos
iluminada la faz,
mientras en sus ojos la sombra
volcaba una eternidad”.



Así aparece el ciego; con soltura, a plena voz, avanza y se nos aproxima su tragedia; sentimos su oscuro mundo, solemne, familiar. Hasta que misteriosamente, habla. El caminante que lo halló por esas sendas le ofrece, compadeciéndolo “el pan, el agua y la sal”. Quiere guiarlo, servirle de lazarillo. El ciego rehúsa; él sabe cosas que el otro no conoce, ha descubierto verdades que nuestros ojos no consiguen ver.

Dice:



“Tú no has mirado el abismo,
tú no has podido mirar
como miran los que nunca
tuvieron ojos… Tú vas
afirmando en tus pupilas
como un inválido va
afirmando en sus muletas
para poder caminar…”



Bella, justa, precisa y enérgica comparación.



“Hermano: no me acompañes…
quiero seguir al azar
con la ignorancia de un astro
que rueda en la inmensidad.
Hermano, no me acompañes;
guarda tu pan y tu sal;
y el agua arrójala al río
para que vuelva a la mar…”



He aquí la mejor prueba de la tesis que en el prólogo sustenta el autor. ¿A cuál época pertenece este romance? ¿Importa algo que pertenezca a una u otra? Cuestiones mínimas. Digan si gustan: “No es un poeta de hoy, no tiene la sensibilidad actual”. Pero entendiendo que eso equivale exactamente a decir: “No cae dentro del siglo XVI o el XVII”. Para la Historia, punto de vista que nunca debe perderse, lo mismo significa el arte de entonces que el anterior o posterior. El problema es, en cualquiera época, sobresalir.

Y para eso no se requiere siempre un libro; basta a menuda, una sola composición, a veces, un verso único…



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