miércoles, 22 de agosto de 2012

7491.- ALEJANDRO BURGOS BERNAL








ALEJANDRO BURGOS BERNAL
Nació en Bogotá, COLOMBIA en 1970. Inició sus estudios de Filosofía y Letras en la Universidad Nacional de Colombia; obtuvo una beca del gobierno italiano y los concluyó en la Universitá degli Studi di Roma “La Sapienza”. Allí también en colaboración con el MACRO-Museo d’Arte Contemporanea di Roma- realizó estudios de maestría en curaduría de exposiciones de arte contemporáneo. Actualmente reside en Bogotá. 
Obras: Dulcamaras ( 2001), Premio Internacional de Poesía Gabriel Celaya el mismo año de publicación realizada en Valencia, España.



Poética

Seth

Han sido meses y días y horas en que con desconsolada piedad me he dispuesto a la poesía como si ésta fuese un enigma, un enigma o una piedra. El significado de la vocación poética se me ha ido dan­do a través de una ima­gen: el corto viaje de Seth a las puertas del paraíso, su padre moribundo sobre la tie­rra agria y seca y cuatro ge­ne­raciones de hombres que lo lloran y un árbol que crece en sus entrañas.

Seth como emisario del padre enfermo recorre la distancia que separa el paraíso de la tierra in­fértil de su es­tir­pe. Lleva consigo una aceitera con el fin de rogar al ángel guardián del paraíso que le dé unas cuantas gotas del aceite de la misericordia, aceite que había de servir a su padre quien por vez primera en el tiempo del mundo enfrentaba la muerte. Mas no tuvo a bien el ángel dar un poco de ese aceite de lástima, no tuvo a bien salvar la vi­da con la piedad. En cambio del aceite el ángel dio a Seth una ramita de árbol: plantada y crecida en árbol da­ría la cura al moribundo. Mas antes que Seth volviera, la aceitera vacía y en mano una ramita, antes que volviera terminaba la batalla. Formas brillantes como dientes yacían en tierra cerca del cuerpo muerto, la espesura se ce­rraba, antes que Seth volviera todo hubo de ser perdido.

Seth entonces —aceite onfacino fue aquello, aceite de almendra amarga sobre la herida— puso la ramita en la boca del padre muerto. De aquí, aquí crecería en árbol algún día.

Fueron meses y días y horas en que con desconsolada piedad me dispuse a la poesía: no sabía —la imagen es siempre un enigma— y tal vez no me sea dado saberlo, y ha de ser milagrosa esta se­creta vía, milagrosa esta cruz exigua, no sabía la cualidad de la poesía ni su manera. Supe —de piedra es la sombra del árbol— supe que el enigma de la poesía era como un cristal de roca: trans­pa­rente y mutable y duro.

Una herida 
dolorosa 
como un ojo, 
profunda y vertical 
como la lengua





Hermano Kiril  


De nuevo observaba los árboles, esta vez después de las heladas, el negro maderamen como sombra de un enramado nevisco, observaba los árboles sin bosque que blancos como el día bajaban hasta el río. El Hermano Kiril también había bajado, negra su corteza poco antes del alba. Negra la marga con que pobremente se cubría y seco el leño de su suerte y negra la noche y cruel. Ya amanecía cuando lo posamos sobre el río. Y con sólo el peso de la muerte ese leño de mar no se partía, con sólo el peso de la muerte el agua era de cristal de piedra y el Hermano Kiril piedra albestina y fría, aquí de tan alubre. (Observaba yo los árboles entonces, otra vez después de las heladas, el negro maderamen del invierno —enramado nevisco—, observaba los árboles que blancos como el Hermano Kiril ennegrecían sobre el río).

No comí ni bebí durante días, sufrí también el frío. “Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos.” Durante días, Hermano Kiril, yo no comí ni bebí recordando el aspecto ruín que te traías, como de tocón de sauce, de tueco seco y ocre y coronado de ramitas duras. Te recogimos así, desenraizado en la altísima vía mala, convertido a la piedra en nombre de Saúl. Ocre tu piel y gris mientras bajabas al valle, oscuro el cielo, ocre tu piel y gris mientras presumías: “¿Son hebreos?, yo también. ¿Son israelitas?, también yo. ¿Son del linaje de Abraham?, también yo.

¿Son ministros de Cristo? Yo lo soy más.”

Ya amanecía cuando te posamos sobre el río. Y con sólo el peso de tu muerte ese leño de mar no se partía, con sólo el peso de la muerte el agua era cristal de piedra y tú, Hermano Kiril, tú nada eras.

Sólo una piedra albestina y fría. Tan sólo una piedra albestina y fría.






Liminar

Estoy encerrado en un árbol.
El árbol grita a su manera.

Augusto Roa Bastos, Yo el supremo



Que lo estuve, y si lo estoy es un rumorío de ramas secas este articular elementos de transparencia. Encerrado en un árbol. En su grito a su manera, perenne manera, leñosa, elevada manera. Arborescido de poco más o menos sobre la ribera, ribaldo, arborezco de mezquina riba, non veo do ribar, no vi do ribar y le vendí mi alma. De poco más o menos a sur del puente, fábrica de piedra, ladrillo, madera y hierro. Que si grito, mas tan sólo si susurrase, polvúsculo en potencia de diafanidad, ahora menudencia de tierra, muy seca sequedad de fauces, hiena secaña; si grito exhalo sombras. Y en estornudos se me van las arbustivas pausas, obligaciones tonales en modo menor, debe ser mi manera de llover.

Ripios de niebla, delgados, desiguales, sin pulir, teja techumbre de la obscurecida tierra, soy poco de voz y mis propias cosas, enclenques de común decir, de débil sentencia. Añublo sin olor del día, de la luz con sus tintas, de la luz de sus ojos, de la vida de su vida. Ya la vida peligro en José de Arimatea, anteomnia, pero fue en sombra de grandeza, más bien bermellón, más bien carmín fino, más bien sombra de Venecia; lo mío es sombra de hueso, color obscuro, blancor ofuscado, amarillo biliar, de entraña, de entraña enferma; si el oso enferma come hormigas. Mi sombra es hormiguera, roe retoños. Mi sombra, osario, no desmiente el hambre.

De raso hago lugar, aldeorrio raído, arrasados los ojos, hinchados, de lágrimas guijarros, de lágrimas piedras, empedrando aldealrío, flor de cardo silvestre soy, buche del río, en mí cuaja culantro, maná sin olor a miel, mana cuajarón helado, mana rocío, sí, rocío, lluvia tenue por manda en razón del frío, ínfima región del aire, mi tierra, Santo Antonio Abad, mi tierra: ese blanco vellón leve.






Teodulo Yaurí, ya tú estás muerto

Así fue como, una alborada, entramos en la ciudad
            y, mansa lengua de un perro, vientre triste de perra
            lo hicimos nocharniegos con don Teodulo Yaurí.

Nos había recogido arriba en la vía del páramo y
            recio como albarrano escupía sales.
            Pudría lo tierno y lo frío y tiña criaba.
Batalla prometía y venganza. Páramo secano y tierra mara:
            libaba cuajo de la Virgen Santa y sangraza ofrendaba
            por Eberto Solano y por Cardozo Abram.

Quedito masticaba: “D’estas puercas piedras suscitaré
            hijos a don Abram y plumas a don Eberto,
            d’estas puercas piedras primogénitos y un pollo diagua.”

Brillaba oscura esa filuda macheta camino al bajío
            resollaba cerca de la raíz de la madre diagua
            descendía, puta madre, descendía, flor de suelo.

Agredía agua y su escarche chispeaba como brusca,
            ardía su helada blanca. Bien abajo, cual ramaje,
            la ciudad crepitaba de rocío por lo seco.

“Teodulo Yaurí, tú ya estás muerto.”
            dijo quien conmigo estaba, quien guiaba, mi maestre
            y lo hizo con tierna hipocresía, higiénico y antiguo.

Y así como tres ojos cierra el sueño en las rameras
            y tras las crudas valvas arena muerta se acumula
            encallose la gorja de Yaurí y allí su esporo.

Bajábamos ahora silenciosos por el cerro,
            alta la saetía sobre la flor de mara
            liviana cuesta abajo y rencorosa.

Bajábamos Maestre y Teodulo y yo, por una encía de montaña
            que después se abría en aguas lutas
            como se abre el puño sucio de un mendigo. 






Sobre la vocación

Dicho sea de paso: la poesía de Fernando Pessoa es
imágenes de Lisboa, es sólo imágenes de Lisboa



I. Simplicidad sin ostentación.


El condesito despierta en la ciudad de Lisboa, despierta en la puerta de cafés, bajo la lluvia entorrenciada de su sueño y a la vuelta de esquinas —Lourenço Santos Ltda Camiseiros o tal vez la Tabaquería Pires en Rua da Prata esquina— como bajo paraguas metafísicos, cortando en la lluvia una flaca vigilia, una columna de sombra seca, a la vuelta de esquinas —y sólo a veces, sólo a veces… es que el sueño es triste— se va cruzando con sus vísperas como si hubiese querido renunciar a la lluvia o enflaquecer de caridad. Como si alguna expresión de realidad hubiese de persistir en el desamparo.

Como si hubiese velado toda la noche en oración.


II. Mientras que algo es bello es posible aferrar su esencia.

Ayunó el condesito, sin ser témporas ni vigilias. Hora tras hora fue su sombra. Se detuvo en los cafés, Lisboas sin Fernando —¿qué habrá sido de él? Fernando—, tabaquerías sin Alves ni marismas. Es fantástico cómo se tomaba una botella de aguardiente, de esas de antes con el tapón de vidrio… como si se quisiera matar. Pero no, no es eso, no es eso: a pecho abierto no se escuchan lamentos de mercado, una lejana vigilia sí, un corazón que nunca duerme, mas tan leve que ni tan siquiera es vida; a pecho abierto, desde el acabarse la de nona hasta ponerse el sol —oficio divino al fin y al cabo—, mirad, la Rua do Alecrim enneblinada.

Como si se pudiese morir de iniquidad.

Como si el alma fuese todo lo que es. El alma… la forma de las formas.


Me pregunto si, como San Ambrosio, eres
capaz de leer in immensum loqui.


III. Dios envió los clérigos, mas el diablo envió bufones.

La sangre en lluvia, el condesito, resplandor blanquecino de su ser. Sus ojos fríos como el mar miraron el Tajo desierto y mudo. Hojosos ramos en cortejo fúnebre: su madera es dura de color rojo como el fruto: Liliata rutilantium te confessorum turma circundet: iubilantium te virginum chorus excipiat… Sus flores verdes, a modo de ramilletes. Pavorosamente perdida, la ciudad.

Oh María, virgen santa, finalmente mi espíritu adivino…

Oh María, virgen santa… ¿sobre qué sangre caminar?

Como si hubiese teñido su sombra en veneno asirio, como en púrpura las lanas blancas.



IV. Yo no tengo caridad.

Lluvia es que el templo está encendido. Va iluminado por dentro el condesito, en disposición presbiterial: exorcista, acólito y ostiario. Tiene potestad para admitir los dignos y la ejerce entre difuntos: Agüedita, Nativa, Miguel… cuidado, cuidadito con ir por ahí, por donde acaban de pasar gangueando sus memorias dobladoras penas, hacia el silencioso corral: Almada, César, Samuel… holgazanes de arte e industria, no vaguéis de alma en alma, fingiendo pobreza, hurtando artificios. No vaguéis de alma en alma pregonando cenizas.

Cuidado, cuidadito con ir por ahí salmodeando lección superior al desengaño.

Como si Lisboa fuese casa santísima y misericordiosa.

Como si fuese, Lisboa.





V. “¿Usted sabe cuántos de los míos ardieron? En Pskov, en Novgorod…”.

Una dolorosa enfermedad, el condesito. Qué milagrosa manera ésta de caer, vestido como era de noble color, humilde y honesto. Persona devota sin duda, oyendo los divinos oficios en hábito sanguino. No hubo médico o medicastro —ni por filosofía natural, ni por física, ni por arte de astrología— que para esta enfermedad tuviese cura. Que el condesito llamaba a la muerte y decía: dulce, dulce muerte, ven a mí, que ya yo llevo puesto tu color.

Como si la mar tuviese vientre y Lisboa sólo sepulcros.

Como si la nada fuese en olor de hoja de olivo.




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