viernes, 10 de abril de 2015

GERARDO RIVERA [15.539] Poeta de Colombia


GERARDO RIVERA 

Nació en Medellín, Colombia  en 1942. Estudió Derecho en el Colegio Mayor del Rosario. Se desempeñó como publicista y redactor en varias agencias de publicidad. Durante dos décadas deambuló por Europa y el norte de África. 

Autor de los libros de poesía: A lo largo de las estatuas de octubre; El viajero
de los pies de oro, colección La rueda entre las nueces, Medellín 2003; Una nada cubierta de hojas (Premio Jorge Isaacs 2005), Anterior a la penumbra, El lugar
de la espera (2010), A la sombra de los árboles milagrosos (2012). Los vinos del desterrado, Premio Nacional de Poesía José Manuel Arango, 2012. 

Vive en una casa de campo en Chicoral, Colombia, viajero impenitente y luminoso poeta. 



CADA UNO DE SUS PASOS

Entró a la ciudad imperial, impulsado por ráfagas
de viento y arena,
llevado por alas poderosas, avanzó bajo las hermosas
torres medievales, piedras negras bañadas por una luz
invisible,
blancas frías piedras, alejadas del corazón.

Se sentó en el rincón azul, a contemplar cómo la catedral
abría las puertas oscuras, de su boca infinita.

Saludado por los mimos rojos, los equilibristas,
y los payasos de las esferas,
caía, llevado hacía los cielos, hacia el ramo estrellado
de su voz, aldea secreta, verde abismo
del agua y la soledad.

Escuchaba al viento puro, al fauno amado,
como un recién llegado a la alegría de una fiesta.

¿Quién era él en aquel entonces?, ¿En quién se había convertido?

¿Era él, él quien atravesaba el parque en la noche,
bajo luces amarillas, dormido y ataviado,
como para una crucifixión de Holbein?, verde río
lapislázuli.
Bebió allí el agua del cántaro sagrado,
y levantó su cabeza como el gamo solitario cuando escucha el corno.

Bandadas de hojas y pájaros y ramas en el parque llovido
donde escuchó el sonido de sus pasos.

Sonido de sus pasos, hacia un lento futuro triste,
"hacia el glauco, hacia aquel que olvidaba 
los mares y la brisa"

"Allí donde no estaban el rastro de las pisadas y las piedras".

Sólo que nunca llegaría, se perdería allí,
en aquel agotado jardín, en aquel rincón azul.

Lo abandonaron sus manos y sus ojos,
lo abandonó todo su cuerpo y voló lejos, lejos.

Trataría de regresar después, pálido fantasma, 
recorriendo cada uno de sus pasos.



CON TUS OJOS CERRADOS

Ya no deberías hablar, debes callar, silenciarte para siempre.
Ya hay demasiado pasado dentro de ti, ¿Qué puede haber aún
en tu corazón sostenido alguna vez por el amor?

Hay fotografías tuyas desde donde sonreías, un carrito de juguete
entre tus manos; esa que fue tu madre, al lado tuyo,
pero ella no sonreía, ella sabía.

Los días prisioneros te esperaban, algunos en la cúspide
de falsas alegrías, algunos trajeron vino a tus labios,
manos rebosantes de hermosos juegos incendiados,
ríos profundos.

Una a una pasaron las páginas del libro,
¡viste ya tantas cosas con tus ojos cerrados!



LA VERDE ROSA DESTINADA

Déjame entrar,
quiero buscar el último rincón,
esconderme en tu casa.

Acercarme al ser de luminosa ceniza
en la que te has convertido.

Acercarme a tus tres reinas,
la del viento, la de la noche, y la de la lentitud,
y hacer un pacto secreto con ellas.

Regresar otra vez, al caballo en su palacio de nieve,
a la sombra de los árboles milagrosos.

Yo seré el viajero, que hunde sus pies,
en un mar estrellado. Trae por lo tanto el cristal,
la copa de belleza azul, y lo que vive y muere
dentro de ti.

Trae a nuestros muertos, Darío, Emilio, Helena, Gerardo, 
Eugenia, yo entre todos ellos.

Ya sé, que nadie más que tú, podría hablarme
mas bellamente del halcón de los cielos y de su frío grito
de oro.

De lo que me has ofrecido, el corazón difunto,
la verde rosa destinada.



AGUA HERMOSA DE LA SOLEDAD

Es ahora cuando recuerdo,
recuerdo tu vida lenta y silenciosa,
esa que levantabas para mí, reflejo de la espada
frente al mar, frente al brillo del alba.

¿Fuiste acaso el viento blanco?
¿Aquello que recorrió el bosque con sus aves invisibles?

En la tibia mansedumbre animal
dejo dormir mi corazón, para que perdure siempre,
para que no se pierda, como lluvia sobre el mar.

Deberá quedar y sostenerme, dura obstinada 
piedra, donde apoyaré mis manos.

Eco inextinguible de la noche, 
agua hermosa de la soledad.






EL VIAJERO DE LOS PIES DE ORO


ERES TÚ?

Eres tú?
y ahora estás ahí, detrás de la puerta,
has cruzado los mares
hinchándolos de recuerdos, como pesadas piedras

Y como la luna
colocaste ya tu ojo
en el vaso del muerto,

Estamos pues los dos, respirando apenas,
y desde el fondo frío de la barca,
abriendo y cerrando la boca,
nos salpica la leche negra
que vomita el pez,

Y te desnudas
caen las telas milenarias,
exquisitas como jardines alados,
para mostrarme tus rojas heridas
y tus uñas sedientas,

Oh madre hermosa,
amada mía, perfumada tierra lejana,
entrégame la vieja moneda,
déjame de una vez por todas
tocar con mi dedo sagrado,
tu helado pecho de marfil.



LOS AUSENTES, LOS DORMIDOS

Estos son los adoradores del sueño,
los ausentes, los dormidos.

Los que han recibido con labios de piedra,
el agua de la diosa.

Recostados, caídos en las aceras,
frente a los cines y los pasos atroces,
de los demonios del día.

Tejen olvido

Musitan, en un lenguaje extraño
de lechuzas y chamizas, verdades inaudibles,

Escondidas bellezas,
versos que solo se escuchan, en otros jardines

Mas allá del mar perfecto
mas allá de la limosna ciega

Y de la profecía.

Dormidos color de tiempo,

borrosos príncipes que sueñan recuerdos,

falsa música de eternidad.

Brisas y caballos y pájaros espléndidos
que solo desde la infancia vuelan.

Mientras nosotros, locos demonios,
caminamos también dormidos,
sobre mortales prados de invierno.



UNA NADA CUBIERTA DE HOJAS

Se que no existo
que sólo fui una lluvia en los ojos del halcón
pero te traigo piedras silenciosas
y se también que temí entrar con mis manos
en tu sueño,

Entrar en tu casa y escuchar el eco de mi voz
dispersarse y morir en aquellas habitaciones
llamándote,

Era yo el que había muerto?
o eras tu, el que inventaba el aire, como jugando,
altos y claros surtidores
y bellísimos pájaros brillantes como joyas.

Y quien eras tú
si yo reía?

Que ruinas invisibles del mar y de la noche,
que fuegos sagrados, ardieron siempre para t¡,
desde el más remoto pasado?

Pero tú, sin saberlo, en la casa de la sombra
suavemente te desvanecías,
Se abrían puertas, se cerraban,
como llamándote,
cubierto ya tu rostro con la máscara infinita

Quienes somos?
que rosa fragante es esta
que a ti y a mi nos aprisiona?

Sólo sé que tu y yo somos un viento inmortal,
el enigma de unas alas rozando la inmensa pirámide
que sostiene el tiempo
y su derrota.
una nada cubierta de hojas.





Los Vinos Del Desterrado. Gerardo Rivera


Las desaparecidas

Ocultos en la casa del tiempo, 
los labios azules recuerdan la rosa de la sombra.

Soñados nos hemos alejado 
en las noches de la hierba. 

Allí bebimos en hermosas copas 
el vino de los días.

Tomados de la mano por las hijas nocturnas, 
las desaparecidas.





Herida luminosa

Los bellos ángeles están allá a lo lejos, 
entre sus naves y sus pájaros muertos.

Piensa en el tiempo que pasa, Dios apagado, 
sobre las suaves plumas.

Con hilos de oro nos ata el corazón 
la herida luminosa.




Parte del mar y de la tierra

 Allí te escondes, 
en lo que recuerdas como sombra, 
en el corazón y en las hojas.

Todo lo olvidas 
en las copas de la noche. 

Así, antes de volar, llevado por el sueño 
te desvaneces.

Es fría tu hermosa desaparición, 
mi dulce atormentado.
Eres el solitario, 
parte del mar y parte de la tierra.



La vida que nos queda

Regresas a viejos lugares, 
pero no los recuerdos.

Recuerdas a los que cantaban 
en el corredor de la casa en penumbra, 
a las monedas de oro que pasaban 
entre nuestras viejas manos.

¿Fue vertida el agua sobre nosotros, 
sobre nuestras cabezas iluminadas 
por el astro resplandeciente? 

Alguien quedará todavía allí. 

Emilio, de pie, mirando la noche, 
recorriendo aquel corredor, 
soñando sobre la vida que nos queda.



Bosque estrellado

 Ahora que te aprestas a pagar 
con crecidas monedas de oro a la púrpura, 
al sueño de la mariposa, tú, el desterrado 
ante las últimas cumbres y la última puerta,

inclina la copa; 
que el vino se derrame sobre la tierra
de alas muy viejas.

Sé siempre el solitario.
Habita para siempre el bosque estrellado.



Al amanecer

La noche 
sepultada en su cofre

–como encendidas semillas– 
sube las rojas escalinatas de tu cuerpo.

La noche 
sepultada en su cofre

–como viejos pájaros negros y amarillos– 

Y la miel dorada vertida por el sol 
en la ventana, 
al amanecer.



Regreso

Los recuerdos llegan como pálidas flores.
Echa a rodar tus joyas sobre la mesa, 
los hilos brillantes, el oro del tiempo.

Recuerda las islas perfumadas, 
el olor a sandía, los espejismos y el viento 
entre los olivos y los templos.

Llegará el otoño, 
desaparecerán las islas azules 
en el mar blanco.

Expulsados del paraíso, 
pájaros oscuros nos señalarán 
el regreso al polvo y al olvido.








Un libro necesario como el agua: ‘El lugar de la espera’, de Gerardo Rivera

Por William Ospina

A LO LARGO DE UNA TIBIA NOCHE DE verano John Keats oyó en el canto del ruiseñor el secreto de la naturaleza, el contraste entre la fugacidad de los individuos y la eternidad de las especies.

William Blake aconsejaba ver la labor de los siglos en un grano de arena y el infinito en una flor silvestre. Emily Dickinson no tuvo que salir de su jardín para conocer la eternidad, los palacios del goce y el fulgor del infierno. Walt Whitman dijo que la vaca que pace con la espalda inclinada supera a todas las estatuas, que la madreselva podría adornar los salones del cielo y que un ratón es un milagro suficiente para confundir a millones de incrédulos.

Por todo eso Robert Graves afirmó que la más antigua diosa, cuyo espejo es la Luna, confió a los poetas las verdades profundas del mundo, y dejó lo menos importante en manos de los necios y de los frívolos, que saquean y depredan, que acumulan y clasifican, que arrebatan y aniquilan. Mientras haya alguien percibiendo el misterio de las cosas, los secretos del agua, de los bosques, de la oscuridad y de la memoria, el mundo estará a salvo, aunque los demonios se afanen en traficar con sus armas y sus venenos.

 Y en un poema nunca olvidado de John Milton, que medita por qué le fue dada la ceguera, y que empieza diciendo “Cuando yo considero cómo mi luz se ha apagado/ antes de la mitad de mis días en este oscuro, inmenso mundo”, aparece al final esta aproximación al destino del poeta: “Miles de mensajeros se afanan por la tierra y el cielo cumpliendo el gran designio, pero también lo sirve quien sólo está y espera”. Ese podría ser el sentido del nombre de este libro que recoge toda la poesía publicada hasta hoy por Gerardo Rivera: El lugar de la espera. Este libro es la revelación profunda de un gran poeta y de una poderosa poesía.

Algo significa el musgo que cubre las piedras, la violenta luz que gasta las cosas, lo que trazan las alas en el viento sobre los estanques. La eternidad, que es otro de los nombres de Dios, no sólo produce sin cesar enigmas y estrellas: a veces produce una mano que aparta el velo, una voz que descifra el silencio, una mirada que entiende la sombra. El poeta nos da de pronto nombres nuevos y más cercanos para todas las cosas, nos revela el dolor que hay en los objetos, el consuelo que hay en la música, las estrellas que hay en la muerte. Y un mundo donde todo era agobiante y misterioso se va volviendo asombroso y dulce y lleno de significación.

Leyendo estos poemas de Gerardo Rivera sentimos que una nueva lógica está entrando en el lenguaje, que una mirada más sutil se abre en nosotros; al mundo lo aprueba de pronto una sonrisa más lúcida, el bien se torna más escéptico y el mal más refinado. No es una poesía convencional e ingenua que al pan lo llama pan y al vino vino. Aquí nada es del todo lo que parece: toda luna tiene un envés de sangre o de hierba, todo gato se desliza en humo y acechanza, todo libro es un laboratorio de operaciones mágicas. El amor cubre de nombres falsos las cosas, las piedras quieren besar labios de oro, una ansiedad de amor recorre los metales y las montañas, los delirios y los mecanismos; y todo origen se curva en ayeres, y toda habitación se desfonda en selvas y recuerdos.

Un libro que acaba de aparecer puede ser sin embargo viejo como las estrellas y hondo como la memoria. Todo en este libro de Gerardo Rivera nace de un recuerdo preciso pero se dilata en relatos impersonales como los que cuenta la lluvia en los tejados. Nos recuerda que el mundo está lleno de murallas de sangre y de bodegas de hambre, y de reyes y potestades que se alzan de hombros ante tanto desamparo y tanto dolor. El poema nos muestra cosas que no puede explicar nuestra filosofía: “Los negros charcos/ donde las flores del tigre caen y crecen”. Hay en estos versos una negra fecundidad produciendo prodigios serenos, joyas de sombra.

Con libros como éste podrían cantar y rezar siglos de seres humanos. Recordar lo que había cuando aún quedaban en el mundo esos grandes tesoros de los que ahora huye y a los que combate desesperada la civilización: el silencio, la noche y la ausencia. Porque esos son los reinos que debe custodiar el poeta, esas cosas aparentemente improductivas que son las que produjeron todo, esas cosas aparentemente imprácticas sobre las que reposa toda la eficiencia del mundo. El poeta va en sentido contrario, es el gran radical, y mientras todos suben hacia el fruto él desciende hacia las raíces, y oye las bocas de los manantiales, y siente lo que germina en el corazón de las piedras.

El lugar de la espera, que acaba de publicar la Universidad del Valle en sus 65 años, es uno de esos libros que no están escritos para todos sino para cada uno; nadie verá en sus poemas lo mismo que ve otro. Es el milagro pleno de una escritura tan antigua como Homero y sin embargo tan atrevida en formas y libertades como las nubes del último atardecer. Cada quien necesita de esta poesía para dialogar consigo mismo y con el mundo, para volver a agradecer, desde el horizonte de esta edad que ya nada agradece.




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