viernes, 8 de marzo de 2013

MANUEL MARÍA SÁNCHEZ [9374]



Manuel María Sánchez, (ECUADOR,  1882-1935)

Abogado, educador, poeta y periodista nacido en Quito el 19 de diciembre de 1879, hijo del Sr. Quintiliano Sánchez Rendón y de doña Amalia Baquero.
Inició sus estudios en el Seminario Menor de San Luis y luego pasó al Colegio San Gabriel, de los jesuitas, donde en 1895 se graduó de Bachiller en Filosofía y Letras. Por esa época vivió las transformaciones sociales y políticas que surgieron a raíz de la Revolución Liberal, y empezó a trabajar para ganarse la vida y poder costear sus estudios universitarios, dictando clases como profesor primario.
En 1902 -siete años después de haberse graduado de Bachiller- pudo, por fin, ingresar a la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad Central, donde se destacó por sus inquietudes intelectuales que lo llevaron a fundar, junto a otros compañeros, la «Sociedad Jurídico Literaria», en la que publicó sus primeros poemas.
En 1906 empezó a colaborar con el diario «El Comercio», de Quito, y posteriormente continuaron apareciendo sus artículos en los principales diarios y revistas como «El Grito del Pueblo», de Guayaquil; «La Prensa» y «La Constitución», este último fundado por él junto a varios amigos para combatir la revolución que Pedro J. Montero inició en Guayaquil, en 1911. Además, colaboró con las revistas «Guayaquil Artístico» y «La Linterna», de Quito.
En 1912 -luego de vivir los horrores del Asesinato de los Héroes Liberales- culminó sus estudios de Jurisprudencia y se graduó de Abogado; entonces, al iniciarse el segundo gobierno del Gral. Leonidas Plaza fue elegido Secretario de la Cámara del Senado, y luego fue llamado por el Ministro de Instrucción Pública -Sr. Luis Napoleón Dillon- para ocupar la subsecretaría de dicha cartera, cargo en el que actuó durante seis meses, luego de los cuales pasó a desempeñar las mismas funciones en el Ministerio del Interior (hoy Gobierno).
El 12 de noviembre de 1913 fue nombrado Rector del Colegio Mejía de Quito, pero al año siguiente pasó con licencia a desempeñar el cargo de Ministro de Instrucción Pública en reemplazo de Dillon, en el que actuó de manera destacada hasta agosto de 1916 en que terminó el gobierno del Gral. Plaza. Volvió entonces al rectorado del colegio para iniciar «La Era de Oro del Mejía». En esa época logró la creación de nuevas rentas para el colegio y pudo adquirir un amplio terreno en el que inició la construcción del nuevo edificio, que dejó casi terminado.
En 1921 fue nombrado Miembro de Número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, pero no se incorporó. Un año más tarde fue elegido Diputado por la provincia de Pichincha, dignidad a la que fue reelegido en 1928.
En 1929 fue llamado por el Dr. Isidro Ayora para ocupar nuevamente el cargo de Ministro de Instrucción Pública; en esa ocasión convocó al Primer Congreso Nacional de Educadores Primarios y Normalistas, que se reunió en mayo de 1930. En agosto del año siguiente, cuando cayó el gobierno del Dr. Ayora intentó retirarse a la vida privada, pero fue designado Ministro Fiscal de la Corte Suprema de Justicia, en cuyo ejercicio lo sorprendió la muerte, en Quito, el 28 de julio de 1935.
Fue muy rica la herencia poética que dejó el Dr. Manuel María Sánchez, y en ella se destacan: «Los Expósitos», «Entre las Selvas», «Tristitia Rerum», «Ofrenda a España» y la conocidísima «Patria», que musicalizada por Sixto María Durán fue premiada en el Concurso Nacional de Composición convocado por el Ministerio de Educación, que en 1938 recogió toda su producción poética y publicó bajo el título de «Poesías».




Patria

(Recitación escolar)

Patria de mis ensueños, tu nombre soberano
es como el sol, despide calor y claridad,
y no hay una palabra que en el lenguaje humano
tanto como ella exprese dulzura y majestad.

Patria, tu nombre vibra, vibra cual una nota
de una maravillosa y divina canción,
cuando, como la cifra de mis amores, brota
aún más que de mis labios, de aquí, del corazón.

Patria, tu nombre tiene para mí una fragancia
primaveral y suave, deliciosa y sutil,  
y, al pronunciarla, creo que se enflora mi infancia
con todos los rosales con que sonríe abril.

Luz y ritmo, y perfume, compendio peregrino
de cuanto hay en la vida de amable y seductor,
si traducir no puedo lo que eres, te adivino  
en el azul del cielo, en el trino, en la flor.

Te admiro en la blancura de la alta cumbre austera
que eligen los cóndores para hacer su nidal
y en tus valles jocundos de eterna primavera
donde enrojece el fruto y se dora el trigal.

Estás en cuanto yo amo y estás en cuanto anhelo,
en el santuario oculto de mi bendito hogar,
en todo lo que es canto y en todo lo que es vuelo.
¡Hasta en mi sangre ardiente te siento palpitar!

Patria, tierra sagrada de honor y de hidalguía,
que fecundó la sangre y engrandeció el dolor,
¡cómo me enorgullece poder llamarte mía,
mía, como de madre, con infinito amor!

Por tus cruentos martirios y tus dolientes horas,
por tus épicas luchas y tu aureola triunfal,
por tus noches sombrías y tus bellas auroras,
cúbrenos siempre, ¡oh Patria!, con tu iris inmortal.

Bajo la sombra augusta de tu glorioso emblema,
que es sobre nuestras frentes como una bendición,
hará nuestra inocencia, cual oblación suprema,
el ara de tu culto, de cada corazón.

  




Sangre gloriosa

Sangre de los anónimos guerreros
que en sus anales olvidó la Historia,
tu empurpuraste, un día, los senderos
que recorrió la Gloria.

Sangre de sacrificio, en inexhausto
venero de virtud, fuiste vertida
y, en la sublimidad del holocausto
de ti brotó la vida.

Vino de las vendimias de la Muerte
escanciado en el valle y en la sierra,  
en su profunda entraña al absorberte,
se fecundó la tierra.

Y convertida en savia milagrosa
y hecha del todo universal sustancia,
eres miel en el fruto y en la rosa  

Sangre de innominados campeones
regada en legendarias aventuras,
aún palpitas en nuestros corazones
para lides futuras.







De «San Francisco de Quito»

Así, Naturaleza con manos maternales
te entrega sus riquezas, y, colmando tu anhelo,
te muestra el ondulante manto de sus candeales
que fray Jodoco Ricke depositó en tu suelo.

Aunque no lo haya dicho, tal vez, ningún cronista,
pienso yo que, mirando la amenidad de tu agro,
al llegar a tus puertas, tras de la ardua conquista
hincose de rodillas el mariscal Almagro.

Tranquila y apacible, rebelde y tormentosa,
hecha, como el Pichincha, de nieves y de llamas,
sonriente y ceñuda y terrible y graciosa
aun para tus desgracias encuentras epigramas.

Aunque eres aborigen, eres también latina.
Roma, París, Toledo te dieron su grandeza,
y has heredado toda la inspiración divina
de aquellos que elevaron a un culto la belleza.

Para cada convento, para cada santuario,
y para las mansiones de próceres y oidores,
hubo derroche de arte. Fuiste, así, un relicario
que guarda, noblemente, los más raros primores.  

Por Santiago y Gorívar, Carrillo y Caspicara,
en las tierras hispanas tu fama se extendía;
pero llegaste, Quito, a ser aún más preclara
por tu alma generosa de insigne rebeldía.

Eres predestinada para todo heroísmo,
para toda injusticia lanzas tus anatemas,
y cuando se levanta, soberbio, el despotismo,
esgrimes el acero en las horas supremas.

Fue tu gesta en la noche colonial, una aurora;
tu grito en la tiniebla como un clarín guerrero  
que a somatén llamaba. La empresa redentora
halló en tu sacrificio el esfuerzo primero.

Cuando quiera que surge menguada tiranía,
le opones resistencia, rechazas sus agravios,
vindicas el derecho, sancionas la osadía,
y retas a la muerte con la risa en los labios.

Y así como ante el crimen de indignación te inflamas
y estallas, como el rayo, en fieras explosiones,
eres plena de gracia y de bondad cuando amas
y robas dulcemente todos los corazones.

  





Paz?...

En el jardín de Antipas, los floridos rosales
de Jericó esparcían sus divinos aromas;
se oían los conciertos de las fiestas pascuales
y en el atrio del templo se amaban las palomas.

Tenía aquella tarde radiante de Judea
un encanto muy suave y una dulzura extraña,
cual la diáfana tarde en que oyó Galilea
al Rabí el inefable Sermón de la Montaña.

Bajo un cielo azul pálido, en esa hora de nona,
en el confín lejano del inmenso horizonte,
formaba el sol como una luminosa corona
sobre la yerma cumbre del descarnado monte.

Y, allí, -mármol sangriento- inerme ya y exhausto,
el pálido Profeta de las consolaciones,
en el leño infamante, ara de su holocausto,
agonizaba, en medio a escribas y sayones.

De sus mustios cabellos caía, gota a gota,
la sangre del martirio, y sobre su cabeza
que la diadema hiriente de espinas dejó rota,
esplendían aureolas de luz y de belleza.

El Gran Ajusticiado, inmóvil, casi inerte,
no miraba los gestos de las turbas, no oía
los acerbos sarcasmos; sonreía a la muerte
dulcemente y soñaba en esa hora sombría.

Soñaba que vendrían otros tiempos mejores
y que en la tierra, fértil con el sangriento riego,
brotarían, piadosas y lozanas, las flores
del amor, no los cardos del odio insano y ciego.

Soñaba que del germen que regaban sus manos
torturadas, salían sólo frutos de vida;
soñaba que los hombres eran todos hermanos
y ya no se esgrimía el puñal homicida.

¡Cuán vano fue el anhelo de tus supremas horas,
cuán vana tu esperanza, doliente visionario!...
La noche aún nos envuelve; no brillan las auroras
de paz y de justicia que viste en el Calvario.

Aún es la especie humana como un rebaño hambriento
de lobos insaciados, en perdurable guerra,
aún se esgrime en combate implacable y cruento,
la quijada del asno de Caín, en la tierra.

¿En donde está, ¡Oh Profeta!, la visión de aquel día,
cual la virtud fecunda de tu amoroso empeño?
Menesterosos siempre de amor y de alegría,
los pueblos, ¡Oh! Maestro, aún sueñan con tu ensueño.

  





Piedad

Piedad para los débiles, los niños
que van por los caminos de la vida,
huérfanos de esperanzas y cariños,
de caída en caída.

Piedad para sus frentes -abrileños
lirios que el viento del dolor inclina-
donde jamás tejieron los ensueños
su tela peregrina.

Piedad para sus ojos errabundos
que parecen mirar cosas extrañas;
ojos meditativos y profundos
de pupilas hurañas.

Para sus labios secos y marchitos
que la miseria con sus hieles llena,
piedad; piedad para sus roncos gritos
de hambre, de sed, de pena.

Piedad para sus rostros demacrados,
pálidos como rosas del invierno,
que nunca se han sentido acariciados
por el beso materno.

Piedad para sus manos, esas manos
que, cruzadas de rojas cicatrices,
demandan compasión de sus hermanos,
los ricos, los felices.

Piedad para sus plantas diminutas
que hieren y ensangrientan los zarzales,
plantas que, acaso, seguirán por rutas
y senderos fatales.

Piedad para sus cuerpos mal vestidos
que el frío azota y el calor hostiga;
cuerpecitos dolientes de vencidos
que caen de fatiga.

Piedad para sus tristes corazones
en donde nada canta ni florece,
yermos que el huracán de las pasiones
desvasta y aridece.

Piedad para sus almas sin ternuras
de donde huyeron ya las alegrías;
almas faltas de sol,
almas oscuras como ánforas vacías.

¡Piedad para sus días sin encanto,
piedad para sus noches sin sosiego,
piedad para su llanto,
piedad para su ruego!

  

  


Al pastaza

Tú me recuerdas al Titán vencido,
en tu ira excelsa, en tu infinita saña.
Tú, como él, pretendiste la montaña
escalar, y al abismo has descendido.

Un implacable dios te ha retorcido,
como a serpiente colosal y extraña
y de las pétreas rocas en la entraña
te hundes aún más y lanzas tu rugido.

Pero aún tienes aliento todavía,
a pesar del dolor con que te abruma,  
y, al extinguirse tu imposible anhelo,

magnífico y terrible en tu osadía,
a lo alto arrojas tu sutil espuma
para escupir tus cóleras al cielo.

    



El maestro

Se fueron los chiquillos,
quedó vacía el aula,
vacía y silenciosa, como queda una jaula,
cuando, en busca de espacio, vuelan los pajarillos.

Y, cuando lentamente
se apagó, a la distancia,
el eco de las voces, tornó el maestro a la estancia
y un pliegue de tristeza se dibujó en su frente.

El último reflejo
de la tarde moría  
y la sombra medrosa de la noche invadía
la clase solitaria y el corazón del viejo.

El maestro, el buen maestro,
en el silencio grave
de la hora, en su cerebro, como fatídica ave
sentía que aleteaba pensamiento siniestro.

Tras de esa despedida
parecida a la muerte,
¿cuál sería el destino, el porvenir, la suerte,
que a esos hijos de su alma reservaba la vida?

La vida es la madrastra
que implacable tortura;
la vida es la corriente cenagosa e impura
que a abismos insondables de pasión nos arrastra.

Y vio, en largos desfiles,
en su angustia suprema,
con la vertiginosa rapidez de un cinema,
de todos sus alumnos los rostros infantiles.

Cabecitas castañas
y cabecitas brunas
y cabecitas rubias ¿qué diversas fortunas
tendréis por los senderos, qué fortunas extrañas?

¿Esa risa que enflora
vuestros labios de grana,
risa alegre y divina, perdurará mañana
cuando se desvanezca la edad encantadora?

¿Vuestras bocas, las bocas
que hoy desgranan canciones,
no mancharéis, acaso, con las imprecaciones,
en el vértigo infame de las orgías locas?  

¡Oh! niños, ¡Oh! inocentes,
¿que será de vosotros?
¿Subiréis a las cumbres o como tantos otros,
del crimen o del vicio iréis por las pendientes?

Ante ese colosal
enigma pavoroso,
el pobre viejecito tan bueno y cariñoso
sintió que su garganta oprimía un dogal.

Y, en su inmenso dolor,
el maestro, el buen maestro,
lloró, bajo la garra de su pensar siniestro
en su Huerto de Olivos, como Nuestro Señor.

3 comentarios:

  1. Guido Villavicencio13 de abril de 2015, 15:01

    soy maestro, y siento el mismo pesar que expresa esta póesía en solo el pensar que nos espera el ignoto mañana.
    me consuela saber que talvez hice lo mejor posible, pero me queda la duda si hice o no lo mejor posible.
    "maldito dilema"

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  2. bello poema, mi maestro del 6to grado, el Sr. Gilbert en la escuela Mariscal Sucre,nos hizo aprenderlo a todo el grado, por allá apx el año 1971 o 1972,. Pienso que hizo todo lo posible si es un maestro con vocaci'ón siempre pensó en el bienestar de sus alumnos por encima de todo, así era mi padre y gran maestro y mi profesor que menciono, siempre entregados a sus alumnos, viendo más allá de las aulas, en pro del bienestar no solo de notas sino del núcleo familiar. Loor al maestro y a sus alumnos.

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