martes, 31 de marzo de 2015

INÉS LEGARRETA [15.334]


Inés Legarreta 

(Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, Argentina 1951)  es escritora. Su libro de cuentos En el bosque (Gel, 1990) obtuvo el Premio Iniciación otorgado por la Secretaría de Cultura de la Nación y la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores. Tres años después ganó la Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes. En 1997 publicó Su segundo deseo (Emecé), libro de cuentos que mereció el Tercer Premio de Literatura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y una Mención de Honor en el Premio Ricardo Rojas del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. En 2000 le otorgaron Medalla de Plata como Mujer Destacada Bonaerense. En 2004 publicó La Dama habló (Sigmur), libro de cuentos que logró en 2008 el Premio Único de la Categoría Inéditos (bienio 2002-2003) del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. En 2008 publicó en Nuevohacer (Grupo Editor Latinoamericano) la nouvelle El abrazo que se va. En 2010 editó, también en Nuevohacer (GEL), la nouvelle Tristeza de verse lejos. Ha recibido numerosos premios nacionales e internacionales, entre ellos, el Primer Premio Nacional de Los Cuentos de la Granja, Segovia, España, en 1989 y 1993. Codirige desde 2005 la revista literaria Eledermaus. Ha sido traducida al inglés y al alemán.



En un territorio áspero

En un territorio áspero/ los pastos duros/ las chapas del techo
voladas
y las débiles paredes de la casa en donde resisto
a veces
encuentro
pocillos, cacharros pintados por algún hombre/ ¿mujer?
que puso los colores en orden
para que los ojos se aliviaran en la contemplación de unas líneas amarillas y ocres
más allá
más allá




El olor triste de unos sillones

El olor triste de unos sillones
me deja pensando
en mamá/ y en mí/
como dos mundos que no tuvieran más que sol o niebla
y se entregaran al abandono / o la quietud/
los colores degradé perdidos
los escalones/ los vidrios limpios
de las ventanas y las puertas
igual que en los sueños
una y otra vez.
Había tantos cuartos y habitaciones/
y una escalera deslumbrante para las niñas de la casa/
allá arriba/ cerca del cielo/
entre nubes la rueca y el telar
donde pincharse el dedo para dormir cien años
en el musgo mullido del bosque/ de un hombre / de cuento/
parecido a la muerte.
Pero tropezamos con la alfombra mal puesta
del tiempo
y caímos/
analfabetas en otra historia
de terror.





Inés Legarreta, "El abrazo que se va", nouvelle

Breves notas acerca de “El abrazo que se va”, Inés Legarreta, Nuevohacer, Buenos Aires, 2009

Por Marta Ortiz

Nouvelle en capítulos que en ocasiones pueden llamarse microrrelatos, tan encadenados a la trama como independientes de ella: breves universos narrativos sujetos a sus propias leyes. Escritura acotada, ceñida, esencial y por lo tanto cercana a la poesía, sin sobrantes ni faltantes, nada arborecida, en contraste con el grueso de las narrativas que saturan el mercado editorial. Escritura por momentos cortante, algo de borde de navaja la define, de encaje y navaja al mismo tiempo, no se va en dulzuras, parca y contenida en la reciedumbre misma del tango que es su origen, como nacida del código de la pasión. Letra con texturas, cortes y quebradas, que intenta reproducir en su moldeado, la exactitud del dibujo del baile. Hallazgo que proviene de una intensa búsqueda y ese es, quizá, su mayor acierto.

Se enfrentan y se miden dos lenguajes, el del cuerpo y el de la palabra. Responden a diferentes códigos pero los une la experiencia del vértigo que presupone la danza por un lado, y el abismo y el salirse de sí que implica el acto de escribir, por el otro. Juega además un papel importante en el texto lo tácito, lo no dicho, la gestualidad omnipresente que resta protagonismo a la palabra; texto donde a su vez las palabras que se dicen o escriben asumen en ocasiones el rumbo que quieren, y no el que los protagonistas desean. Ella y él “desean” y “reprimen” todo el tiempo. De la misma manera se comprime y reprime la escritura.

La protagonista acusa el impacto de esa edad indefinida en la que una mujer no se reconoce del todo en los espejos. Intenta recuperar la imagen perdida en el nuevo espejo que ofrece el tango, en la pasión que conlleva y que la va envolviendo en su rol de escritora a partir del aprendizaje del baile y el contacto con el ambiente de las clases y las milongas (que atraen por igual a nativos y a turistas extranjeros), el profesor, los detalles femeninos a los que ella presta especial atención, como los zapatos para bailar. No obstante la línea de deseo que late y atraviesa la totalidad de la nouvelle, esta mujer cuyo nombre no se conoce, elige no entregarse al juego del amor, será capaz de abortarlo, consciente del abismo insalvable que la separa del sujeto de su nueva pasión.

En tal espacio narrativo donde los cuerpos mandan, importa la lectura del profesor: “Sé leer los cuerpos, adónde está la fuerza, la debilidad, si está enfermo, si sufre…”; es decir, la lectura de Inés Legarreta y su oficio experto, en la voz que narra: así, además del dibujo de las manos, de los pies y de las posturas que exige el baile, es imperdible, por ejemplo, la precisa, exacta descripción del "salto" que sólo el profesor y su largo oficio de bailarín puede tallar en el aire (tallado que la escritura reproduce, logrando así la fusión, antes apuntada, de ambos vértigos) : “Tiene ese impulso animal de saltar, de achicar el espacio, de comprimir el cuerpo para caer relajado en otro lugar”; “un salto un poco ladeado, abriéndose en el aire la elipsis para poder apoyar un pie…”




Hace años.

Una tarde ella estaba parada junto a un semáforo esperando que la luz cambiara de rojo a verde y notó que un hombre que venía en sentido contrario la miraba de pies a cabe­za. Vestido con un traje entallado, fuera de moda, tenía el aspecto inconfundible del por­teño noctámbulo, trasnochador. Cuando estu­vo a su lado casi al oído le dijo: "qué zapatos para bailar tango", y siguió de largo sin apu­rar el paso, sin hacer ningún otro gesto. Ella sonrió y cruzó la calle. Entonces no bailaba tango y ni por asomo podía pensar que un día andaría en las milongas en brazos de hombres como ése. Pero los zapatos de taco alto y fino, de gamuza negra, terminados en punta y con pulsera al tobillo le mostraron al hombre lo que ella todavía no sabía.



Los rituales.

Mucho tiempo después de aquel episodio del semáforo quiso aprender a bailar tango. Si súbitamente decidió entrar en un universo que le era totalmente ajeno fue porque algo le fal­taba o le sobraba o le estaba dando vueltas sin encontrar salida. Lo cierto es que se acercó a una de las tantas academias de tango que hay en Buenos Aires y se anotó en la clase de principiantes.
Aprender a bailar tango no es sencillo. Tuvo que aceptar que el hombre manda y la mujer, consiente. Tuvo que aprender a aceptar que la mujer sigue al hombre y el hombre se luce con la mujer, la exhibe. Y también tuvo que apren­der cosas importantes como los rituales.
Toda clase empieza con un ritual. Así se hace siempre en las clases: el profesor o la profesora llegan, los alumnos generalmente han llegado antes, profesores y alumnos se saludan y luego se cambian el calzado. Con los zapatos de tango no se camina en la calle, no se corre, no se anda en la casa. Los zapa­tos de tango son para las clases y para la milonga. Los traen en una bolsita de tela color negro que puede colgarse del hombro como una cartera o acomodarse en la espalda como una mochila. Bailan y después los guardan nuevamente en la bolsita negra —antes los han cepillado o han pasado suavemente la mano sobre ellos para borrar rastros de pisadas o malos tratos—. A ella le llamaban la atención los gestos casi amorosos que los participantes de las clases le dedicaban a sus zapatos y pensaba si algún día ella haría lo mismo, si los cuidaría como a una posesión preciosa.
Al principio, para practicar, usó los zapatos de gamuza negra. Estaban guardados en el fondo de un placard porque la moda había impuesto, en las temporadas siguientes, la punta redonda, el taco más ancho o más bajo, el talón descubierto, la capellada alta.
Aunque a simple vista lo parecieran no eran legítimos zapatos de tango. Y así, a veces, muchas veces, cuando estaba perdida y desilusionada entre hombres que le daban demasiadas órdenes, entre marcas, tironeos, cierta condescendencia e insinuaciones, pen­saba que el tango y ella no se llevaban bien a causa de esos falsos zapatos. El desencuentro, la renuencia a dejarse llevar ocurría porque usaba zapatos que no eran verdaderos; no se deslizaban lo suficiente, no acariciaban con levedad el piso, se negaban a dibujar figuras y adornos en las baldosas; eran zapatos que no habían sido creados pensando en el ambiente protocolar y elusivo de la milonga.
Es que ella tenía mucho más respeto del que aparentaba por esa danza sensual y esquiva: estaba convencida de que debía honrarla, debía usar zapatos de tango cuando los mereciera y no hacer como la mayoría de los turistas que se compran pares de todos los colores y ni siquiera conocen el paso básico. Así que, durante los meses de peregrinaje entre apasionada y escéptica por academias, escuelas y profesores de tango, ella se decía: "cuando aprenda a bailar bien me compro un par verdadero".



Una cosa incómoda.

Pero hay una cosa incómoda, muy incómo­da en este deambular entre escuelas y acade­mias, profesores y profesoras de tango. Cuando lo creía desaparecido, reaparece el deseo. El deseo en su forma más acabada de lo ridículo y lo imposible. El tango, con su estudiada coreografía, con su afán de suelo, de baldosa, y con el abrazo mentido, tan hecho de nada, tan susceptible de interpreta­ciones, tan imaginativo y aéreo pero a la vez tan cercano y envolvente —la mano en la espalda, la mano en la mano— trajo de vuelta el deseo al cuerpo deformado por la vida.
Entonces hay una mujer que podría ser abuela, que ha perdido belleza, juventud, equilibrio y que un día, durante una clase de tango, se da cuenta de que aparecen resabios del antiguo juego, el juego del amante viejo, aquél que le mostró lo que ella era. Sólo que ahora ella es el viejo. Y le mostrará al mucha­chito cómo se caza. Cómo lo caza a él.



El bailarín de tango.

Un muchachito desamparado (eso es lo que piensa ella cuando lo mira, al menos por ahora), un bailarín extraordinario, un artista. Pero sin educación formal, sin dominio lin­güístico, con una fonética deficiente que denota su clase (baja), y también con una voluntad y energía envidiables. Y mucho coraje.
Tiene la fisonomía de un indio pampa: cara ancha, pómulos sobresalientes, boca de labios finos, cutis blanquecino, pelo lacio, renegri­do, ojos achinados, negros.
No es alto; se le marcan los músculos en los brazos, en el pecho, en las piernas. Es un cuerpo trabajado que se adivina a pesar de la ropa. La ropa, la remera blanca y el jean le sirven para mostrar el cuerpo del que está orgulloso. Él conoce muy bien su cuerpo y adivina o conoce también muy rápidamente los cuerpos de los que tiene enfrente. Son los alumnos. Hombres y mujeres. Él es el profesor.
Y con respecto al espíritu o alma del baila­rín... ¿tendrá —se pregunta ella cuando lo escucha— la astucia ladina del criollo y del indio, es decir, del avasallado por años que de pronto encuentra un lugar en la sociedad de los otros?
Atendiendo a su genética, el muchachito está programado para cazar, está acostumbra­do a sobrevivir cazando en los suburbios, en la ciudad o en donde sea y por lo mismo cha­pucea el inglés (no es el castellano ahora la lengua que hay que aprender), no hay que olvidarse que los dólares son de los gringos y él vive casi exclusivamente de los gringos. Aquí están los dos protagonistas: por algo que no se sabe han puesto el ojo el uno en el otro.



Dos mundos.

Así empezó: ella acababa .de preguntarle a la chica que cobraba la clase si era una clase de tango. No, le contestó él, que bajaba las escaleras. Tiene esa capacidad de oír, el oído muy entrenado; está dando clase y oye que ella habla con alguien y le contesta mientras sigue con la clase. Dice, por ejemplo, no es necesario saber inglés o francés para bailar, el lenguaje del cuerpo, ése es el idioma que hay que conocer y dice esto porque ella le expli­caba a una francesa lo que él había dicho segundos antes: que una vez, en una exhibi­ción, se cortó la luz y él bailó igual, bailó sin música. Le contesta todo el tiempo. Contesta lo que ella hace. Quiere que le preste atención a él, a su lenguaje, y olvide el lenguaje que le es dificultoso y que ella maneja a la perfec­ción: el de las palabras.
Así que estos son los dos mundos: bailar ­escribir.
No son pasos de tango ni de milonga, son ejercicios de equilibrio, coordinación, postu­ra corporal. Aquí, la mayoría de las veces, ella está perdida. Y se lo ha dicho para que la entienda: viene del opuesto, pasa horas y horas sentada frente a una computadora, con el cuerpo inmóvil, contracturada. El mundo entero baila en su cabeza, se mueven los dedos sobre el teclado pero la vista fija en la pantalla, la atención puesta en el invisible hilván de los significados y los sonidos y nada más.



Escribir.

Ella no escuchaba música. Se crió en el silencio —la casa de sus padres— y desde allí escribió. Escribió para tapar el silencio del desamparo.
Escribió desde siempre y salvo por perío­dos puntuales y nunca demasiado extensos en que abandonó la escritura, ella es profunda­mente ella sólo cuando escribe. Pero en el momento de la historia —cuando la historia comenzó— estaba en medio de un páramo, en medio de un absoluto sin palabras.
Había quedado paralizada en medio de un páramo, un absoluto sin palabras. Entonces —cuando ya no sabía qué hacer para vivir— se le ocurrió aprender a bailar tango. Soy argen­tina, pensó.



Música liviana.

Ella debería comentar que no fue la prime­ra clase de tango a la que asistió la del baila­rín de la historia. Había empezado unos dos meses antes con otro profesor, pero en reali­dad era una clase para avanzados y decidió ir a todas las clases que se le ocurrieran: quería divertirse, no sufrir con su rigidez, su cuerpo inútil para los enrosques y los boleos y la imagen, su imagen en los espejos.
La clase del bailarín le encantó: la músi­ca era liviana y él no desanimaba a los que se equivocaban. Volvió a la semana siguien­te y vuelve todas las semanas. Tienen un día fijo por semana: ya es un ritual que los dos conocen.



Nunca sufre.

Qué lindo es bailar, dice, y no miente. Ella no cree que exista para él placer comparable al vértigo de la danza. Lo dice porque lo ve bailar y disfrutar, nunca sufre, siempre disfru­ta y dice que hace lo mismo todos los días y disfruta igual. No sabe si hacer el amor será motivo de placer para él, no sabe qué otra cosa le puede llegar a importar, no demasia­das cosas, le parece. ¿Leer? No debe leer. Nunca entendería lo que ella escribe, le resul­taría un universo ininteligible.



Retazos.

Entre los protagonistas no hay sino retazos, impresiones, gestos, miradas, palabras suel­tas. De manera que es subjetividad pura, interpretación y reinterpretación de lo que se supone que quieren expresar. El terreno del ridículo asoma a cada paso. Cuando ella le cuenta algo a su amiga de toda la vida, a su confidente, la misma que la escuchó a lo largo de las otras historias, se siente necesariamen­te ridícula: es tan poco lo que hay y tanto lo que se crea al contarlo que toma conciencia, ahí, en ese momento, de que sería mejor callarse la boca.
Y sin embargo cuenta algo. Ella dice que le hace acordar a Paolo por la forma en que corre hacia ella y se queda parado, extático, como si hubiese tenido el irresistible impulso de abrazarla y luego reconociera la imposibi­lidad y sólo la cercanía de los cuerpos y la espera y las miradas fueran el vehículo de la atracción, del enamoramiento.
Pero en lo marginal del habla, en los giros idiomáticos, en el elogio de la milonga y en la manera que tiene de abordar a las otras muje­res, se parece al amante viejo. Y hasta le ha encontrado rasgos, el mechón de pelo lacio, el corte de cara y otras ilusiones que le recuer­dan al amigo montonero. Así que no hay nada seguro en este chico, todo es cambiante.



La voz parecida al chillido de un pájaro.

Cuando se enoja o se exalta, la voz semeja el chillido de un pájaro y él mismo, el baila­rín, toma la pose de un pájaro; un movimien­to en el cuello, la manera de acomodar los pies y los músculos de las piernas y los glú­teos, una forma de pararse como arrebollado, como si estuviera por sacar las alas o sacudir­las. Y tiene los ojos a los costados de la cara, como si la cara estuviera de perfil. Aparece el cóndor, el águila, es un ave de montaña.



Dos cosas.

Dos cosas se le notan: el desamparo y la violencia. El desamparo lo vuelve un niño y le aparece seguido, es una marca, algo no cicatrizado, un lugar desolado de donde no ha logrado salir. De pronto, hay algo en su cara, en la manera de caminar o explicar un movi­miento, una sensación de que le gustaría tener más palabras, haber alcanzado otros horizon­tes, menos dureza, más alegría, y entonces está lejos y solo, en una calle embarrada, llue­ve, hace frío y ella lo ve claramente en medio de la clase, él baila y la mira o habla y la mira y ahí está ese niño que tiene miedo y aprieta los labios para no llorar, para no gritar; para sobrevivir. Los labios apretados le sirven para atemperar la violencia, para domesticar el oscuro rencor.



Espejos.

Ahora ella odia los espejos. Antes, en la juventud, no los tenía demasiado en cuenta: siempre que se miraba se encontraba. No le importaba mirarse en los espejos: lo que veía le gustaba.
Ahora pasó los cincuenta y ya no le gusta lo que ve y odia los espejos. Odia ver su ima­gen reflejada porque no puede imaginarse de otra manera que ésa, mejor dicho, ella se ima­ginaba de otra manera y ve eso.
A él, en cambio —piensa ella—, los espejos le devuelven vida, arte, equilibrio, seguridad.
Le devuelven algo que le gusta porque es joven, tan joven como fue ella cuando se miraba de esa manera en los espejos: sin preocupación.
El tema de los espejos será recurrente. En realidad, siempre lo fue. Desde que con Paolo decidieron no poner espejos en la casa que empezaban a remodelar y la gente decía "qué casa rara, una casa sin espejos". Hace de esto treinta años. Y seguramente, si uno buscara más atrás en el tiempo, encontraría episodios o escenas que anteceden lo escrito.



Las mujeres.

Debiera hablar de las mujeres del tango, de las acompañantes estrellas de los bailarines, de las bailarinas. Sólo que la dejarían en una muy mala postura, ella quedaría aún más rele­gada y ridícula de lo que está; entonces por ahora, no. No aparecerán.



Leonardo.

Leonardo, como toda la vida, la deja hacer. Mira su arrebato pasional con el tango senta­do desde un cómodo sillón mientras toma whisky. Leonardo juega la carta de la desnu­dez pura y finalmente siempre gana.
Los amigos de la pareja los miran con extrañeza; en realidad, con más extrañeza miran a Leonardo que a ella. Cómo se lo per­mite. Ella es una mujer grande y debería tener una actitud más prudente, menos llamativa, pero en fin, ella siempre fue así. "¿Y qué vas a hacer cuando ande por las noches en la milonga?", le dicen un poco maliciosamente.
Leonardo no contesta. Ella sabe la respues­ta: mientras no la vea, mientras sepa que anda por las milongas pero no la vea del brazo de alguien o abrazada a alguien, todo está bien.
Así es Leonardo.


El gesto.

Ella quisiera apoderarse de un gesto: el brazo del hombre yendo hacia la mano de la mujer, el cuerpo del hombre apenas inclina­do, como en espera; y la mano y el brazo de la mujer que van a ese encuentro; ella quisie­ra poder describir exactamente, precisamente lo que sucede en el aire antes del encuentro, quisiera ser ese anhelo, ese deseo anterior al encuentro y luego del encuentro, la mano de la mujer deslizándose por la espalda del hom­bre, la mano rodeando el cuello del hombre para que sólo entonces, cuando brazo y mano estén seguras y cómodas, inicien el baile.
Pero ella sabe que no lo ha logrado. Sabe que deberá volver a intentarlo. Y piensa que si alguna vez llegara a escribirlo tal cual es, tal cual ella lo ve, tal cual sucede, si pudiera rete­ner ese momento de infinita elegancia y encanto, descansará.



Un recuerdo.

Y aquí se presenta un recuerdo, una imagen aparece siempre cuando ella piensa en la ele­gancia. Esa imagen le llega desde muy lejos, desde su niñez.
Había un hombre, un peón en el campo de sus abuelos; ella lo ve andando a caballo, tra­yendo novillos a los corrales, enlazando y después lo ve bajarse del caballo y caminar con aire sencillo, con la boina en la mano y llegar hasta un poste y apoyar el cuerpo con una pierna doblada sobre el poste, sacar un cigarrillo y ponerse a fumar. Y en un día de celebración, en una yerra, ese hombre invita a bailar a una mujer de las tantas que han veni­do de los campos de los alrededores a pasar el día y bailan una zamba.
Aquella imagen del hombre y su compañe­ra bailando zamba en un día luminoso de invierno en el campo de sus abuelos será por siempre su idea de la elegancia.



Lo que sucedió en un café.

El bailarín esperaba una entrevista profe­sional: grabador de por medio en la mesa de la confitería, preguntas organizadas, un cues­tionario, pero ella le ha dicho que quiere que él hable y después verá. Por lo menos, le dice él, tendrías que escribir. Sí, le contesta ella y saca anteojos, lapicera y la agenda. Lo hace porque sabe que todos esperan ese gesto de un escritor. Así que ella, para no acentuar la desconfianza del bailarín y calmar un inci­piente enojo, abre la agenda, busca una pági­na libre y anota frases. Le ha hecho segundos antes una pregunta obvia y él responde, como es lógico, también con obviedades, pero de tanto en tanto aparecen algunas pala­bras propias, indicios de lo que ella busca y espera encontrar a lo largo de la charla. Las preguntas y las respuestas continúan pero la sensación de ambos es la misma: esto no los conduce a nada, más vale a una pérdida de tiempo. El bailarín podría estar ensayando o dando clases y ella terminando un artículo para la revista. Además, hace calor y la confitería está repleta de gente y las bocinas y las frenadas de los autos y los colectivos los obligan a que, por momentos, tengan que repetirse porque no se escuchan. Sin embargo, de pronto, él dice algo que ella de veras le interesa.



El abrazo.

¿El abrazo o un abrazo?, lo interroga ella. Un abrazo, el abrazo, los abrazos, recalca él. Entonces ella le pide que le explique, que le diga por qué y el bailarín hace lo que es: empieza a hablar con el cuerpo. Se incorpo­ra apenas —estaba sentado en una butaca con­tra la pared— y con los dos brazos marca un círculo —tiene la cabeza levemente adelanta­da y le cae un mechón de pelo sobre la fren­te—y, de pronto, allí, entre sus brazos, en ese espacio íntimo hecho sólo de cercanía y res­piración, hay una forma de mujer que perma­nece en la transparencia del aire hasta que él la deshace y se recuesta otra vez con parsimo­nia contra la pared. Por un instante ella tuvo la sensación de que el mundo se había deteni­do: la tarde, el ruido de la tarde, la luz. De manera que se quedó callada mirando el refle­jo del sol a través de la vidriera. El bailarín le preguntó si necesitaba alguna otra explicación. No le respondió. Ella había entendido. El tango es el abrazo. El abrazo que en el aire había dibujado él. El abrazo que se va.



El oscuro rencor.

Ella está segura de que un oscuro rencor corroe el alma del muchachito, está segura de eso, teme por lo imprevisible de ese ataque, teme por la explosión de una violencia desco­nocida y, sin embargo, lo busca. Se olvida de que es vieja. En la clase él le hace olvidar que ella es vieja. A pesar de los espejos, desde hace un tiempo, ella olvida que es vieja. Porque también él la busca. Y ella piensa en el oscuro rencor, qué deuda impaga, qué carencia o falta hay en ese joven de cuerpo trabajado para no sacar los ojos de ella, para querer conseguir vaya a saber qué de ella.

Cada semana él muestra los movimientos, arma la coreografía, se desplaza hacia un cos­tado y otro de la sala y ellos lo tienen que seguir. Ellos son un dispar conjunto de perso­nas que tratan de imitar los precisos y siempre cambiantes movimientos de él. Ella es la peor de todos. Falla en el equilibrio, en la rapidez, en la postura y, sobre todo, en la coordinación. A ella le parece que tiene un déficit orgánico, algo que descubre ahora y que podría haber estado tapado toda la vida si no fuera porque se le ocurrió bailar tango. Es absolutamente descoordinado. Y sin embargo él la busca, necesita, se miran, están pendientes uno con el otro, se van cada uno por su lado.
Pero cuando estuvieron frente a frente —la mesa de un café los separaba—ella tuvo la impresión de que había estado haciendo el amor con él, tuvo esa sensación de haber sido arrasada, de que un viento caliente la había alcanzado y envuelto. Y él también tuvo miedo. Al salir, le grito que todo terminaba ahí, como si algo de una intensidad inusual había sucedido.


Mensajes de texto. Mails. Cartas de amor. Mensajes de voz.

De pronto, le entran mensajes de texto en su celular, estos mensajes aparecen sin que se marque el número, así que ella no sabe quién se los manda. Le dicen que la extrañan, que quieren verla, que tienen muchas ganas de verla. Y también le ha sucedido que levanta los mensajes del teléfono fijo de su casa y entra una voz robótica, aguda, que en un cas­tellano neutro y horrible dice que la "echa de menos", o dice "me hace ilusión verte", o dice "pienso en ti siempre". Ella los ha borrado de inmediato porque siente terror. Piensa que un loco, un depravado, un psicópata puede estar detrás de ella. Y también piensa que ese loco, ese psicópata, ese depravado es el bailarín pero no tiene pruebas, no puede asegurar que sea él y por eso mismo, cuando va a clases, se calla. Él tampoco dice nada. La mira, la mira todo el tiempo pero no le dice nada.
Ella se hace interminables preguntas, son muchas las posibilidades de conocidos, ami­gos, relaciones que podrían estar jugando con ella. Pero sin embargo siempre concluye en lo mismo: ¿por qué no jugaron antes, por qué justo ahora?

Y también por qué justo ahora —ahora y no antes, en los meses anteriores, en los años anteriores— ella recibe correos con indicación de peligro: en este correo probablemente se ha efectuado suplantación de identidad, esto es phishing, hemos bloqueado el mensaje porque puede ser peligroso para su computa­dora. Ella los elimina, los fue eliminando hasta que un día, quienquiera que fuera el que se los manda, la venció: abrió el correo y era una carta de amor dirigida a ella. Una carta de amor copiada de un sitio de encuentros. El título: "Amor correspondido".



Lectura de los cuerpos.

Cuando el bailarín habla ella trata de no pensar, quisiera olvidarse de ella misma; qui­siera disolverse, quisiera poder escucharlo sin notar la dicción incorrecta, las frases mal construidas, la pronunciación defectuosa del inglés —porque el bailarín también explica los movimientos en inglés—. Y al mismo tiempo piensa que es mejor que él nunca le conteste un mail, es mejor que nunca le responda por escrito. Porque eso sí que ella no lo podría resistir. Algo cursi, mal escrito.
Y él, como si adivinara ese pensamiento, ese sentimiento de intolerancia, responde con el cuerpo: con su cuerpo, con el cuerpo de los otros, con el de ella.
Empieza a estudiarlos, los rodea, los mira, los toca muy suavemente, se mueve delicada­mente y se hace silencio, nadie habla porque el bailarín está corrigiendo las posturas de los pies, de la cadera, del tórax, de los brazos; pide permiso antes de tocar un cuerpo, antes de girarlo, de acomodarlo. Es respetuoso pero implacable. De los cuerpos dice: tiene un hombro más bajo que otro, la cadera está des­encajada, la espalda con una giba, los pies mal apoyados, el eje perdido, y también cuan­do falta coordinación dice lo que hace una mano lo puede hacer la otra, lo que hace un pie lo puede hacer el otro, izquierda y derecha no hay diferencia y lo demuestra: se mueve hacia un lado y para otro, con un pie y otro, una mano y otra.
Leo los cuerpos, dice. Sé leer los cuerpos, adónde está la fuerza, adónde la debilidad, si está enfermo, si sufre, si necesita ayuda. Miro a las personas y sé qué les pasa: el cuerpo me lo dice. Y la mira a ella. Y le dice: sé también qué quieren, qué buscan, qué transmiten.



Se enojan.

Cada vez más seguido ella y él se enojan. Él quiere ayudarla, quiere hacer que ese cuer­po se mueva con más rapidez, con más gracia, con mayor flexibilidad, pero no lo logra y se enoja. Se enoja con él; ella es la muestra de que él es un mal profesor, no sabe transmitir las ideas, la idea del esfuerzo, la perseveran­cia, las horas de ejercitación, la idea de apren­der del error, de mirarse para corregirse. Y termina enojándose con ella, cree que no le presta atención, que no le importa lo que él enseña, piensa que sería mejor que no viniera más a clase. Siente el absurdo y la frustración de desear a alguien inadecuado. Y ella se enoja porque no puede cumplir las expectati­vas del bailarín, nunca podrá, y se enoja por­que se da cuenta de que él no entiende eso, él no lo ve, no ve la imposibilidad de su cuerpo ni ve el verdadero motivo de que ella vaya a sus clases. Ella quiere escribirlo. Él quiere hacerla bailar. Son antagónicos. Si hablaran —algo que no hacen— podrían explicarse algu­nas cosas.



Zapatos de tango.

Ella se ha comprado un par de zapatos de gamuza color bordó con la pulsera en charol negro. Son cómodos. Se los pone y no siente nada especial, no son los zapatitos de Cenicienta: no se ha transformado en una gran bailarina o en una bella bailarina, ni siquiera en una bailarina. Se mira en el espe­jo. Mira sus pies en el espejo y tampoco le parecen lindos pies. Pero entonces piensa en lo que le dijo la mujer que le vendió los zapa­tos, le preguntó si se los había operado, si eran de ella. Y a ella le pareció insólita la pre­gunta pero después pensó que no: las bailari­nas tienen muchos problemas en los pies, se les deforman, les duelen, tienen que cuidarlos más que a su vida y ella nunca los ha cuidado especialmente. Son así. Y ocurre que a la gente que conoce de pies le parecen lindos pies. A ella le da un poco de risa. Algo que ella no valoraba de su cuerpo ahora es valora­ble. En realidad, nunca ha cuidado su cuerpo especialmente. Ni su cara que es lo mejor que tiene. Llegó hasta esta edad sin cuidarse; ya es hora, le dicen todos. Es hora de cuidar el cuerpo. Pero ella piensa que el cuerpo se cuida solo si está feliz.
Se ha comprado zapatos de tango color bordó aunque todavía baila en forma irregu­lar; un día bien; otro mal; un tercer día, muy bien. Pero cuando se mira en los espejos —las salas de clase y las milongas están llenas de espejos— se da cuenta de que sus pies ya no son los mismos.



Elegancia.

La mayoría de los hombres dice que hay que ir "elegante" a la milonga. Usan trajes cruzados o sacos cruzados de colores fuertes: rosa, verde, bordó, azul eléctrico. O se visten de negro. Un solo tono: pelo teñido de negro azabache, pantalones y camisa negros, zapa­tos combinados negros y blancos. Hay pocos hombres en la milonga que no se tiñan el pelo; hay muchos que usan peluquín; hay muchos que parecen salidos de una película de los años 40 ó 50. Y están los jóvenes; en ellos, a pesar de la apariencia informal, a pesar del aire desenfadado, a pesar de los jeans hay también algo anacrónico: la postu­ra, la mirada, el caminar. Sí, los jóvenes tam­bién pertenecen a otra época; el tango los transporta y por más que hagan narco-tango ella ve en ellos el pasado. Es extraño este sen­timiento que se le despierta cuando ve a los jóvenes en la milonga: no los ve jóvenes. No así en un espectáculo. En un espectáculo los jóvenes son jóvenes y desarrollan increíbles secuencias de pasos, volcadas, colgadas, cor­tes, quebradas y malabares con rapidez y pre­cisión pasmosas. Pero si van a una milonga el tango se apodera de ellos y una pátina de tiempo les cae silenciosamente: se han ido —sin darse cuenta— a un espacio de luz atenua­da, perfumes y transpiraciones, gesticulación teatral y ya no son jóvenes.
¡Cómo podría ella desdeñar —cerrando los ojos—lo que nace y muere en las milongas!



Momento.

Ella recorre milongas. No sabe todavía muy bien por qué lo hace: ¿Para bailar? ¿Para escribir? ¿Para encontrar al bailarín? Porque él le ha dicho que va a las milongas y baila. ¿Con quién baila? ¿Cómo las elige? ¿En qué se fija un bailarín como él? Se lo ha pregun­tado. Él sonríe y se le iluminan los ojos: no siempre se le iluminan los ojos, pero cuando piensa en alguna mujer que le gustó se le ilu­minan los ojos. Hace un ademán rápido, traza una silueta, una forma y ella lo imagina bai­lando con una chica joven, delgada, con muy buena figura, graciosa y discreta.
Aunque sabe que si se lo dijera él no le creería, a ella le encantaría verlo bailar en una milonga. Le encantaría verlo bailar sin coreografía, sin las exigencias de una exhibi­ción profesional con su pareja de baile; le gustaría verlo bailar con una mujer que eli­giera en una noche una milonga. Le gustaría espiarlo, escribirlo allí, en ese momento de autenticidad



Otro salto.

Él salta. Ella ya lo ha dicho. Tiene ese impulso animal de saltar, de achicar el espa­cio, de comprimir el cuerpo para caer relaja­do en otro lugar. Pero en la última clase él saltó y cayó a milímetros de su boca, de su cuello, de su cuerpo y le dijo que la deseaba. No se lo dijo así. Se lo dijo vulgarmente, con el lenguaje de todos los días, con el lenguaje del deseo, de la calle. Y ella sintió el desbor­de, la conexión secreta, pulsional de los cuer­pos y su voz, sus palabras al oído, sinceras, obscenas. No había casi nadie en la clase: eran ellos y una chilena, una mujer que lo había descubierto viendo videos de tango por internet. La chilena se los quedó mirando, a unos pasos, sin saber qué hacer y entonces él dijo cualquier cosa y se separó de ella, se alejó. Y también se arrepintió, lamentó de veras lo que había hecho y se enojó. Se fue enojando, enfureciendo a medida que pasaba la hora, tanto que terminó la clase antes de tiempo. Y entonces, apenas mirándola, le dijo que le convenía otro profesor, que con él nunca iba a aprender a bailar. Había estado a punto de traspasar una línea sagrada para los tangueros. No la quería traspasar. Se le nota­ba el disgusto, la desazón, la incertidumbre. Había perdido el equilibrio, el eje, la coordi­nación, el balance. Saludó desde lejos, como invitándola a irse, pero retuvo a la chilena, la tomó del hombro y le dijo cuáles eran sus horarios de clase. Y a ella le reiteró que toma­ra clases con otro profesor, había sido su maestro, con él iba a aprender. Y le dio el nombre. Y la despidió desde lejos, sin acer­carse.
Está bien, le contestó ella. No se vieron más.



Windows se está apagando.

Pero sucedió otra vez: apareció entre los mensajes de su correo electrónico uno con indicación de posible suplantación de identi­dad. Aunque venía con rayas rojas indicando peligro ella lo abrió. La invitaban a un grupo de encuentro. Alguien, que no era quien figu­raba, la invitaba a un grupo de encuentros. Sólo debía escribir su contraseña y entrar. Estuvo a punto de hacerlo, dudó, pero final­mente no lo hizo. No escribió la contraseña.
Y después, a los días, sin que ella activara nada (el messenger estaba desconectado) saltó algo —un cartelito, un recuadro— mien­tras ella trabajaba. En medio del texto que estaba escribiendo apareció, saltó, salió de entre las letras un recuadro que decía se quie­ren comunicar con vos, acepta esta comunica­ción sí o no: no, respondió ella. Y el cartel estuvo por segundos ahí a pesar de que ella marcaba no, no.
No, no, siguió marcando ella.
El cartelito no se borraba, seguía ahí aun­que ella quería borrarlo. No. No, marcaba.
Entonces apareció otro cartel: Windows se está apagando.
No puede ser, pensó. Sin embargo, en la pantalla se iban cerrando los programas.
No atinó a hacer nada. El equipo se apagó. Alguien —no ella— había apagado su equipo. Lo que estaba escribiendo se perdió en la nada luminosa y después oscura de la pantalla.
Quedó en suspenso. Después se enfureció y tuvo miedo. Nadie la había penetrado así.



Paso de tango.

Sucede que sobre el final ha descubierto otro profesor. Uno de sus amigos le dijo que había tomado con él algunas clases de can­yengue; pero como a muy pocos les interesa­ba bailar canyengue ahora enseñaba tango. El profesor venía atravesando la pista, caminaba un poco ladeándose, apenas un poco. Que se quedara le dijo su amigo, que era muy bueno enseñando. Y ella se quedó a la clase.
Es tímido, retraído. Habla en voz baja y habla como si pidiera permiso para hablar. Cuando bailó con ella a ella le pareció que no tenía cuerpo; que él no tenía cuerpo, así de discreta y persuasiva fue su marca. Y sin embargo, casi sin manos, casi sin cuerpo, casi sin tocarla la llevó por toda la pista. Y des­pués él sonrió y volvió a los otros alumnos y con la misma delicadeza empezó a mostrarles una salida.






1 comentario:

  1. Muchas gracias, Fernando Sabido Sánchez, por publicarme en tu blog. Una muy grata sorpresa encontrarme junto a poetas y escritores de todo el mundo. Un abrazo cordial desde Chivilcoy, mi pueblo, en la pampa húmeda. Inés Legarreta.

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