jueves, 13 de septiembre de 2012

JORGE POLANCO SALINAS [7.817]


JORGE POLANCO SALINAS 

(Valparaíso, CHILE 1977) 
Publicó: Las palabras callan –poesía- (Altazor Ediciones, Viña del Mar, 2005), y La zona muda. Una aproximación filosófica a la poesía de Enrique Lihn –ensayo- (Ril Editores y Universidad de Valparaíso, Santiago, 2004). Sala de espera (Alquimia Ediciones, Colección Ensayos con la ceniza 2011).

Además, editó dos plaquetas de poemas: Umbrales de luz -prosa poética- (Zorra poesía, Buenos Aires, 2007), y Ferrocarril Belgrano (Inubicalistas, Valparaíso, 2010). Actualmente colabora en diversas revistas de poesía, donde “su preocupación primordial reside en los umbrales de la palabra”.



A manera de poética

En poesía es mucho lo que se puede decir y tan escasas las certezas. Me cuesta creer en los poetas que piensan saber cabalmente lo que es la poesía. Dudo incluso de su franqueza: me parece que un poeta sincero reconoce la incertidumbre ante la creación, la comunión entre el silencio y el tiempo. Aquellos que pretenden describir, usualmente prescriben la escritura correcta. Pero nada es más tajante que la incertidumbre. La supuesta distinción entre poetas académicos y autodidactas es al fin al cabo superflua: todo poeta es un autodidacta en la medida en que no existe formula para escribir poesía, y es también académico en la medida en que lee. 

Basta con observar la milenaria escritura china para darse cuenta de la modestia a la que nos remite el tiempo. ¡Qué estulticia más grande pensar que se tienen dominadas las certezas del futuro! La cronología y el deber ser nada tienen que ver con lo poético.

En mi caso, la experiencia temporal de la creación aparece muchas veces traspasada por un susurro que decanta finalmente en guijarros de experiencia. En la maduración de la palabra, el tiempo pareciera albergar un cobijo insondable. El trabajo poético sustenta un sentido semejante al de un alquimista: las palabras con las cuales se trabaja constituyen a la vez a quien la ocupa: el poeta. Cada poema contiene la necesidad de afirmarse a una palabra, inclusive a una sola palabra, y no desgarrarse en el pasmoso desorden. De aquí germina el lugar de una constelación.





Cuarenta  años

Eres un hombre de cuarenta años
con la vaga sensación de una juventud ruinosa
No has conseguido mayores logros,
salvo el apego incomprensible
y desesperado de una mujer que te observa
en la oscuridad. Eres un cuarentón,
y esta palabra también te abruma,
porque al finalizar el día piensas en el agotamiento
que debieron sentir otros hombres a esta edad,
cuando un hijo te llama antes de dormir
y no tienes certezas que decirle sobre el futuro,
salvo tal vez un beso en la frente,
recordando a tus padres a la misma edad
y con las mismas incertidumbres.

Eres un hombre que despiertas en la mañana
con la sensación de tu brazo estrangulando otros labios,
atrapado en una pieza vieja de Valparaíso
donde el amor es una mancha de humedad
de la que se quiere escapar a la primera luz del sol.
Luego a la noche
vuelves al cuarto sin ventanas
sentado, borracho en una acera,
sacándote los zapatos para no meter bulla.
Al pasar observas el espejo del comedor,
cuando unos pájaros emprenden su vuelo,
y uno de ellos se queda atrás
con una herida en su pie.

Seguramente en las pesadillas recuerdas la infancia,
esas tardes de inseguridad con los padres,
los vidrios rotos, los platos sucios y el vino por todas partes,
limpiando al otro día, como de costumbre,
las suciedades silenciosas que dejan los gritos
impregnados en los muros y las habitaciones.
Esos secretos que se guardan en los rincones de la casa,
sobre todo en la casa de los padres,
arrendada en la actualidad a otras familias
que pasarán tardes semejantes a las tuyas.

¿Cómo decirle a tus hijos que has deseado revertir
todo ese rencor en amor hacia ellos
pero que apenas puedes contigo,
en esos instantes de lucidez
cuando abrazas un vaso de alcohol antes de dormir?

Ya llegaste a la mitad de la vida
suponiendo que no se extenderá a los cien
-demasiado innecesaria-, hábito de la biología
en prolongarse y reproducir la especie.
A estas alturas no fuiste lo que te destinaban,
algo pasó en el camino: un extravío, una mujer,
una especie de insolación,
mientras vives con una familia de tramoya,
en el silencio de una casa
en la que todos quisieran dormir.

A veces te sorprendes murmurando,
sales a la esquina con la camisa, la corbata,
los calcetines revueltos del armario.
Vuelves la vista atrás con una lentitud pasmosa,
a la cama compartida donde ella dice tener depresión
y tú sólo escuchas la musicalidad de sus palabras
pensando que la casa está repleta de vidrios rotos.

Haces memoria de los golpes en la ventana,
las murallas raspadas por el sol
y la televisión encendida durante la noche.
La depresión tiene la imagen de una montaña
en la que se repite un extenuante monólogo,
un apretón de surcos en las manos
o una línea infranqueable dibujada en la frente.

Pero vuelves otra vez allí
con la vista perdida en la pared, el mentón temblando,
los brazos al costado, aguardando una respuesta
al otro extremo de la cama.




(los poemas)

Estuvimos tan cerca del silencio y tan lejos de la vida. No bastó correr descalzos, caer desvanecidos en la extenuante claridad del mediodía y traer al insomnio los pies heridos de lluvia. La lucidez solo llega de noche: cuotas de verdad aniquiladas lentas en el fuego, pavesas impulsadas como gusanos en el féretro, amores aporreados por el azadón anónimo del sepulturero. 

Hambrienta e insatisfecha la descarnada boca de madrugada arrasa con el rumor, la sombra, la endecha, la agonía. ¿Es tan lejos pedir y tan cerca saber que no hay? Los versos se extinguen como se extingue la oscuridad, como me extingo yo pausado en las palabras, como desaparece con el sol la sed en el cántaro. 

Pero ¿qué hacer Alejandra? La tristeza es torpe, necesita ocultarse en los párpados. 




Wang-Fô teje el estambre con la suavidad del laúd. 

Los colores fijan sus luces diamantinas, señales de una llamarada desmentida por un amasijo de manchas confusas. No se sabe si Wang-Fô desconfía demasiado o si el mundo no es más que un cúmulo de imágenes umbrías, borradas sin cesar por nuestras lágrimas. 

Los poetas también intentamos pintar las letras, uniendo la niebla del lenguaje, presintiendo los secretos íntimos de los recodos, como si las palabras ardieran y al mismo tiempo quemaran sus propias cenizas. 

Por eso los dos intuimos que la vida arañada por las palabras sólo abre la diáspora del alba.




Annabel Lee

Aparecen tus ojos inflamados de bruma, con los cuales miras en la noche, dentro de ese abismo la palabra se impone, el pensamiento no cesa. 

Los segundos, fijos en el reloj, se pierden entre las sabanas de ese rostro que desconozco en la mañana. Amordazada la cama se refleja en los espejos. De pronto despiertas del puente que nos escinde.

Estamos fracturados por los destellos que dividen nuestros cuerpos. Y uno se ve atrapado en esta cosa de decir algo, pero mientras más nos acercamos, más alcanzamos el paisaje. 
                                                                                                                                    a M. S.




Vasta es la casa que conecta con los muertos. La música arrastra su arquitectura invisible, no necesita de explicaciones. ¿Será verdad que en esta época de espera ya no existe más que decir?
El silencio, allá fuera, inunda las habitaciones, y tú aquí sentado deseas olvidarte un poco más de ti mismo. 
El lenguaje se resiste a la gotera del reloj, conserva sus repliegues. La paciencia teje la estancia dormida de las cosas. Los ancestros perduran en los intersticios de la vigilia y el sueño. Como ahora: la luz / redondea el espejo convexo / disolviéndose extenuada / al interior de su imagen interna Revela / las múltiples formas de los rostros / el dolor del hogar perdido / la oscura trama de la vida. 




La jardinera

Una intensa luz se recuesta en el jardín. Las palomas aparecen desde las sombras, vuelven del norte y sus gorjeos ruedan por la mañana. ¿dónde está el trino? La garganta se va anudando en el canto, y dices que al medio hay un abismo sin música ni luz. Deseo volver a la hiedra enraizada del diamante fino, estrechar la patria gastada con tu cruda voz. Ahora que nos derrumbamos como arena, y se avecina la espaciosa oscuridad, el jardín abandonado del canto herido retira su iluminación. En él se ve asomar la siembra podada por ti misma en los rincones de tu voz. 




LA PRECARIEDAD DEL DECIR:
NOTA SOBRE EL LIBRO LAS PALABRAS CALLAN DE JORGE POLANCO S. 

Por Ismael Gavilán M.


Para el escritor que intuye que la condición del lenguaje está en tela de juicio, que la palabra está perdiendo algo de su genio humano, hay abiertos dos caminos, básicamente: tratar de que su propio idioma exprese la crisis general, de transmitir por medio de él lo precario y lo vulnerable del acto comunicativo o elegir la retórica suicida del silencio. Estas palabras de George Steiner podrían servir de antesala y epígrafe para una parte relevante -la menos expuesta al aparato mediático al uso- de la poesía chilena "joven" que ha sido escrita entre nosotros en los últimos años y que no ha rehuido el desafío de erigir, parafraseando a David Preiss, una cartografía del silencio. Pensamos en Y demora el alba y en Oscuro mediodía del mismo Preiss; en El árbol del lenguaje en otoño y Especies intencionales de Andrés Anwandter y más recientemente en Tanatorio de Edmundo Condon. Cada uno de estos libros constituyen a su manera un "espacio" donde el silencio de manera explícita o latente, exige sus fueros para que la enunciación que lo funda sea entendida como algo necesario y no accesorio.

Jorge Polanco S. (Valparaíso, 1977) en Las palabras callan (Ed Altazor, Viña del Mar, 2005), su primer libro de poemas, aventura un riesgo que entra en contacto con las exploraciones de los poetas recién nombrados: su poesía intenta mostrar la difícil conciencia de asumir el silencio desde la precariedad de la enunciación, articulando con ello un discurso que, más que el deslumbramiento estético que bordea la grandilocuencia, busca las posibilidades que aún puedan existir en el lenguaje para intentar una validación de la experiencia:

"En el temblor de los labios albergo las palabras que nunca podré decir"
(p 28)

"En el espacio que las palabras cavan,
el silencio de las miradas traza la complicidad
de algo que no podemos decir" 
(p 44)

Ese intento de validar la experiencia desde un lenguaje asumido como precario, sólo puede constituirse como tal en la medida que su presencia física en tanto escritura, muestre lo que llamaríamos, por ahora, una voluntad aforística. Pero en todo caso, no se trata de entender esta "forma" en la tradición de la rotundidad certera que domestica al lenguaje en pos de su tono imperativo con el cual enrostra al mundo constituido lingüísticamente, como nos lo enseña esa venerable tradición que viene desde Lichtenberg, pasando por Schopenhauer y Nietzsche hasta Kraus y Cioran. Para nada, en el caso de Polanco, las referencias de un discurso entendido comúnmente como "filosófico" son escasas o al menos se muestran con una opacidad de difícil identificación. En la poesía de este autor avecindado en Valparaíso, el tono sentencioso de su decir aparece como los fragmentos de un discurso lúcido, qué duda cabe, en la posible estela de los autores recién nombrados, pero mutilado en su posibilidad de entrever una imagen o anhelo de completud o totalidad. Al parecer, para Polanco el lenguaje, convertido en un escenario trivial y mediático, se retrotrae hacia la contención, pues en el claroscuro del balbuceo se encuentra el lugar adecuado para que habite una poesía que desea asumirse como un hilo de luz en la fisura de la realidad:

"La poesía nace de la fisura.
La realidad es la fisura."
(p 17)

De aquella manera, esta poesía no da cuenta del asombro exultante que de forma tradicional se le atribuye en tanto "celebración", pues lo que exalta es precisamente la negación de lo celebrable, en otros términos, la premura de entender el lenguaje como inmediatez comunicativa se vuelve, cuando menos, en un horizonte de pocas posibilidades expresivas. En la poesía de Polanco se nos parece advertir que todo intento de colonizar la realidad (entendiéndola lingüísticamente) es un fracaso o, a lo menos un imposible. De ahí lo fragmentario, lo balbuceante, el peligro de la mudez y la renuncia al poema como una totalidad que albergue la seguridad de una lectura esclarecedora:

"El poema mira a lo infinito
tropieza con el absurdo
y vuelve a partir
autoafirmando su precariedad"
(p 59)

Aquí radica la fuerza y el peligro de esta poesía, equidistante entre la alusión del sentido o la mudez del fracaso, pues existe la tentación cierta de trazar en un esbozo a mano alzada lo que debiese ser una conciencia del despojamiento. Pero sin duda, en una época como la nuestra, donde a la poesía se le pide riesgo -casi siempre entendido como desborde grandilocuente- para validarse, a quien asume la escritura en toda su desértica llaneza, pueden adosársele esas olvidadas palabras de T.S Eliot: en un mundo de fugitivos, el que toma la dirección opuesta, parece que huye.




Selección de poemas de Las palabras callan de Jorge Polanco S.
Ed Altazor, Viña del Mar, 2005



*

La poesía nace de la fisura.
La realidad es la fisura.


*

Así estamos,
como si el silencio nos dijera algo
armando y desarmando el hilo de Ariadna,
siguiendo apenas un leve reflejo latente en el laberinto de espejos


*

En el espacio que las palabras cavan,
el silencio de las miradas traza la complicidad
de algo que no podemos decir.


*

El poema mira a lo infinito
tropieza con el absurdo
y vuelve a partir
autoafirmando su precariedad.


*

Enmudecer es una forma de morir,
practicar la inviolable decisión de la incertidumbre.


*

Una palabra es el goteo de lo innombrable


(1) Publicado originalmente en la revista de poesía Antítesis n° 1, invierno de 2006, Valparaíso.






La voz que se guarda.
Sobre plaqueta Ferrocarril Belgrano, de  Jorge Polanco Salinas.

Por Rodrigo Arroyo

Quien profundiza el verso muere
Maurice Blanchot

Una poética que señala la incertidumbre en su recorrido, más allá de exhibirse como una escritura tautológica, lo que hace es imitar el gesto de Orfeo. Esto es: llevar en la escritura, en (de) la mano, el objeto del deseo y la pérdida, a Euridice. Pero, esta poética sabe, igualmente que Orfeo, que de voltear y profundizar en él/ella, como señala el epígrafe que abre esta reseña, no queda otro camino sino la muerte. Así, lo que Jorge hace en Ferrocarril Belgrano (Ed. Inubicalistas 2010) es exhibir en sus poemas una suma de contraseñas que le permitan seguir ahí, vivo, aguardando una respuesta / al otro extremo de la cama. 

Esta plaqueta, además, es de una oposición formal respecto a su primer libro de poesía, Las Palabras Callan (Ed. Altazor 2005). Porque ya desde esa publicación Jorge desarrolla un habla desde la contención que linda con la mudez. En su primer libro entonces, no era exagerado leer aquello que el lenguaje es la casa del ser, y que filósofos y poetas son guardianes de aquella morada enunciado por Heidegger, en los poemas y la poética del libro. Ahora en cambio, y ya desde el poema inicial, Cuarenta años, la brevedad se invierte en extensión, pero, al igual que en la extensión, que es una de las  operaciones de superposición que constituyen lo simétrico, la poética no varía cuantitativamente si pudiéramos decirlo de este modo. Es que, más que otra cosa, un viaje entre un punto y otro, entre la contención y la extensión, lo que persiste como sentido subterráneo, o densidad, es aquello que puede ser señalado a través de un sujeto que habla y un sujeto hablado por el lenguaje, narrado, observado. Así, este poema (Cuarenta Años) podríamos emparentarlo, en términos descriptivos, con la novela familiar, que con su carga psicoanalítica describe la escena de origen como un espacio en el cual el lenguaje sigue siendo la casa del ser, pero ahora no hay guardianes: a estas alturas no fuiste lo que te destinaban; dice Jorge, señalando a la ruina y a la depresión, digámoslo, post-alienación, como interruptores de aquella tarea de guardianes. Aunque también podríamos pensar en un  desencanto post romanticismo el que encuentra y no cabida aquí, porque más allá que la lectura de estos poemas sea en parte puro pesimismo, existe la posibilidad que puedan ser leídos como un acto invocatorio; existe una presencia que permitiría ver lo perdido como una posibilidad remota y no como lamento, no en espera de recobrarlo: ¿Cómo decirle a tus hijos que has deseado revertir / todo ese rencor en amor hacia ellos, / pero que apenas puedes contigo, / en esos instantes de lucidez / cuando abrazas un vaso de alcohol antes de dormir?

Ahora bien, dentro de una oposición, ahora más profunda que meramente formal y que alude a esa distancia entre un punto y otro representados por el paso de lo contenido a lo extendido, el poema, en Las Palabras Callan, mantiene en su fragilidad enunciativa un aura que podríamos señalar en el encuentro con la posibilidad –breve- de lo incierto, mientras que en Ferrocarril Belgrano ya no es tal producto de la narratividad que el poema se permite. Y esta narratividad, más allá de estar en un presente que no deja de volver hacia el pasado, deja ver entrelíneas una expresión apropiativa más amplia del tiempo que se narra, nuestro tiempo. Para dar claridad a la importancia de tal expresión, cito a Martín Cerda:   

“La expresión nuestro tiempo, arrastra en cada ocasión que se la emplea, una referencia diferencial, polémica o despectiva a todo otro tiempo que no sea el nuestro, y sugiere, de este modo, la existencia de una ruptura o quiebre en el curso del tiempo histórico. Esa ocasión puede ser, con alguna regularidad, tan desgarradora que sólo permite vislumbrar a nuestro tiempo desde la perspectiva que ese mismo desgarro impone.”(1)

La ruptura a la que Cerda alude es en Ferrocarril Belgrano la de una experiencia fisurada, dejando ver que todo aquello que ocurrió es lo que vemos en un cuerpo, en un presente que no es sino el acontecer de una ruptura mayor, como es señalado en el poema homónimo de esta plaqueta: No es posible el escepticismo / después de la evidencia de las torturas.   

La noción de realidad entonces, o más bien, la noción de experiencia es visible a partir de una utilización de nuestro tiempo, con una mayor densidad de sentido. ¿Cómo así? Creo que la respuesta sería comprobar en la lectura de estos tres poemas, que no es la voz que se exhibe y señala un mundo la que deja ver una verdadera poesía de la experiencia, cuya principal diferencia sería que en esta última la voz se queda dentro. Con un libro que diga algo más que palabras, / resquebrajando la voz, señala el mismo poema. Esta forma de entender la voz quedándose dentro es parte de la poética de Jorge y que, como señalaba anteriormente, se desarrolla con mayor rigor en su primer libro. Pero si nos fijamos más detenidamente en esa voz que se guarda, y la noción de poesía experiencial, lo que persiste de modo subterráneo es la noción de testigo, de alguien presenciando. Y tal vez a partir de esa figura resulte legible pensar en estos poemas, como señalé al inicio, como evocatorios.

Escribir de modo tal que no te puedan tachar.
Más allá de las distancias o diferencias entre los tres poemas de esta plaqueta, hay algo que une estos momentos de escritura; y es que en ellos la incertidumbre alcanza la profundidad necesaria como para ir forjando capas de escritura, que a su vez ofrecerían capas lectura, de sentido. Como si los poemas dejasen la posibilidad de encontrar, de ver, el territorio desde el cual una mano señala la ruina, o una escritura solitaria en la cual el lector se acompaña de su gesto individual y aislado, melancólico, el cual sería imposible de tachar, de verle cuerpo.

Me gustaría finalmente señalar, más allá de la lectura de esta plaqueta, y aún más ahora, en nuestro tiempo quizá, que fuera del estímulo en la lectura de estos poemas, puedo ver venir, mediante el encuentro de las palabras, en un saludo a Jorge, aquello que enunciara Paul Celan: No veo ninguna diferencia entre un apretón de manos y un poema.

(1).- CERDA Martín, La Palabra Quebrada (Ensayo sobre el ensayo), Tajamar Ediciones, Stgo. 2005, pp. 135.






"Sala de espera", de Jorge Polanco Salinas 
Alquimia ediciones, 2011

Jaime Pinos 


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Quién 

Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate completamente solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar. Estas palabras de Kafka podrían servir para empezar a escribir sobre este libro. Un libro que hace de la espera una estrategia para ejercer la memoria y comprender la realidad, tanto personal como política. Como dice Ilse Aichinberg, escritora austriaca perseguida por el nazismo, en el epígrafe que abre el libro: Sumándolo todo, había más salas de espera que salas. Más esperanza de la que podía colmarse. Demasiada esperanza. ¿Realmente demasiada?  

Quien habla en este libro (y veremos que la pregunta por ese quien es fundamental aquí) quien lo escribe, se ha instalado en una de esas salas de espera. En uno de esos espacios  de soledad y silencio, como recomienda Kafka, para recordar y pesquisar el sentido de su propia experiencia. ¿La esperanza ha sido demasiada?  El poema es aquí una pregunta, esa pregunta. 

Desde luego, los caminos de esa indagación, de ese viaje a las islas eriazas de la memoria, son varios. La propia biografía, las pesadillas de la infancia, las pesadas cargas de nuestra educación sentimental. La enfermedad y el duelo. Los lugares, las ciudades, las estaciones del viajero. Como quien, mientras espera, revisa un álbum de viejas fotografías. O, en vez de las imágenes anodinas de la televisión, ve las escenas de un documental sobre la propia vida en el televisor que preside la sala desde lo alto. Las fotografías dan vueltas sobre el relato de ficción. Recordar es en este libro construir el montaje de esas imágenes. Trabajar con sus planos y secuencias. Porque como dice un poema: la noche ocurre sobre una fotografía de claroscuros,/cercenada en montajes que abaten la memoria.

De la amplia gama de fragmentos con que se constituye esa fotografía de claroscuros, me gustaría concentrarme en aquellos que tienen que ver con la historia colectiva. En las fotografías de nuestra generación.  

No viviste el 73, pero sí el temor/de la radio que comunicaba una voz adusta,/el lenguaje oculto que anunciaba/una noche interminable. Una buena forma de describir la situación de aquellos que crecimos en la dictadura. Que nos formamos en ese líquido elemento, en esas aguas turbias. En esa noche interminable. Como escribe Polanco en el poema Plano fijo, una generación que, en medio de toda esa muerte, creció entre el ocultamiento y el olvido: Es cierto, la vida se renueva,/reproduce el olvido con cerrar los ojos/y cambiar de aliento,/otro mundo nace cada día/borrando el anterior,/el ejemplo es tu generación/que vivió amordazada por los noticiarios/esas imágenes a las que se acostumbraba el ojo.

La misma generación que se hizo adulta en la continuación, más o menos solapada, de la misma historia, de la misma violencia. La postdictadura, la transición a ninguna parte. Un tiempo simbolizado, dramáticamente, en la figura de Eduardo Miño. El trabajador, enfermo terminal de asbestosis, que se quemó a lo bonzo frente a La Moneda el año 2001. El militante comunista que termina su carta suicida con las palabras citadas en el libro: Mi alma que desborda humanidad/no soporta tanta injusticia.  

Los que tenemos algo más o algo menos de cuarenta, los que vivimos o sobrevivimos la dictadura y la violencia soterrada de la ficción democrática, estamos constituidos por esa experiencia. En este sentido, creo que Sala de espera logra un retrato descarnado pero muy real de nuestra generación. Aquella a la que le ha tocado vivir o escribir en medio de esa violencia implícita en el lenguaje común,/cultivada en un país desamparado. Aquella que, aprendiendo a vivir en un país sin esperanza, en la soledad y el silencio de sus salas de espera, seguramente nunca dejara de hacerse la misma pregunta: Demasiada esperanza. ¿Realmente demasiada?

El poema en este libro es siempre una pregunta. Sin embargo, es sabido que toda pregunta, si realmente tiene sentido, encierra en sí misma su respuesta. Cuando las cosas en este país parecen empezar a cambiar; cuando, inesperadamente, parece variar el curso de la corriente, la pregunta que cierra el libro me parece fundamental. Parafraseando a Víctor Jara, el texto dice en sus versos finales: Quién escribe un canto valiente/que sea por siempre canto nuevo. 

Para esa generación de la desesperanza que somos, esa pregunta es capital. La pregunta por la valentía. Yo diría urgente en estos días, cuando el país parece abrir una pequeña brecha para salir de los interminables tiempos oscuros de una vez por todas. Creo que Jorge Polanco ha escrito un libro que se hace cargo de esa pregunta. Y la responde practicando, justamente, una de las formas de la valentía: la honestidad. La poesía es el habla de la honestidad, dice en un versoque se ratifica como exigencia vital y poética a lo largo de todo el texto. 

La vida es una broma absurda que sólo pueden comprender los valientes, dice Kenneth Rexroth. Veremos de cuanta valentía somos capaces. El primer deber de la poesía es ser valiente. Responder en primera persona, como lo ha hecho Jorge Polanco con este libro, al desafío de escribir con honestidad. De comprender que la verdadera poesía es sólo para los valientes. Los que responden, con la vida y con el verso, esa pregunta. La valentía. Quién.
Valparaíso. Septiembre de 2011







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1 comentario:

  1. El poema de la Vida Chilena tiene elcontenido amargo de la Historia de los hombres que supieron sobrevivir en la angustia de ser mejores dentro de lo mediocre y de la risa que dan aquellos que creyeron que un Paraiso perdido seria de ellos, pero a ladistancia del tiempo esto dio el vuelco de la verdad de hoy.
    Uises Polanco Pérez

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