viernes, 29 de junio de 2012

BERNARDO GONZÁLEZ KOPPMANN [7.170] Poeta de Chile


BERNARDO GONZÁLEZ KOPPMANN 

(Talca, CHILE 1957): Poeta, educador e investigador. En 1981 se recibe de Profesor de Estado en Historia y Geografía y Licenciado en Educación. Su obra poética ha sido compilada en antologías y otras colecciones literarias. También ha investigado, recopilado y editado la vida y obra de poetas olvidados de su región: Emma Jauch, Jorge González Bastías y Valericio Leppe, rescatando tanto el lenguaje como la vigencia que tiene el tema campesino en una identidad propia. Ha ejercido la crítica literaria en diarios y revistas y prologado textos de importantes creadores, especialmente de la región del Maule. Durante muchos años ha realizado talleres de poesía en distintas instituciones educacionales, ha participado en congresos y encuentros de escritores y realizado ponencias y recitales en diferentes ciudades del país. Bernardo González, con su obra literaria, se inscribe en la gran poesía del Maule y la gran poesía de Chile. Ha publicado: Sin conciencia ninguna (1981); Poemas simples (1984); Poemas de la contemplación (1985); Poemas transparentes (1987); Barrio cívico (Epigramas) (1988); Nuevamente los pájaros acuden a rescatar mi soledad (1990); Teatinas (1998); Memorias del agua (1999); Intemperie. Multimedia.Ottawa: Cdpoesia; Editorial Poetas Antiimperialistas de América, 2004.



1

Album

Las carretelas de la panadería La Fortuna
ya no pasan por mi barrio
Gisela ya no salta la araucaria del jardín
ni el Piduco, el estero de mi pueblo donde se bautizaban
los canutos, tiene tres brazos
Antes, cuando me tendía en los prados de la Alameda
cruzaba un auto cada diez minutos
y los plátanos orientales se llenaban de jilgueros
los carabineros rondaban a caballo por las calles oscuras
y nadie les tiraba piedras
en el almacén de don Lalo no vendían fósforos a los niños
el escaño aún congrega la ausencia de los que partieron:
nunca más pedaleó en su bicicleta la niña del vestido azul
los trenes de carga se hundieron en la niebla
y aunque tras lluvias y lluvias caídas sobre el muro
se volvió a leer Mejoral
por el vidrio roto entró un aroma desconocido
No importa; hoy creo recordar las manos de mi abuelo
poniéndole tirantes al primer volantín
hoy creo tener una tuna verdeagua acortando la tarde
creo ver al gallo cacareando parado en el techo de la cocina
mientras la Elbita entona una canción de Leo Dan...
Y parece que nada de esto ha transcurrido
que todo está por suceder
salvo que las fotografías me contemplan





En el cuarto del fondo
descansan los caminos

Hay heridas que duelen
cuando sanan

Abre el día
y un aroma viejo escapa del pan amasado
como una bandada de tórtolas
afuera la neblina es un anciano ciego
que pasa tanteando las murallas
del armario destila miel y, yo, zángano
me robo los labios de las flores
sale una liebre del bosque y se pierde tras la loma:
por ahí me vine, por ahí me iré
creo que sólo necesitamos un breve momento para ser felices
y luego mendigamos ese esplendor de pueblo en pueblo
nadie podría decirme hoy cuál es la palabra más bella
Muere el día
y un buey se echa en su largo mugido, mientras
a oscuras el lucero enciende otro pitillo
a veces uno canta con golpes en la voz
mas, no se llega muy lejos
prefiero, entonces, la soledad de esta mesa
de donde siento pasos de ratas en el entretecho
a cualquier mentira que nunca podría ser piadosa
Yo te dije un secreto pero tú lo olvidaste
y olvidaste las figuras que bailaban en el agua
los círculos de la luna
los dedos del viento desabrochando el primer botón de tu sonrisa
Pasa el día...
Ahora, se derrumban las sombras sobre las llaves mohosas
que cuelgan detrás de la puerta del galpón






13

El musgo embellece los candados

"Y el papel se llena de signos
como un hueso de hormigas"
E. Lihn

Cuando contemplo el horizonte
todos los pájaros me reconocen
recojo el viento de la montaña
y con él avento los luceros; salgo
al camino apoyado en mis ojos
y me basta la primera palabra
que brota del abismo, de la flor
del durazno o de un simple caracol
trepando por su tallo para, así
recuperar los gestos, la fe ciega
en las minucias, la porfiada terneza
que me roban los ruidos de las cosas
Cuando hago una raya en el tiempo
el patio se ordena, toma forma
el polvo, el agua, el fuego; toma
sentido esa cicatriz, el silencio
incluso el olvido de aquellos días
en que sólo caían hojas secas sobre los
epitafios. Ahora el musgo embellece
los candados, los llaveros sin puertas
la cuchilla olvidada sobre la piedra
que sostiene el sonido de mi sangre
Cuando contemplo las lejanías
no envejezco - qué cosa - no muero
me quedo insomne esperando volver
a los dominios de la calabaza, por
si sufres o estás sola deshojando
margaritas frente al calendario
Cuando abandono las formas
hasta los desconocidos me saludan
un perro viene a tenderse a mis pies
cada murmullo sabe lo que dice, emergen
aromas de huerta húmeda, de hierbas
mojadas, que caen sobre mis párpados
desde el cielo de la tarde y mi sombra
duerme en paz dentro del cántaro






17

Escuela 5

"El niño y el anciano
tienen la misma edad"
E. Anguita

Otros sueños descubrí entonces, sentado
en la parrilla de una bicicleta roja
focos de autos navegando en la sombra
como caleuches contra la corriente
el vendedor de confites gruñendo por la nube
que nos daba el recreo en jarritos azules
aveces la campana sonaba en mis oídos
y todos los gorriones escapaban del patio
por el pasillo andaba cojeando el viejo piano
la voz del surtidor se ahogaba boca abajo
como si el agua fuera la única manzana
nunca volví a leer sofá, pala, pato, ala
como en aquellas tardes en mi fiel silabario
dibujé alguna vez una casa con flores
con árboles, con sol, con montañas, con alguien
sonriendo al gran silencio que se hundía en mi banco
Esa primera vez que salí a la vereda
el Angel de la Guarda me cuidó los juguetes
y aprendí de repente que la lluvia mojaba
que existían secretos no conocidos antes:
Blancanieves dormía al fondo del bolsón
y peces y palomas y trenes y planetas
danzaban en mis ojos abiertos al asombro
Todavía me siguen los milenios llamando
desde antes que el hombre sollozara en la luna
desde antes que llegara Nadie a mi cumpleaños
desde antes que la radio fuera una ventana
cuando en la Uno Sur había zarzamoras
y un rebaño de cabras pastaba en la placilla
mientras tanto la siesta daba trigo a los pollos
conversando con ánimas que venían a verme…
Hoy un suspiro raya su hilera de palotes
en la misma pizarra donde escribí mamá







21

Canto de amor a una desconocida

Me cautiva el silencio
que fluye de una hermosa
Pongo mi dedo índice sobre sus labios
para que no diga nada
para que oiga el zureo de otra voz
el murmullo de las hojas rozando un secreto
el rumor del pañuelo
el canto del crepúsculo
el leve musitar de las distancias
No sabe que es más bella, así, callada
callados ambos, sintiendo como gimen
orugas en la piel? Ahora, cuando
las estrellas han ocupado el horizonte
los pájaros pliegan las alas
en el perfume de sus manos
se posan celajes tras las ruinas del día
y solo anda el viento por los caminos
silbando la balada de las cosas perdidas
Me hiere esa luz que la rodea
cuando no me revela su sonrisa:
en algún lugar deshabitado
un rito se desnuda para que huya el tiempo
gotean racimos sobre sus hombros
el musgo embellece los candados
suspiran resinas en las herramientas
y las viejas profecías del cántaro regresan...
Lentos, tranquilos, sentados bajo un árbol
creo que ya podemos mirarnos a los ojos







36

La luna me protegió por los caminos

Madre, si me demoro
deja un pan sobre la estufa
cáscaras de naranja, algo vivo
que te diga que pronto volveré
Yo sabré que descansas pensando en los gatos
en las tareas de los nietos
en las patillas de geranios que te trajo Lucía
en la húmeda ropa, en los alambres
en la luna que protege a los perdidos
No pienses que me ha pasado algo malo
porque la vida siempre es bella a pesar de los pesares
quédate tranquila que yo estaré bien
incluso en las horas más feroces
ni un temporal, ni un terremoto, ni la torpeza
de beber soledad en el camino
jamás podrán separarme de ti
Deja un poco de comida en la olla chica
que atizaré las cenizas con un lápiz
para entibiar la noche que se va
déjame un papelito: Nano, llamó tu amigo,
dijo que el lunes le lleves la matela
Los tiuques te cuidarán en mi ausencia
confía en mí, que nada me duele sino
la pequeñez de los que han asfaltado los adoquines
por donde me llevabas a la escuela en bicicleta
amaba esos baches que me hacían cosquilla
lo demás tiene arreglo: florecen los aromos
Deja tu voz por los rincones de la casa
para cuando regrese callado del trabajo
Madre, y si llego algo tarde, duerme en paz
que ya aprendí a engañar mis emociones
a esperar, a silbar, a contar las estrellas...
Te prometo que mañana iré a visitar a mis hermanos







39

Para que la muerte sea hermosa

"Todos los sueños
regresan a la tierra"
E. Alarcón

Es amplio el día
y si lo miramos desde la noche
los pájaros cubren el horizonte con sus alas
las flores se abren como fosas
y el viento pinta los recuerdos
con volutas de cardo
la lluvia no lastima la forma del paisaje
de tanto huir tras el humo
caballos galopan por la mesa del comedor
con mi soledad al anca
se sientan alrededor del brasero
los amigos de infancia que se fueron del pueblo
Apenas se distinguen las piedras del camino
bajo los pies de las promesas
que nunca regresaron
escuchamos rumores desconocidos
que desbordan el mundo
como una enredadera tapando la ventana
Ahora, nada podría detenernos
ni siquiera el silencio
de todas las palabras
porque el único sueño es tan simple
que esperamos la eternidad sin prisa
Para que la muerte sea hermosa
sólo debemos cerrar los ojos:
acaso el dolor que nos va despojando
la cal de los huesos
sea un parto al revés









Canción para morder la almohada

Ahora, muerde la almohada, Amada mía
para que huela el néctar de tus pétalos húmedos
para lamer el zumo de tu madriguera
que late como el penacho de una loica enamorada
refugio mi lengua en el terrible origen de las mitologías…
Te acaricio las ancas espléndidas
te tomo de las caderas como quien levanta una gavilla
cinturita de fucsia mecida por la travesía
muerde, muerde los puentes de madera
muerde los canastos, las pesebreras, las marquesas
que yo nadaré en la tersura de tus nalgas
donde se reflejan temblando los manzanos en flor
los panales, las carretas llenas de mazorcas
Muerde la almohada, Amada mía
sentirás como ceden los postigos mojados de tus bodegones
refriégate, Amada mía, lacera las pulpas de tu vellocino
que penetre mi azadón hasta el fondo de tus melgas
que penetre mi racimo hasta el fondo de tus cántaros
mis pajas en tus adobes, mi cuchilla en tu sandial
que mi remo entre y salga de tus aguas hambrientas
como una merluza ciega en los mares lejanos
muerde los terrones, Amada mía
para que mi camarón escarbe en tu delirio
en el ladrido primordial del trueno
para que muela mi mortero el comino de tus sentimientos
de bella despechada por los dueños del reino
Muerde la almohada, Hermosa mía
para que tus ubres se entierren en los hormigueros
para que brames y brinques en los zanjones
para que tus uñas arañen los hornos carboneros
hasta rumiar la profunda raíz de los barbechos
hasta babear agónica por los antros de la poesía
Y olvidarás el nombre de las cosas
y la enagua perdida en los confines
y gemirás con el tropel que pasa
y no sabrás en qué aldea vives
Muerde la almohada, Amada mía
que pulsaré en el clavicordio de tu espalda
la más intensa melodía jamás escuchada
en los jardines colgantes de las ciudades antiguas
los acordes del relámpago que apagarán el fuego
de potra chúcara, de fiera domeñada monte arriba
y, así, en el aprisco seas pelleja, cordera huacha, leyenda
elevándote, arrebujada, hacia el firmamento
donde sollozan de placer los astros









Canto al Descabezado Grande

Jadeante aún, sin aire en los huesos
dentro del cráter, pienso:
Antes que se poblara el territorio
con silencios traídos por el puelche
antes, mucho antes, que los hombres de la tierra
llegaran desde donde nace el sol
y se quedaran entre los árboles más antiguos
amansando sus herramientas
antes que los caballos galoparan sobre el trigo
y la locomotora espantara a las perdices
antes, digo, que naciera todo remordimiento
tú, Padre Volcán, purificabas los contornos
lanzabas hacia los pastos de otros valles
fecundas aguanieves
ensanchabas los ríos que bajaban al mar
con pómez, lamas burbujas
y hoy nos descubres tus hondos barrancos
para que trepemos desvencijados hacia los vahos
de azules termas donde maceramos
estas intrusas palabras manchadas de sangre
Jadeante aún, sin aire en los tendones
dentro del cráter, sueño





La muchacha de la bandera roja
.. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. . a Frida Khalo

Nunca vi nada más bello
que una muchacha con su bandera roja
avanzando entre las viejas estatuas
de los héroes ilesos
De sus labios salían mariposas
palomas, besos, nomeolvides
que disolvían los sueños polvorientos
de las repúblicas doradas
su boca era una amapola húmeda
inaugurando manifiestos
Pasaba con el viento en sus cabellos
y con todo el cielo en la mirada
sus ojos reclutaban los gemidos
que, olvidando el rugir de los motores
se iban detrás de las manzanas
que dejaban temblando el horizonte
Sus pechos bailaban al son de la alegría
ser hermosa era su única consigna
ser hermosa para los que sufren
Nunca vi mayor belleza
que esa niña marchando por las calles
alzando su bandera roja
contra los inmensos monolitos
los luminosos ilegibles
los argonautas de palacio
y las ventanas engrilladas
Llevaba en sus manos la esperanza
del vino de los campos secos
la sal de los días venideros
el grito de la tierra
en su frente se leía desde lejos
la porfía de la primavera
Esa muchacha que pasó cantando
sobre las tumbas y las sombras
dejó flameando en mi memoria
la humanidad de su bandera roja
Ya no sé que hacer con la belleza
cuando la rosa se desnuda
cuando la sangre se desnuda:
ser digno de su amor es mi tarea




De amor, sufrimiento y cordilleras nunca es suficiente. 

Texto presentación de “La Cabaña del Monje”, Helena Ediciones, Talca, 68 páginas,  de Bernardo González Koppmann

Por Patricio Serey

Un libro tiene tantas entradas como salidas, cosa que nos permite a los especuladores la libertad de interpretación a la hora de enfrentar un texto y decir algo medianamente inteligible de ellos. Antes que nada puedo decir que los libros de Bernardo González Koppman, por ejemplo, ya sean en su faceta social, erótica, como silvestre y material, por no redundar en decir lárica, siempre me remiten a la idea de una lira bien afinada; un trabajo finamente artesanal con las palabras; porque la escritura también es un trabajo manual, “un trabajo manual de la mente, como instalar cañerías”, arar la tierra, crear un artefacto de greda o una joya de plata. “Uno empieza a escribir. Uno termina. Uno vuelve a empezar.” Y uno escribe y reescribe sobre los mismos materiales, propios o ajenos, en una espiral creativa necesariamente interminable. Y Bernardo no es la excepción a la regla, pues nadie que escriba lo es, o más bien nadie que escriba lo debiera ser.

Dicho esto me detengo en algunos  aspectos que llamaron la atención en mi lectura de “La Cabaña del Monje”, de Bernardo, editado este año 2015 por la microeditorial maulina Helena Ediciones. La primera es la idea del amor y la muerte, no tanto en su aspecto erótico, como ya nos había acostumbrado en sus entregas anteriores el autor, sino como la paradoja, como un concepto indisoluble (El Eros unido al Pathos), “el amor como una tempestad de emociones que somete el Yo”, que es capaz de sacar lo más noble, a la vez que puede exaltar las tendencias criminales más bajas anidadas en cada uno de nosotros. Bastaría hacer un listado de cuanto crimen se han cometido en nombre del amor, de cuanta muerte irracional le ronda, porque ese amor luminoso que puede unir a los amantes necesariamente liga también la parte más oscura y enferma de los individuos.

Aldo Caratenuto, en su libro Eros y Pathos, el sufrimiento en el amor, hace referencia a una antiquísima historia árabe, recontada por el poeta persa Nezami, que cuenta la historia de un joven príncipe, de nombre Qeys (nombre que proviene de una palabra asociada con la idea de mesura), se enamora de la hermosa Leyla (que significa noche o oscuridad). Cuando su amor es obstaculizado por un tercero, el príncipe se vuelve loco, quedando prisionero de un delirio amoroso que lo obliga a rondar durante años el desierto cerca del campamento de su amada hasta que finalmente encuentra la muerte. La leyenda de este príncipe es recordada en medio oriente como la del “loco de amor”.  Conocida esta antigua historia, acaecida hace miles de años, los que alguna vez hemos rondado en la oscuridad la casa de alguna ex con la idea fija de aniquilar al “otro”, de poseerla nuevamente con la vergonzosa certeza de estar perdiendo la cordura, podemos quedar con la conciencia tranquila de no haber sido los primeros. Volviendo al texto de Bernardo González, y para graficar de alguna forma este aspecto en “La Cabaña del Monje”, basta con remitirse al epígrafe que da inicio al primer capítulo del libro, La canción de Urías. El epígrafe es un extracto bíblico que relata el momento en que el buen rey David ve, desde la terraza de su casa, bañándose, a lo lejos, a la bella Betsabé, esposa de Urías el hitita, un valeroso capitán de su ejército. El rey queda prendado de la hermosa Betsabé, y haciendo caso omiso de las rígidas leyes hebreas (no desearás la mujer de tu prójimo) manda a Urías al frente de una batalla imposible de ganar para, una vez muerto, seducir u obligar a su mujer a quedarse con él. O sea, un asesinato indirecto “por amor”, por posesión. Si bien, hasta ahora, me he centrado en el aspecto más bien psicopático del amor, el punto de vista del loco de amor, acá el autor intenta redimir ese aspecto patológico en la figura más bien “inocente” de Urías, el esposo engañado por su mujer y asesinado por el amante de ésta. En los primeros poemas de este capítulo el hablante, representado por la máscara de Urías, intenta comprender, en aquel limbo solitario en la puerta de la muerte, su sino, re-significando melancólicamente el valor de las cosas simples que siempre le han rodeado pero ha dejado de ver. Cito: Aquí, con la condena / de quedar otra vez / temblando en el camino / Atrapasueños / para volver a creer / en los membrillos / en las ciruelas / en las matas de papa / de una huerta de Chonchi / Aquí hojeando un libro / con los zapatos rotos / con las llaves perdidas (de "Atrapasueños") o Sentado al amparo de ánimas en pena / al fondo del patio, meditando en lo que no tengo / y tengo, oigo como caen duraznos desde el cielo (de “El secreto que no queríamos oír”).

Al contrario del príncipe Qeys, que pasa años en el desierto rondando la carpa de su ex con la sola idea de recuperarla a cualquier precio (tanto que finalmente esta fijación lo enloquece y lo mata), este moderno Urías asume su condición de esposo engañado y herido de muerte (metafísica en este caso) y reflexiona. Producto de esta reflexión Urías primero acepta su condición. Cito: Ahora iré tañendo mis cuerdas empolvadas / donde quieran llevarme los vientos de la tarde / Betsabé es otra herida que acaso iré olvidando / para encontrar minucias, gestos que había dejado / guardados en el fondo de la memoria (de “Urías se abraza a las raíces de un cedro, y expira”). Y luego Urías perdona. Cito: Adiós, Bestsabé mía, hija de mis quebrantos  / aquí tendido me voy a otra luz, a otro canto / que en tu vientre se aloje la sabiduría; siente / que no crié rencor, mas sueña que te contemplo / bañándote en mis aguas, pececito de nácar  (de “Urías se despide de su amada”).

En el texto, la muerte está representada por el vacío dejado por la desaparición del cuerpo del otro, el desamor. Pero aquella soledad, producto del abandono del amor, pasa rápidamente del rencor a la introspección y reflexión profunda. Urías (un soldado obsesionado con la guerra, la ley, y su lealtad al Rey, en la historia bíblica) podría representar a cuanto ser humano sumido en el ajetreo mundano de la vida pequeñoburguesa, representada por la obsesión con el trabajo asalariado, el éxito y el consumo; que olvida que es humano, un ser social, que tiene historia y familia, que es un ser que ama más allá de las obligatoriedad marital. De ahí que el engaño, representado acá por la historia de Urías, Betsabé y el rey David pueda ser la deriva natural de esta vida desmesurada y desligada de lo espiritual. De ahí también que la esperanza se encuentre en la sabiduría encontrada por Urías en la precariedad, en el abandono del cuerpo después del desengaño, el sufrimiento y la muerte, en esa vieja herida dónde abreva el canto.

Y es a raíz de este sufrimiento que surge también otro hombre, un nuevo Urías podríamos decir, símbolo también de la madurez alcanzada por la aceptación, por medio de la meditación, de los acontecimientos  adversos. En este sentido el primer poema que abre el libro, “Pórtico”, como simbólicamente lo llamó el autor, adelanta ya la maduración de esta introversión, pero también el inicio del duelo. Cito:  Definitivamente, no quiero leer en las cantinas / ni con megáfono en mano en un paseo público/ …Yo sólo quiero leer mirando al infinito/ …como un herido a muerte cogido de tu mano.

 Si comparásemos superficialmente este primer capítulo con los dos siguientes (La Cabaña del Monje y La Hierba del Barraco y el poema Epílogo) podríamos concluir tal vez que estamos leyendo tres formas poéticas disímiles de Bernardo, cuyo único hilo conductor tal vez sea su forma “arcaica”, clara, de abordar el lenguaje poético, asumiendo esa vieja escuela naturalista y festiva, que recuerda a los Tratados del bosque de Juvencio Valle o a los cantos materiales nerudianos, la poesía social rusa y, en especial, esa mezcla de poesía, fe católica y revolución tan característica del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal. Pero interpretando más allá de lo evidente, La Cabaña del Monje me parece también un continuo: la catástrofe física, psicológica y espiritual, seguida del viaje iniciático, del retiro espiritual al desierto bíblico, a la cordillera y al bosque, como en el Walden de Thoreau, el Pan de Hamsum, la antigua poesía oriental, todo para reencontrarse con lo básico, lo simple, los muertos, con lo que nos atormenta, con uno mismo; continuo que lo aleja de ser sólo un conjunto de poemas meramente anecdóticos y autobiográficos, como suelen ser los poemarios que tratan temas relacionados con las tragedias del amor o el viaje.

Mención aparte es el trabajo sistemático que han llevado a cabo durante los últimos años algunos escritores del Maule, especialmente alrededor de la figura de Alejandro Lavín (1937-2012), el monje de esta cabaña, suerte de maestro zen, alfarero, poeta y montañero, que en conjunto con González y Felipe Moncada (este último especialmente con su libro Silvestre, Ediciones Inubicalistas 2015) han dado buena cuenta que escribir sobre (y en) la montaña es más que la mera preocupación paisajística y ecológica neojipi; más que una actitud lírica, es una (quizá la mejor) forma de resistencia (como en la poesía mapuche) a esta cosa negra de allá “fuera” que nos tiene hechos mierda acá “dentro”.

Dicho esto termino con un extracto del poema “Epílogo” del libro, que ya con su título resume lo antes dicho: “Ya tengo la lentitud de las montañas”. Cito: Ya tengo la lentitud del que viene llagando a casa / después de mucho tiempo a la intemperie/…Antes de rastrearnos, de olernos, de reconocernos / brindemos por este momento, Compañera: /quizá nunca estuvimos tan felices / como cuando nos divisamos a lo lejos, esta tarde / con el presentimiento que poco tenemos ya que hacer / entre gestos que intentan llegar rápido a lo desconocido / que hay que poner la tranca a lo precipitado /en fin, que el daño se ha transformado en la humilde alegría / de tenderse cansado a la vera del camino / con la mansedumbre de las hierbas. 

Valparaíso, diciembre de 2015.




No hay comentarios:

Publicar un comentario