jueves, 14 de julio de 2016

ATILA LUIS KARLOVICH [18.923]


Atila Luis Karlovich

Nació en Bogotá (Colombia) en 1953. Estudió filosofía y filología hispánica en Zurich (Suiza). Doctorado en 1981 (Dr.phil.I). Vive en Buenos Aires (Argentina). Trabajó en bancos internacionales, periodismo cultural, labores campestres y en la docencia a nivel secundario (latín e historia) y universitario (quechua) en la Universidad de Buenos Aires. Publicaciones académicas varias sobre filosofía y literatura popular (cultura quechua, sobre todo del dialecto quichua santiagueño).

Publicó primeros poemas (en alemán) en el suplemento literario del diario zurichense Die Tat (1974-76). Publicaciones ocasionales de poemas en diversas revistas literarias, entre otras en El Malpensante Nº 2, enero de 1997. Ganador del Concurso Literario “Ana María Rutllant de Caycedo” (Concurso Brantevilla) 1994 con el poemario De hoteles y lunas que se publicó en una edición del concurso.

Tiene un poemario inédito De esta mi vida sin suelo.




Zafra

(Hato San Pedro, Monte Plata)

hay que esperar la noche
con su lumbre, con su desluz,
para saber del mediodía, del incendio,
del viento que desmesura la luz
en los cañaverales.

baila entonces el sol
sobre los machetes
y la caña se derrumba cansina,
cantando vientos,
ritmando sueños
de guinea, biafara remota.

como si cargaran
con el peso del mundo
avanzan lentos
sobre los rastrojos que hierven
los bueyes esclavos
con su cornamenta grotesca
y sus nombres de novia.

el grajo de los picadores
asciende dulce
a las narices del señor
enroscado en los cielos,
bailando cruel en la sangre,
riendo en cada machetazo,
borracho de ron.

ahora la luna calla gorda sobre el batey llovido:
sombra palomina,
charcos, silencios de paladio
que estallan verdes en el lodo,
machetazos que relumbran de sangre.

sombra filosa de caña,
sombra de sordos atabales,
de sufrires, de zafra, de furioso sol.





Nocturno de Polifemo enamorado

         imitador undoso / de las obscuras aguas de el Leteo
                                                        Luis de Góngora y Argote



la zampoña feroz de polifemo cegado
surca la paz
refractaria
de la trinacria.
el sol es negro y salado,
la luna un fuego violento que asoma entre nubarrones.

hace horas que la caterva abandonó la isla:
sólo la risa burlona del polítropo pende
como perfume infame de un brezo.

el sol es negro y salado,
la fiebre arde y lo sacude.
en su ciclópea llaga de niño herido
pastan y
acarician solícitos ángeles predadores,
(ángel galatea,
ángel paloma,
ángela ángel)
asustados animalitos alados,
cocuyos
que calman hambrientos sus encendidas heridas,
que lamen ansiosos su ojo destrozado.

caricias se apilan sobre su cuerpo
como un traje de escamas:
(lo ataja aquí su misterioso linaje marino,
hijo de poseidón,
navegante en furiosos cauces de lágrimas,
selacio cautivo
en atarraya rupestre).
como un traje de escamas,
como una camisa de fuerza,
como una coraza de algas viciosas se apilan, una sobre otra, las caricias
que lo hacen bramar cantos de tinieblas:

charco de aguas negras y saladas
donde se ahogan de los que aman las negruras y los pesares.





Entrar y salir del paraíso

en la puerta señalada
no encontrarás más que la espada extinta.

entra, amigo, que
no hay un alma.

en las sábanas deshechas
anidan
lagartijas doradas,
hay vasos rotos,
botellas vacías
preñadas de las dactilares de dios,
hay desparramo de plumas,
cucarachas que corren desconsoladas,
loza sucia que se amontona en los fregaderos.

negra
la melodía de un ruiseñor
insospechado
enjaula la brisa del tiempo,
entreteje
el agrio olor de la eternidad.

han saqueado el paraíso,
hachado las famosas arboledas de edén,
y colgado del viento
el pellejo de la culebra que sabía el mal y el bien.

ya no da tregua el sol tan cercano.
un calor silente aúlla por los esteros antaño nemorosos.
los ángeles que escaparon baten sus alas
como tostados espíritus palustres
y no tienen adónde posarse:
los aguardan
arenas movedizas,
caimanes famélicos,
el índice rugoso del señor.

huye, amigo, si puedes,
huye, si es que encuentras la puerta.



Tradición oral y empeño por la escritura
en la literatura del quichua
de Santiago del Estero

Atila Karlovich
Asociación Investigadores en Lengua Quechua
adilq@hotmail.com


    
El quichua santiagueño es el único dialecto quechua que sobrevive en la Argentina. Si bien tiene aproximadamente cien mil hablantes, prácticamente todos ellos son bilingües (con una gran variedad de competencias en los dos idiomas) y casi todos iletrados en el quichua, lengua ancestralmente ágrafa y reprimida desde afuera y desde adentro. No es probable que bajo estas condiciones se desarrolle algo que se pueda llamar literatura. La cultura literaria supone conciencia del valor propio y un entramado institucional y social que en la época actual implica escolaridad, oportunidades para publicar y un público lector interesado en lo que se escribe. No hace falta insistir en que casi todo esto siempre faltó y sigue faltando. Sin embargo, de hecho, algo hay. Preguntamos por la literatura, porque estamos convencidos de que sin ella cualquier idioma está condenado a la extinción. Recapitularemos el contexto histórico y abordaremos las letras quichuas desde la perspectiva de la disyuntiva de oralidad y escritura que está en sus orígenes y que las sigue caracterizando. Desde ahí podremos encarar también brevemente las cuestiones que se imponen respecto a su futuro.  

    
Sabemos que la época colonial había sido relativamente propicia para el quechua, debido, principalmente, a su oficialización como vehículo de catequesis en los Concilios limeños. La prohibición de usar el idioma por parte de Carlos III data de 1770 y se inscribe dentro de la política lingüística centralizadora de este monarca. Si el gobernador Matorras implementa medidas inmediatas, la presión sobre la lengua se intensifica después del levantamiento de Tupac Amaru (1780). De hecho, el idioma desaparece en Tucumán y otros centros urbanos del noroeste en los primeros decenios del siglo XIX. Por otra parte, el período independiente no podría haberse iniciado más auspiciosamente para las culturas indígenas. Los criollos se alían con los caciques pampeanos para combatir a españoles e ingleses, Mariano Moreno sostiene en sus escritos la necesidad de la hermandad entre criollos e indígenas, en el Congreso de Tucumán se discute, con toda seriedad, la alternativa de una monarquía inca (y nadie menos que el General San Martín apoya esta idea), el quechua y el aymara aimara están presentes en el documento fundacional de la Nación Argentina, el Acta de Independencia de 1816, el himno de López y Planes evoca las glorias del incanato y la bandera que crea Belgrano incluye - uno hoy casi diría ingenuamente - un Inti incaico. Ninguna otra de las naciones hispanoamericanas hizo tamaña reverencia a su remoto pasado precolombino. Pero esta ventura cambia radicalmente a partir de mediados de siglo, con el desenlace de las guerras civiles, cuando se impone como doctrina de unificación nacional la ideología liberal y modernizadora que representan Domingo F. Sarmiento. El ejército y la escuela son sus instrumentos. A partir de ahí no hay más tolerancia con la indianidad. Pronto comienza la guerra de exterminio contra los indios del sur, que deja a la vista la conjunción de intereses económicos e ideología. Tampoco es una casualidad la desaparición del quechua en Catamarca, La Rioja y Salta en los cincuenta años que siguen a la publicación de Civilización y Barbarie. 


II

El caso de Santiago del Estero es especial, tanto en el contexto argentino, como americano. Primera fundación española en territorio argentino, Santiago paradójicamente casi desde el principio se ubicó entre las más postergadas. Deben haber sido los insoportables calores y la caprichosa sucesión de sequías e inundaciones, lo que provocó que gobernadores, obispos y vecinos pudientes prefirieran residir en alguna de las fundaciones filiales de clima más benigno. La capital del Tucumán parece nunca haber encontrado su ritmo metropolitano y en vez de progresar se amodorraba cada vez más. Si bien la pequeña minoría española, que se quedaba por haberle tomado cariño o porque no tenía cómo escapar, ocupaba los primeros bancos de la rústica catedral y decidía absolutamente todo, en los hechos la inmensa mayoría indígena imponía calladamente mucho de lo suyo. Mientras no se tocaran los privilegios de la sociedad de castas ni se discutieran los dogmas católicos, en Santiago imperaba un espíritu provincianamente tolerante y ecléctico que irradiaba sobre los pueblos de indios vecinos y les hacía llevadera la integración cultural. Mientras los indios resignaban sus diversas lenguas y ropajes, y aprendían el catecismo menor de memoria, guardando creencias y costumbres disidentes para la intimidad, las familias patricias reservaban sus remilgos castellanos para los grandes discursos en el Cabildo y las fiestas patronales. En un proceso de mestización notablemente exitoso, indios y españoles se fueron amalgamando en una raza de costumbres homogéneas. Lo extraordinario es que el quichua que había llegado a la comarca no sabemos con certeza cuándo, con los españoles o antes de ellos (y no queremos discutir este controversial tema aquí), se convirtió en un denominador cultural común, en una verdadera "lengua general" para indios y españoles. A medida que avanzaba el mestizaje y perduraba el aislamiento y la postergación, el quichua, mechado de bocados, dejos y tonadas lules y andaluces, cacanes y castellanos, fue lengua principal y materna de casi todos los santiagueños. Por lo tanto, desde que es santiagueño, el quichua es una lengua híbrida y esencialmente mestiza y en nuestra opinión la incorporación de elementos ajenos a la lengua original en cualquier orden no debe considerarse como contaminación sino como adaptación, transformación y enriquecimiento.

La situación lingüística del Santiago colonial - esto tiene que quedar claro - es por lo que sabemos, excepcional en todo el ámbito de la América hispana y tampoco es representativa para el resto del Tucumán. Esta excepcionalidad se toca con la que imperaba en el Cusco y en el ámbito jesuita-guaranítico, pero cada uno de estos casos caso es sui géneris. Si bien en la gran mayoría de los territorios coloniales el conocimiento de dos lenguas era difundido entre indios y españoles, el uso era habitualmente circunscripto a los contactos interétnicos. Era cosa de curas y capataces conocer lenguas americanas y de ladinos saber expresarse en castellano. Y por más interferencias que hubiera, se distinguía claramente entre las lenguas subordinadas y de uso solamente oral de indios, y el castellano privilegiado, idioma de españoles y mestizos, exclusivo en todos los órdenes de la vida pública. Para definir con claridad conceptual la relación de quichua y español durante la Colonia en Santiago todavía hace falta mucha investigación  investigacíon, pero a partir de lo que sabemos podemos arriesgar la opinión provisoria de que el quichua era la lengua que usaban todos los santiagueños en el orden privado, en el trabajo y en el comercio local como vehículo de comunicación oral, mientras que el castellano hacía las veces de lenguaje oficial, escrito y ceremonial. Por lo tanto cabe suponer también que mientras el quichua era la lengua hablada por casi todos, salvo por los españoles recién llegados, y había una porción importante de hablantes exclusivamente monolingües, sobre todo en el campo, el dominio del castellano se restringía a las familias patricias, al clero y a los indios y mestizos que de una u otra manera intervenían en los asuntos públicos.       
    
Con la Independencia, Santiago seguía viviendo su languidez y su aislamiento, las estructuras y el espíritu de la Colonia seguían vigentes y los santiagueños seguían hablando en quichua. La prédica antiindígena sarmientista que erosionaba la vigencia de las lenguas americanas en todo el país no encontraba eco, principalmente porque el campesinado santiagueño no se sentía identificado con la indianidad. Hacía siglos que había resignado su identidad de indígena, porque indyus o runas eran para él eran las tribus chaqueñas que conocía por sus frecuentes incursiones belicosas en los campos del norte. Esto no quiere decir que la herencia indígena no haya sobrevivido fuerte, pero discreta y a veces vergonzosamente ocultada debajo o detrás de la nueva identidad santiagueña. Así lo atestiguan muchas de las tradiciones, costumbres y creencias que se mantienen vigentes en Santiago, y más que nada la supervivencia del quichua. Pero hay algo más: mientras que en el resto de las provincias norteñas las clases dirigentes, enfáticamente orgullosas de la vertiente peninsular de su ascendencia, no querían ser asociadas con el demonio de la barbarie e identificaban el castellano con la argentinidad y el quechua con la indigna condición de indios y extranjeros, los terratenientes y caudillos santiagueños se identificaban con la lengua ancestral del campesinado y seguían siendo bilingües. Tenemos testimonios concluyentes que demuestran que las clases dirigentes siguieron cultivando el idioma sin complejos y hasta con orgullo elitista hasta ya entrado el siglo XX y que hasta esa época era habitual escuchar el quichua hasta en los salones de la capital. De hecho en ningún recodo de la Argentina el discurso sarmientino tardó tanto en surtir efecto como en Santiago. Recién la indoctrinación de los maestros y la clase media urbana, el servicio militar obligatorio y sobre todo la escolarización de los campesinos, complicada y precaria, introdujo primero el bilingüismo generalizado y comenzó a cambiar las cosas. La represión de la lengua por parte de la escuela fue implacable y caló hondo en la conciencia de los niños quichuistas haciendo que estos asociaran su lengua con una condición humana inferior. Si los viejos caudillos habían utilizado el quichua para manipular a las masas campesinas, como aseguran algunos, la represión del quichua fue un instrumento de dominación mucho más sutil y perverso porque forjó un pueblo sumiso a partir de la conciencia de la propia inferioridad. Finalmente la clase dominante, ya en decadencia, también se plegó a la irresistible ideología nacional. Las fatales transformaciones económicas que terminaron  terminararon en el ecocidio del monte santiagueño y la tremenda emigración forzada que caracteriza la historia de la provincia hasta nuestros días y parece eternizar la postergación santiagueña, hicieron el resto. La suerte estaba echada. 


III

De cualquier manera, hasta muy entrado el siglo XX todavía existía un núcleo poblacional demasiado grande sobre el cual no había como ejercer influencia sin la ayuda del quichua. Esto lo sabían los curas y los políticos y lo aprendieron también los comerciantes. Así se da que los primeros testimonios escritos de los que hay noticia en el dialecto santiagueño pertenezcan precisamente a la época de mayor presión: son oraciones, proclamas políticas y ofertas de venta, todos textos destinados a influir desde afuera sobre los quichuahablantes.
    
Y lógicamente la historia del quichua escrito hubiera terminado aquí mismo. Hacia mediados del siglo la escuela y los medios de comunicación cada vez más presentes habían  conseguido una población bilingüe a la que se podía acceder sin el atajo del quichua. Pero mientras disminuía la vitalidad efectiva de la lengua, se debilitaba también la vigencia indiscutida del discurso sarmientista. La historia oficial empezó a ser cuestionada en el ámbito nacional y esto permitió una nueva mirada sobre los valores de la cultura tradicional y autóctona. En Santiago y para el quichua fue decisiva la labor del médico Orestes Di Lullo cuyo trabajo El Folklore de Santiago del Estero, de 1943, causó gran impacto en los círculos intelectuales de la provincia. Ayudó también el éxito que tuvo la novela Shunko de Jorge W. Ábalos, de 1949, y en general la actitud de muchos maestros rurales como el de la novela, que estando en contacto permanente con la lengua comprendieron su valor y se sintieron culpables por el papel que objetivamente cumplían. Pero lo decisivo fue la labor de Domingo A. Bravo, otro maestro de escuela de la misma generación. Autodidacta como lingüista y sin poder apoyarse en prácticamente ningún antecedente, Bravo logra a mediados de los años 50 presentar un panorama amplio del dialecto santiagueño, una versión de la historia de su origen, un esbozo elemental de su gramática, su vocabulario, sorprendentemente completo, y una antología de su poesía oral. 
    
Por otra parte, en Barrancas (Depto. Salavina), en el medio del monte santiagueño, había nacido en 1915 Sixto Palavecino, un talentoso muchacho campesino, quien muy pronto conquistó su lugar entre los músicos santiagueños. Pero la vivencia de la represión de su lengua materna era una espina clavada que no dejó de torturarlo. La historia de lo que podríamos llamar su "destape" como quichuista está documentada en su chacarera doble Penqakus kawsajj karani. Refiriéndose a la situación objetiva del idioma, diagnostica olvido colectivo, falta de memoria individual y desprecio público. En cuanto a su situación personal, plantea su dilema socio-lingüístico: por un lado la vergüenza de su propio idioma, y por el otro una dolorosa incompetencia en el idioma dominante. Aparentemente el círculo vicioso de desprecio, autodesprecio y silencio, que genera más desprecio, es tan profundo que no deja romperse si no es por iniciativa de la sociedad identificada con el idioma dominante. Son las actividades a favor del quichua del profesor Bravo (como maestro de escuela representante cabal de la cultura oficial) que provocan en Palavecino que se anime a cantar los gatos y chacareras que tanto tiempo había callado. Y para su sorpresa le va bien. Se rompe entonces el embrujo del silencio y la vergüenza se convierte en orgullo. Palavecino solicita un lugar en la radio local, y junto a otros músicos e intelectuales quichuistas funda el Alero Quichua Santiagueño, institución que ha contribuido enormemente al aumento de la autoestima de los quichuahablantes y a la difusión de su cultura. Es en su contexto donde tenemos que situar los comienzos de una literatura quichua en Santiago.

   
IV

Ahora bien, si diagnosticamos el surgimiento de una literatura, no podemos desconocer que esto no hubiera sido posible si la cultura quichua no hubiera contado con raíces que supieron mantenerse sólidas a pesar de la vergüenza, en la clandestinidad de los decenios represivos. De hecho existía una tradición oral vigorosa y comprobable de la cual pudieron nutrirse las incipientes letras de los años cincuenta. Por un lado está la poesía de transmisión oral - en quichua, en castellano y bilingüe - que conocemos a través de los cancioneros. Se trata por una parte de rimas infantiles y adivinanzas, y por la otra de versos de arte menor generalmente destinados a servir de soporte a la música y entroncadas en la antigua y rica tradición de la copla hispánica. Son poemas y poemitas de muy diversa calidad, compuestos por autores anónimos, transmitidos de boca en boca y por cantores populares semiprofesionales, y finalmente recopilados por estudiosos, folkloristas y maestros de escuela durante la primera mitad del XX. Si bien la mayor parte de estas composiciones se distingue de las castellanas nada más que por el idioma, sería exagerado excluir completamente la impronta prehispánica. Esto es evidente en la vidala, forma musical de cuyos orígenes andinos no cabe ninguna duda. Además valdría la pena averiguar las raíces de los temas animalísticos alrededor del comisario qaray puka, la comadreja, la mulita y el walitu delincuentón. Sugerimos modestamente que esta temática, por lo que sabemos ausente en los cancioneros de otras provincias, podría incluso remontarse a una tradición anterior a la entrada del quichua en Santiago.   
    
Además de la poesía existe una narrativa tradicional, cultivada ancestralmente y con notable maestría en los hogares campesinos, donde no había libros y adonde las noticias llegaban solo de tanto en tanto. Para amenizar las horas alrededor del fogón se contaban cuentos, fábulas y anécdotas, humorísticas y de espanto más que nada, relacionadas con personas y  leyendas conocidas por todos. Si tomamos Estado Actual del Quichua Santiagueño que Domingo Bravo publicó en 1965 y que es  la única colección de textos orales que existe hasta el presente, encontramos que más allá de diálogos, relaciones de costumbres antiguas, recuerdos y testimonios personales, aproximadamente la mitad de los textos pertenece de una u otra manera a estos géneros narrativos. El que se acerca a estos textos leyéndolos como literatura escrita nomás, siempre quedará abrumado por sus desprolijidades. Es que se trata de composiciones orales, en las cuales el acto de composición, es decir la factura de la narración, queda mucho más expuesta que en un texto escrito y corregido. En realidad hay que agradecerle a Bravo que no haya cedido demasiado a la tentación de emprolijarlos. De cualquier manera, para acercarse adecuadamente a estos textos, hay que escucharlos y no leerlos. Entonces se achican sus falencias y se lucen sus virtudes. 


V
    
Antecedentes literarios escriturales encontramos de un solo tipo: las oraciones rimadas. Ya las habíamos mencionado brevemente cuando hablamos de los primeros testimonios escritos del dialecto y decíamos que se trataba de textos destinados a influir desde afuera sobre los quichuistas. Esto es correcto porque hay buenas razones para creer que la mayoría de ellas sale originariamente de la pluma de sacerdotes no quichuistas conocedores del idioma y su intención indisimulada es la propaganda fidei. Pero hay que ver algo importante: los curas rimadores, algunos más dúctiles e inspirados que otros, supieron demostrar por primera vez que el quichua no era solamente un "dialecto" (en el sentido peyorativo de la palabra) capaz de expresar intimidades del pago y nada más, sino apto también para los conceptos más elevados de la teología, y que además era maleable desde el escritorio. Vale decir, que era posible crear un lenguaje específicamente literario. Más allá de sus logros y sus torpezas, hay que ser consciente de que cualquier lenguaje literario siempre difiere del lenguaje de los hablantes. Y cabe agregar que sus esfuerzos no fueron estériles, ya que sus creaciones penetraron en el acervo popular ingresando en la tradición oral y rescatando incluso creencias anteriores al cristianismo, como lo demuestran las deformaciones populares en algunos casos muy significativas. 
    En este contexto hay que considerar también el empeño del polémico Instituto Lingüístico de Verano, que con idénticas intenciones a las de sus antecesores católicos y con resultados muy comparables entre aciertos y desaciertos, se abocó durante los últimos años setenta a la traducción de algunos pasajes de los Evangelios. Independiente de las simpatías y antipatías que uno pueda tener por el fundamentalismo evangélico, hay que ponderarle que después de la iglesia católica fue la única institución que desde afuera tomó el idioma en serio e hizo esfuerzos para ampliar sus posibilidades intrínsecas. ¡Ojalá otros - los gobiernos, las universidades - hubieran hecho lo mismo!   


VI
    
Ya vimos como a mediados del siglo pasado habían mejorado las condiciones generales para el quichua. Pero también sabemos, por otra parte, que se trataba de un momento históricamente crítico, no sólo para el quichua sino para toda la cultura tradicional argentina. Los cambios socioeconómicos que condicionaron la tremenda emigración del campesinado a las aglomeraciones urbanas y el avance de los medios masivos de comunicación pusieron definitivamente en juego la sobrevivencia de las culturas tradicionales. El afán de los recopiladores folkloristas coincide con un debilitamiento ostensible de la vitalidad oral. Es fácil conjeturar que si para la literatura quichua no se hubieran dado las condiciones para entrar en la zona escritural justo en aquel momento histórico, también se hubieran perdido irremediablemente las tradiciones orales que hasta el momento constituían toda su literatura. Los cancioneros hubieran ingresado como letra muerta en las bibliotecas, y la lengua se hubiera quedado sin uno de sus instrumentos más efectivos de sobrevivencia. Los que empezaron a escribir a partir de los años cincuenta pudieron agarrarse cuasi a último momento de una tradición en estado crítico pero todavía viva entonces, es decir supieron enlazar su quehacer escritural con las prácticas orales que los precedían. La literatura quichua que tenemos, revisada cincuenta años después de sus inicios, se deja definir a partir de su relación con la tradición, y los autores y las obras encuentran su lugar ubicándose dentro de esta encrucijada entre oralidad y escritura. En lo que sigue analizaremos algunos casos sintomáticos. 


VII
    
La primera obra literaria publicada que contiene un texto en quichua es El Desierto Saladino de Ángel Luciano López, cuya primera edición data de 1938. Se trata de una mezcolanza florida de notas, ensayos, narraciones, semblanzas,  poemas y dibujos, todos referidos a temas localistas de la zona del río Salado. En uno de sus apartados recoge bajo el título Originales versos en "quichua" de la costa saladina siete coplas anónimas que Bravo posteriormente incluye en su Cancionero. Y en otro apartado presenta una breve narración en quichua, Mawka Tyempos, Leyenda quichua, a la cual hace seguir una traducción al castellano, que conserva el espíritu del relato y de la lengua, pero cambia algunos detalles. Más allá de la  pregunta que se impone, si se trata de un relato oral recopilado o de una composición en quichua del propio escritor, lo importante para nosotros es que, poniendo el relato en el contexto en que lo pone, López utiliza por primera vez el quichua (el suyo y/o el de su informante) como lengua literaria en el sentido moderno, escritural, del término.
    
En la entonces floreciente Villa Atamishqui, en el año 1953 el poeta, músico y escultor José Antonio Sosa, quien además hacía de policía y curandero en su pueblo, presenta al público Pallaspa Chinkas Richkajjta (Juntando lo que se va perdiendo), un poema épico en versos de excelente factura que trata de la vida de un muchacho pobre que egresa de la Salamanca, la legendaria cueva del diablo donde los muchachos campesinos aprenden las artes en las que quieren destacarse, y encuentra su camino en un mundo rural en donde asoma la historia santiagueña y sus caudillos y la tradición del monte está plenamente vigente. A pesar de este ambiente colmado de supersticiones y leyendas, en el poema hay un clima muy distinto al de los relatos supersticiosos tradicionales: sorprende el comportamiento del protagonista que no parece compartir los miedos irracionales que rigen las vidas de los demás. Es como si fuera un viajero en el tiempo, un "moderno" desprejuiciado trasladado a tiempos pasados, tiempos que el autor extraña sin sentir ninguna nostalgia (valga la paradoja). El título es sintomático y refleja con absoluta precisión el momento histórico en el que el mundo tradicional va desvaneciéndose inexorablemente. Pero hay más: desde el mismo título Sosa equipara su labor poética con el quehacer de los recopiladores y en el prefacio queda expresamente dicho que la obra va dirigida a la intelectualidad y no al público al que el mismo Sosa suele dedicar sus vidalas y chacareras: He escrito la presente obra en la lengua autóctona que se habla actualmente en las regiones interiores de Santiago del Estero… con el ánimo de colaborar con los estudiosos dedicados a esta especialidad, documentando una forma de expresión verbal que se iba perdiendo y que agraciadamente, con la acertada medida de Gobierno que establece que el quichua sea enseñado en los diversos establecimientos, … encontrará asidero para perdurar… Referente a su contenido de fondo, he aprovechado para hermanar el lenguaje a la serie de fábulas, mitos y relatos de la cosmogonía vernacular (sic), creando un personaje…En otras palabras, el objetivo prioritario del poema no es tanto ese mundo que se está perdiendo y que en definitiva no vale la pena rescatar, sino la lengua quichua que está en peligro de desaparecer con él, pero que ahora tiene una nueva oportunidad. Se trata del futuro y no del pasado. El diagnóstico de Sosa en cuanto al momento histórico del idioma es tan correcto como (tal vez demasiado) optimista. La forma de expresión verbal está por entrar, tiene que entrar en su fase escritural. El poema escrito que el autor presenta es un complejo primer paso para que el quichua salga de su condición ágrafa. Sin embargo no puede dirigirse a su público natural, a los quichuistas, por su condición de iletrados. El segundo paso imprescindible, para que sea para ellos y para que la lengua cambie de estatus, es consecuentemente la escolarización de la enseñanza del idioma que el autor confía que va a implementar el gobierno. En todo caso queda claro que para Sosa sin literatura y sin escolarización no hay futuro para la lengua, una vez anulado el contexto ya insalvable de la cultura tradicional y oral. Un diagnóstico impecable.                          
No hay duda de que Sixto Palavecino es la figura más importante en la cultura quichua de los últimos cincuenta años y la única que ha sabido trascender transcender sus fronteras. Su fama nacional se la debe en primer lugar a su importancia como músico folklórico pero también a su rol de defensor de la cultura quichua. Si es que el argentino promedio sabe algo sobre el quichua, lo sabe por y a través de Don Sixto. Pero su vigencia es aún mayor hacia adentro. La débil autoestima del quichuista tiene poco en qué apoyarse, pero la figura de Palavecino le basta para atemperar sus inseguridades. En lo que se refiere a las letras quichuas, no hay otro que haya acumulado en los últimos cincuenta años una obra que, entre textos poéticos, cuentos y traducciones, se parezca a la suya en volumen y transcendencia pública. Por otra parte es evidente que su estética nunca rebasó el umbral estricto de la oralidad. En comparación con la concepción de Sosa que plantea una relación cuasi dialéctica entre obra oral (versos para los quichuistas) y obra escrita (para la intelectualidad),  Palavecino mantiene una posición mucho más conservadora que nunca se aleja de la oralidad y de su público quichuista. Don Sixto es violinisto y cantor ante todo, y el pueblo campesino es el destinatario primordial de su arte y su mensaje. Que también le guste a los no quichuistas le sorprende, le divierte, le agrada mucho y lo agradece, pero no lo hace cambiar en nada, al contrario, le refuerza sus ideales estéticos. Desde luego nunca se ha considerado algo así como un escritor y efectivamente tampoco lo es. Sus poemas nunca son un fin en sí, sino están subordinados a su función como soporte de la música, sus cuentos nunca son totalmente independientes de la situación en la que los cuenta y de los interlocutores presentes. Sus composiciones se lo deben todo a las antiguas prácticas de los versificadores y cuentistas populares, que no concebían sobre una hoja en blanco sino sobre una oportunidad que los invitaba a improvisar. De ahí su inmediatez y su desparpajo, tan atractivos, pero de ahí también sus aparentes defectos que incluso pueden resultar chocantes para el lector desconocedor de los procederes de la literatura oral. Sin embargo no hay duda de que una cantidad importante de sus obras se sostienen solas como obras poéticas y narrativas, sin el contexto improvisatorio y sin la música para la que fueron concebidos. Sus trabajos han sido compilados y editados, es decir han sido contextualizados dentro de la literatura, pero su gran aporte sigue siendo el de haber resumido toda la tradición oral y haberla entregado viva e intacta a la nueva época escritural.  

Prácticamente en las antípodas estéticas de Palavecino se sitúa su amigo, el poeta figueroano   Vicente J. Salto, otro de los fundadores del Alero Quichua Santiagueño. Es que mientras Palavecino es kichwap waan, hijo del pueblo, el arte de Salto, nieto del caudillo Antonino Taboada, se encuadra dentro de las polaridades contradictorias del orgulloso aristocratismo populista que siempre mantuvo esta familia tan importante para la historia de la provincia y del idioma. Cuentero, cantor y guitarrero, Salto era un maestro de la palabra improvisada, sobre todo en ronda de amigos. Pero cambia de actitud cuando produce literatura. Para él hay un abismo entre la oralidad y la escritura. En su libro de poemas Para Yaku, de 1969, su poesía aparece siempre culta, casi altanera, a veces cerebral y a veces atormentada, cuando se abisma en cavilaciones filosóficas, pero tierna también cuando dedica sus versos a sus seres queridos, y cuando canta el paisaje que ama resurgen tonos que recuerdan, estilizados desde luego, los populares. Su quichua corresponde a estas actitudes: lejos de la lengua hablada, es un lenguaje eminentemente creativo y conscientemente "difícil" que bucea en la insospechada riqueza de recursos del que naturalmente dispone y busca la máxima concentración expresiva en la fórmula elaborada, ahonda en el vocabulario heredado ampliando sus posibilidades en forma sorprendente, sin hacer la más mínima concesión a los préstamos del español. Cabe agregar que Salto también ha incurrido en la prosa moral y filosófica, en el pequeño ensayo Llajjtayku kichwakuna por ejemplo, en el que consigue demostrar la aptitud del menospreciado dialecto para decir las cosas más complejas con un mínimo de palabras.    

En el prólogo de su libro de cuentos Wawayay que incluye los episodios más importantes de la saga del zorro don Juan, Aldo L.Tévez asegura haber recopilado estas fábulas en su pago natal. La tradición oral no sólo inspira, sino todavía da legitimidad a lo escrito. Que las haya recopilado es cierto en un sentido poético, pero no técnico. Es que Tévez no es un recopilador del tipo académico, que anda por los campos con grabador y cuaderno de notas, sino un escritor que reelabora con sus propias palabras y mediante procedimientos escriturales las historias que alguna y muchas veces le fueron contadas, se le grabaron en la mente y desafiaron su creatividad desde la niñez. Su lenguaje no es el mismo que hablan los quichuistas de su comarca, ningún lenguaje literario lo es. Aunque no se aparta del todo de lo coloquial, es evidente su empeño por la pureza del lenguaje: sin llegar a extremos, evita los préstamos castellanos, revive vocablos caídos en desuso e introduce nuevos a partir de otros dialectos quechuas. También en su poesía prefiere un quichua descontaminado del castellano, pero la frontera entre lenguaje hablado y lenguaje escrito, entre literatura y práctica oral no es tan rígida como en Salto. Su quichua por lo general es más accesible, más popular, su tono menos aristocrático que el del poeta figueroano. Podría decirse, además, que su inspiración es más exotérica y su poética definitivamente ecléctica. En su poemario Qomer Pacha, de 1994, incluye poemas que están en la línea trazada por Salto, pero también hay coplas y chacareras de auténtico tono popular, al lado de un poema americanista celebratorio del espíritu quichua y andino y otro de influjo nerudiano, además de varias traducciones. 

Tal vez el más culto entre los escritores quichuistas sea Mario Cayetano Tebes. De padre terrateniente y madre maestra, integrante del clan de los Taboada, nació en Pozo del Castaño en 1927. Su niñez en los campos de Figueroa estuvo impregnada de la música y del sabor de su lengua, pero desde el hogar tampoco le fueron ajenas las contradicciones lingüísticas con las que tienen que vivir los quichuistas de todas las condiciones sociales. Sus padres prefirieron que siguiera sus estudios en Santiago, y ya a los veinte años partió para Buenos Aires, donde sigue viviendo hasta la fecha. Aunque nunca dejó de frecuentar a sus coterráneos ni de practicar su lengua, recién de grande sintió la necesidad de dedicarse cada vez con más intensidad a su idioma materno. Entonces estudió con Domingo Bravo y siguió estudiando, profundizando y manteniéndose siempre a la altura de la más reciente investigación sobre el dialecto santiagueño. Trabajó también con Ricardo Nardi, Donald H. Burns y Jorge Alderetes y desde hace muchos años enseña en el Instituto de Lingüística de la Universidad de Buenos Aires. Dedicado enteramente a la investigación y la enseñanza, es hoy una autoridad indiscutida sobre la materia, y sin embargo encuentra tiempo para recordar y escribir. Su lenguaje literario es el quichua figueroano más acendrado y al mismo tiempo más cercano a la lengua hablada por los campesinos. Su intención estética se acerca a la de Sosa, en cuanto su finalidad es más que nada el rescate del idioma. Los protagonistas de su obra cuentística, prácticamente inédita hasta ahora, son los shalacos - habitantes del las costas del río Salado - pícaros y ocurrentes aun en la torpeza. La quichua que les sale del alma y la trabajosa castilla, son dos expresiones que compiten y chocan, se subsidian y se confunden en la boca de estos entrañables personajes. Su bilingüismo asimétrico conforma un escenario que da lugar a jugosas y risueñas anécdotas que Tebes cuenta con esa maestría natural, tan difundida en los pagos del Salado.

Una mención aparte merece Hipólito Tolosa, conocido como Don Ishicu. Su historia personal calca en principio la de miles de campesinos santiagueños que sufrieron como él pobreza, analfabetismo, discriminación y exilio. Pero su inteligencia y su talento lo llevaron a superar estas contingencias sin renegar de lo suyo. Ya adulto, Tolosa aprendió a leer y escribir y, ya sesentón, no ha perdido las ganas de terminar el secundario. Poeta, cuentero, conferencista, mudanciador y defensor de la cultura autóctona, este hombre, que es por siempre alumno y pedagogo a la vez, es un verdadero personaje de la escena cultural quichuista de Buenos Aires. Y a pesar de haber aprendido a escribir ya de grande, es un escritor en el sentido cabal, que si bien también abreva en las fuentes orales de la tradición, se inspira muchas veces en la lectura. Es palpable que concibe sus cuentos y conferencias con el lápiz en la mano y que busca conscientemente, acertando y desacertando, un lenguaje literario que se diferencie del lenguaje cotidiano. Como Salto, como Tévez y como otros que no mencionamos aquí, sabe que la innovación y la creatividad de sus poetas es la única oportunidad que tiene el quichua de mantenerse vivo, de renovarse escapando de un estado de indigencia progresiva que no es otra cosa que la extinción lenta pero cierta.


VIII
    
Terminamos con un balance que puede llegar a sonar pesimista, pero que es ineludible. A pesar de sus logros, aciertos y joyitas, es evidente que la literatura quichua no es una gran literatura ni se encuentra floreciente en estos días. Sus protagonistas escriben poco, publican menos y menos todavía se los lee. Con preocupación constatamos además que muchos autores viven y escriben fuera de su provincia y sin el contacto cotidiano con el lenguaje vivo que es la materia prima de su labor. Tampoco notamos demasiados indicios de un recambio generacional urgente. Con contadísimas excepciones, como la de Vitu Barraza que anda en sus cuarenta, los escritores que nos constan ya han muerto o son señores mayores y muy mayores. El surgimiento de una nueva generación de escritores es para el quichua una prueba de vida, ya que las nuevas camadas que tendrían que estar escribiendo ahora se criaron en una época en la que la tradición oral ya estaba extinta. Se trata de probar que una literatura quichua definitivamente post-oral también es posible. Que a pesar de las condiciones adversas, el quichua encontrará el camino para seguir vigente en el mundo cambiante e imprevisible que tenemos por delante.

BIBLIOGRAFÍA 
(esta lista se ciñe estrictamente a la literatura utilizada y mencionada en este trabajo)


Ábalos, Jorge W. [1949] (2000). Shunko. Buenos Aires: Losada.

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Tebes, Mario Cayetano y Atila Karlovich F. (editores) (de próxima aparición). Sisa Pallana, Antología de textos en quichua santiagueño. Buenos Aires: EUDEBA

Tévez, Aldo Leopoldo (s/a). Huahuayay, Cuentos, Mitos y Leyendas.  Buenos Aires: Ediciones H&P.
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