miércoles, 9 de julio de 2014

REMIGIO TAMARIZ CRESPO [12.237]


Remigio Tamariz Crespo

Verso armonioso el de Remigio Tamariz Crespo (ECUADOR  1884-1948), le sirve igualmente para la pintura como para el subjetivismo que en su caso fue calificado de romántico por los comentadores de sus libros.

Continúa Tamariz Crespo la dinastía lírica de los Remigios de Cuenca, y tiene, como ellos, el gusto por la estrofa y por la música que si mantenida en clásicos diapasones no se aparta de cierto aire moderno que va con la época.

Su poema «Lucía» (1916) prosigue, en cierto modo, el tema de «Mi poema» de Crespo Toral y se desarrolla en estrofas iguales, semejantes a las que compusiera Garcilaso y sirvieran a fray Luis de León para sus odas a la vida del campo y al músico Salinas, ese de los ojos ciegos y el resplandor interno del tacto sutil y de la armonía. 

Dícese, entonces, que los poemas de Tamariz inician, en nuestro medio, una poesía descriptiva y sensible como la de Núñez de Arce y merece encomios su pictórica agilidad que llevándonos por campos del Azuay para descubrir alguna pincelada virgiliana, es también de los interiores paisajes del alma que se busca en sus ocultos caminos, en sus emotivos horizontes. Lucía es figura endulzante y romántica como la de Musset y el mismo poeta advierte que, muy libremente, ha parafraseado el admirable poema del autor de «Las noches» para lo que le sirvió de auxiliar, aunque en pequeña parte, la buena versión, en romance heroico, de Llorente. Poema elegíaco que da en el pedido de Musset, al reclamar para su tumba la abatida cabellera del sauce que llora: «Amigos, cuando muera,/ plantad un sauce en la mansión postrera./ Amo su dulce, pálida verdura;/ de sus frondas el manto funerario,/ y en mi lecho de tierra solitario/ propicia me será su sombra oscura».

A su «Malvarosa» le llama «margarita indiana», en carta con la que dedica el poema al escritor español Ricardo León. En sus diez cantos se apuntan los motivos de la égloga y del idilio en un desfile de cuadros   -19-   de la naturaleza austral, en colorida profusión de sus flores y de sus frutos, de sus cielos de mañana o con arrebol de atardeceres. Repararon los críticos en la ingenuidad de sus personajes, pero era el comienzo del relato de criaturas pastoriles o de amores solariegos que entretejían escenas en son triste o trágico, en las riberas del Paute, acaso de la mayor belleza entre los parajes ecuatorianos, y que establecería continuidad hasta llegar a la «Égloga triste» de Remigio Romero y Cordero, flor del género.

Poeta vernáculo; como, expresa Víctor Manuel Albornoz, el mismo describe su condición en «El capulí», «rimada autobiografía de su modalidad sentimental/, elogio del árbol heráldico de su patria azuaya, árbol a la sombra del cual se teje y deshace la urdimbre de la mayor parte de las vidas de los soñadores hijos de la región» o eleva a personaje de pajonales y sembríos, al solitario o pinta sus «Cromos tropicales» del paisaje costanero.



De «Lucía»


La heredad

En el confín de pintoresco valle,
do acaba de un sauzal la umbrosa calle,
se levanta el hogar, de limo y piedra,
en cuyos grises e imponentes muros
prenden sus mantos de esmeralda oscuros
la pasionaria y la amorosa yedra.

Mansión primaveral, llena de encanto,
donde es mansa la pena, el amor santo,
huésped eterno Dios, las dichas ciertas,
y en cuyas tibias, plácidas estancias,
percibe el alma no sé qué fragancias,
quizá perfumes de venturas muertas...

Bajo las frondas de árboles añosos
se esquiva de los rayos ardorosos
de los estivos meses;
y desde los antiguos ventanales,
contémplanse los huertos de frutales,
la sierra, el río y las ondeantes mieses.

El patio extenso, por allá, limitan
las mansiones vetustas donde habitan
del amo patriarcal los servidores;
y por acá, el Melado, donde, al yugo
dócil, la yunta exprime el dulce jugo
de la caña, entre hierros chirriadores.

Cerca, luce el jardín su gala eterna;
allí, la nieve del jazmín alterna
con la viviente grana de las rosas,
y de la luz cautivan los encantos
amancayes, claveles, amarantos,
lirios de argento y castas tuberosas.

¡Aún florece el rosal, prez de mi ensueño,
pasión y encanto de mi ausente dueño!
Canta en sus frondas fúnebres arrullos
el aura de las tardes campesinas,
y siento dentro el alma las espinas
que defienden sus mágicos capullos.

¡Oh rosas de su culto!, en mudo idioma,
un himno cruel me canta vuestro aroma!
Lucisteis en su frente sin mancilla,
y os eclipsaron las mejillas de Ella,
que acaso mora en la primer estrella,
que, desde que Ella huyó, más pura brilla!

Cruzan el huerto plácidos senderos,
que bordean duraznos y limeros,
chirimoyos, perales y granados
y -de Ceres gentil dulce tesoro-
los naranjos de oro
de nupciales guirnaldas coronados.

Los cañaros, con flores como llamas,
los aguacates de opulentas ramas
y los magnolios de hojas siempre erguidas,
cuyas flores de espléndida blancura
semejan, del follaje en la verdura,
bandada de palomas adormidas.

En la cumbre, de próxima colina,
brilla el estanque de agua diamantina,
que, cuando llega el abrasante otoño,
derrama su caudal en las praderas,
brindando a las marchitas sementeras
la esmeralda y frescura del retoño.

¡Oh lago de ilusión, cuyas riberas
decoran madreselvas y moreras;
márgenes do me rindo a la agonía
de amar el muerto bien, y vago a solas,
ansiando ver su imagen en las olas,
como en el alba de la gloria mía!...

Partiendo el valle senda dilatada,
por sauces y eucaliptos sombreada,
conduce en sesgo curso al hondo río,
que rompe en rudos cánticos triunfales,
reverberando en fúlgidos cristales
las pompas de los cielos del estío.

Arriba, las dehesas verdeantes,
do rueda el agua en trémulos diamantes
y el paisaje se enferma de tristeza,
y donde las vacadas mugidoras
alegran las auroras
con gritos de pasión y fortaleza.

Abajo, de la pampa el atractivo,
donde, en lagos sonantes de oro vivo,
se yergue altiva la dorada caña,
preciado don de la fecunda tierra,
que en áureas copas, generosa, encierra
toda la miel de su materna entraña.

Los campos de guisantes florecidos;
los maizales erguidos;
el alfalfas oscuro, y los trigales,
cuyas blondas espigas,
del bien del hombre y del Señor amigas
aprisionan los oros estivales.

Y bajo el alisar de opacas frondas,
el Paute azul, de turbulentas ondas,
que azota de la margen los taludes
y avanza por el valle dilatado,
cual un grifo de espumas coronado,
entre coros de armónicos laúdes.

Capulíes de verdes y áureas hojas,
lucen doquier racimos de uvas rojas,
dulce codicia de aves y pastores;
y en baldíos, vallados y colinas,
los ágaves de entrañas nectarinas
al viento baten su pendón de flores.

Desde lo alto de setos y barrancas
el agreste moral de flores blancas
la tierra con sus pétalos alfombra;
y, en pomposas hileras, los olivos,
desbordando sus vástagos altivos,
convidan a soñar, bajo su sombra.

Los molles, que ornan la arenosa senda,
dan al suelo sus frutos en ofrenda,
que en él semejan un sangriento rastro;
y en farallones y viscosas faldas,
ostenta la aguacolla sus guirnaldas
de cálices de aromas y alabastro...

¡Dulce valle de ensueños y ventura:
en tu seno se aduerme la hermosura;
en su lira de flores, primavera
te canta; el ave, en su argentino idioma,
y en vario acento, el agua que se aroma
en el hierbabuenal de la pradera!

Los chirotes, alondras serraniegas,
que pueblan de himnos las azuayas vegas,
del arverjal en flor y del barbecho,
en parábola airosa se levantan
y en el ambiente azul alegres cantan,
luciendo al sol la púrpura del pecho.

Junto al nido que esconde la espesura,
plañe en golpes de arrullo su amargura
la tórtola infeliz, cuya existencia
acechan por doquier los cazadores;
¡y por ello, aun si canta sus amores,
preludia su orfandad o eterna ausencia!

Oculto en las retamas del sendero,
su honda veloz restalla el pajarero,
y, como chispas de dorada pira,
de los trigales, surge la miríada
de jilgueros, y vuela a la enramada,
que se transforma por encanto en lira.

Quizá, del Paraíso peregrinas,
las inquietas, alegres golondrinas
de negras alas y argentado pecho,
revuelan sobre el campo, entre el celaje;
trinan en el boscaje,
y son cual flores de la cruz del techo.

Donde ostentan las flores sus carmines,
del picaflor, don Juan de los jardines,
luce el peto de azul, oro y topacio,
y, con el ansia cruel de los amores,
besa temblando el cáliz de las flores,
y, cual flecha de luz, cruza el espacio.

Discurre el mirlo, a saltos por el llano,
y huye chillando al matorral cercano;
da in crescendo su queja el triguerillo,
y en la margen, do la onda se golpea,
el ceniciento cuerpo balancea,
en sus frágiles zancos, el patillo.

Pirata de los aires, belicoso,
desde el follaje de gomero umbroso,
otea el gavilán, en vil acecho,
y en el alto nogal de aromas rico,
el calvo cuervo, con el corvo pico,
lustra las plumas del cetrino pecho.

Y doquier el paisaje y la hermosura
del monte, del alcor y la llanura,
en áurea luz bañados;
bellos, rientes cuando el día empieza,
y heridos de nostalgia y de tristeza
cuando llora la tarde en los collados.

  



De «Malvarosa»


Canto tercero

Juan Flor; del Romeral, es un mancebo
que, a fuerza de ser cándido y honrado,
aún tiene el corazón tan puro y nuevo
como el día en que Dios lo hubo formado.

Alto, de recios miembros; bronceada
la faz, donde contrasta la dulzura
con el vigor; la frente sombreada
por una greña rígida y oscura.

Cuando sonríe, tras los labios rojos,
fulguran dos hileras de granizos,
y brilla en la negrura de sus ojos
la luz de los nostálgicos hechizos.

Sus ojos, ojos que piedad inspiran,
hechos para mirar dichas ajenas;
¡ojos que el fondo de las almas miran,
y cuando hablan de amor, hablan de penas!

De su cotona gris por la abertura,
se ve de bronce y bíceps un tesoro;
¡si bien puede el gañán, según el Cura,
desjarretar de un puñetazo a un toro!

Quien contrata con él, no va perdido,
porque él ama su honor y odia el estanco;
quiere a todos; de todos es querido
y en sus sueños ve siempre un ángel blanco.

Es el mejor bracero de la aldea
no hay labor que supere a su energía,
y la más ruda e ímproba tarea
concluye siempre al promediar el día.

Perdió el triste al autor de su existencia,
y lucha, desde niño, por la vida
y por su madre, a quien tenaz dolencia
tiene en el lecho del dolor sumida.

De natural huraño y algo esquivo,
mira mucho, habla poco y nada finge,
y desde que el amor le hirió furtivo
se ha vuelto más callado que una esfinge.

Su patrón es don Cosme de Pedrales,
único rey de aquellos campesinos,
que funda su poder en sus caudales
y su orgullo, en añejos pergaminos.

Ha muchos meses que perdió la calma,
Juan, para el bien y la aflicción nacido;
oculta tempestad agita su alma
y se le queja el corazón herido.

La causa de su pena es Malvarosa,
que ignora su pasión, y ni lo mira,
¡y como él es tan pobre, y ella hermosa,
cuando la sueña y ve, sólo suspira!

Juan, aquel día de placer rebosa,
porque, al amanecer, Marta le dijo:
Estoy de minga, Juan, ven a mi choza
y el mingado mejor serás de fijo.

Fuese Juan a la cita muy temprano,
con fulgores de gloria en la mirada,
al hombro el poncho, y en la ruda mano
-cetro del bien y de la paz- la azada.

Marta y Griselda, ufanas lo acogieron;
la copa de la fiesta le brindaron;
de su tristeza y esquivez rieron,
y a ser galán y alegre le invitaron.

Diose luego principio a la deshierba;
dispersose al comienzo del sembrado
de los garridos mozos la caterva,
que presidía Juan, siempre callado.

Y del cortante hierro el golpe duro,
con que hería a la tierra su hijo y dueño,
vibró, cual himno, en el ambiente puro
de esa mañana, azul como un ensueño.

A las hierbas salvajes, arrancadas,
del sol el fuego bienhechor hería,
y del maíz las cañas aporcadas,
la tierra nueva con amor ceñía.

Entre la verde mies, veíanse a trechos
blancas cotonas, faldas amarillas,
membrudos brazos, jadeantes pechos
y el manchado blancor de los toquillas.

Juan, dejó atrás a todos, y su azada
con tal vigor la tierra removía
que, según un anciano, en su parada ninguna
hierba inútil crecería.

Griselda, en tanto, sin cesar calmaba
la sed del grupo intrépido y bizarro,
dándole -recompensa que anhelaba-
rubio licor, en jícaras de barro.

Hallole a Juan, cual siempre, pensativo,
entregado al rigor de su tormento,
y, en un arranque ingenuo y compasivo,
díjole en blando y cariñoso acento:

-Bajo este sol abrasador que enerva,
trabajas sin descanso, y ¡tan sereno!
Vas a acabar tú solo la deshierba;
¡Dios te lo pague, Juan! ¡eres tan bueno!

Él la miró, callado y dolorido,
como se mira siempre el bien lejano;
suspiró, a su manera, en un gemido;
hundió en la greña la convulsa mano,

y dijo: -Si es tu tierra, Malvarosa,
¡que mucho que la rieguen mis sudores;
a que sea tu mies siempre copiosa
y tengas tantos frutos como flores!

Griselda, tantas veces quise hablarte,
decirte que por ti sufro y deliro,
fue inútil afanar, porque, al mirarte,
se me va el corazón en un suspiro.

Tengo aquí dentro unos sentires crueles;
no sé si tú me causas gozo o pena;
en veces siento una embriaguez de mieles,
y en veces, amarguras de verbena.

Por vez primera, ha meses, te vi en misa,
y pensé, Malvarosa, aunque te admire,
que el Cura la decía muy aprisa,
a que tu pobre Juan menos te mire...

Desde entonces, te finge mi deseo
hasta en el agua que mi sed apura,
en las estrellas del azul te veo,
y en las ondas del río que murmura.

Te llevo en mí por playas y desiertos;
vas, a mi ser, como mi sombra, unida,
y tus ojos en mi alma, siempre abiertos,
con su fuego y su luz queman mi vida.

Por ti soy bueno, y sin cesar trabajo,
por ti, sólo por ti, tan pura y bella,
capaz me siento de arrancar de cuajo
un monte; y de los cielos, una estrella...

Si esto es querer... ¡te quiero, Malvarosa!
¡y mísero! te ofrezco en mi tristeza:
la humilde sombra de mi pobre choza;
el pan honrado de mi humilde mesa;

¡la callada pasión que me tortura;
mi corazón que tu piedad implora,
mi corazón que sueña en tu hermosura,
y esta alma que por ti vive y te llora!

-Trémulo y sin color, el triste hablaba,
henchido su mirar de extraño fuego,
y en sus acentos, al amor, juntaba
la queja, el grito, la oración y el ruego.

Malvarosa le oyó, pálida, huraña,
como airado reproche escucha un niño,
pero su diestra, en ansiedad extraña
torturaba el cairel de su corpiño.

Luego mirole, y en su rostro hermoso
carmínea luz rieló la primavera,
y díjole en arrullo melodioso:
-Confía, Juan... Será lo que Dios quiera...

Después, vertió, sin tino; en tosco vaso
la chicha que salud y ardor encierra,
y como a Juan también le tembló el brazo,
¡más que él, ese licor bebió la tierra!






El solitario

Flor alada de los tristes pajonales
donde reina la infinita soledad,
¡cual se hermana tu lamento con los gritos funerales
de las ráfagas que cruzan la desierta inmensidad!

¿Es tu canto de la América sojuzgada la elegía?
¡Solitario, en tus gemidos de ternura honda y humana,
que entristecen el silencio de la yerma serranía,
hay la cruel melancolía
con que llora la doliente raza indiana!

A tu acento mi alma evoca las leyendas del pasado:  
los laureles que cubrieron las andinas soledades;
de los shirys y los incas el reinado,
que colmara de prestigio las incógnitas edades.
Sueño ver el magno Imperio
florecido en gemas de oro, bajo la égida del sol,
cuya fúlgida realeza sepultose en el misterio,
en la noche de la Historia,
cuando en la índica ribera flotó el lábaro español,
y, en audaces carabelas, llegó el rayo,
de la tierra de Pelayo,
de la tierra que es palenque del honor y de la gloria.
Sueño ver en las arenas a los Hércules desnudos,
cual broncíneos paladines,
combatiendo a la falange castellana,
con los pechos por escudos,
con la flecha y la macana,
entre el coro de los bélicos clarines,
al tronido de arcabuces y cañones,
mientras pasan, como trombas, los bridones,
sacudiendo las revueltas, negras crines,  
por sabanas y peñascos
que retumban y chispean bajo el hierro de los cascos...

Ave heráldica del indio. ¿Simbolizas la tristeza
de la raza que en la tumba se ocultó con su tesoro,
y que hoy vierte amargo lloro  
sobre el yugo de los siervos, de sus glorias en la huesa?...

Cuando el alba prende velos de oro pálido en las cumbres
y aljofáranse las flores
con el llanto de los últimos luceros;
cuando el véspero derrama, cual caléndulas, sus lumbres  
y se escuchan en las sierras melancólicos rumores,
¡solitario, siempre triste, siempre a solas,
en las piedras de la pampa y en la paz de los oteros,
das al viento del eriazo tus gemidos,
único himno que se eleva de las huacas y las tolas,
donde duermen los esclavos, los vencidos!...

En los blancos, silenciosos peñascales
en que brotan pasionarias y arirumbas;
de las míseras aldeas en el viejo campanario;
en las tapias derruidas, en los nichos sepulcrales  
tu funéreo nido labras, Solitario,
con el liquen de las rocas, con el limo de las tumbas
y las briznas de las chozas olvidadas.

Así el paria de los Andes, por quien lloras:
en las cimas desoladas,
en las quiebras y declives de la adusta cordillera
do son lúgubres las tardes y sombrías las auroras,
con la greda del baldío que fecunda su trabajo,
de las cumbres con la undosa, cenicienta cabellera
forma y cubre su cabaña, que «es un nido vuelto abajo».  

Mientras flotan, cual sudarios de la sierra; las neblinas,
y opacada y fría luce la sidérea claridad,
y las ráfagas andinas
van gimiendo por la gris inmensidad,
repercuten en cañadas y vertientes,  
de los mudos pajonales en las rutas blanquecinas
el sollozo de las quenas, el clamor de las bocinas
y las notas, como lágrimas, del azuayo rondador;
y en la música del indio, mi alma encuentra las dolientes

armonías de tu queja Solitario,  
y comprende que el desierto tienen ambos por calvario,
que ambos tienen por verdugos el olvido y el dolor. Flor.
Flor alada de las ruinas, trepo vivo de la sierra,

¡soy tu hermano!
En mis versos gime el alma dolorida de mi tierra,  
y en tus himnos, la nostalgia del desierto americano.

Peregrino por un yermo de brumosas lejanías,
donde el sol es frío y pálido; donde hay flores olvidadas;
donde surgen en las noches misteriosas elegías;
y no cesa el alarido de las ráfagas heladas.  

¡Solitario; nuestra cruz es el recuerdo...! Tus querellas
son ignotas resonancias de tus cantos de orfandad.
Solitario, nuestras cuitas dejan lágrimas por huellas
en el reino melancólico de la eterna soledad.

Ya, muy pronto, veré lejos los zarzales que me hieren,  
y el fulgor amarillento de mi tarde postrimera
copiará de mis pupilas apagadas en el llanto
los celajes y esplendores de la mágica ribera
«donde viven los que mueren»;
y, en angosto y frío lecho, dormiré en el camposanto
que la niebla de los Andes arrebuja en su capuz,
y tú, entonces, del crepúsculo a la luz,
desde el risco que endoselan las orquídeas del barranco,
dando al viento tu plumaje gris y blanco,
como lirio de ceniza, bajarás hasta mi cruz;  
¡y allí tu himno será, en alas de los cierzos gemidores,
postrer eco de mi adiós
a la tierra donde en cardos florecieron mis dolores,
y la nieve del olvido
cubrió el nido de los dos...!









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