jueves, 13 de agosto de 2015

JUAN JOSÉ AMADOR [16.799] Poeta de México


Juan José Amador

Poeta y narrador.

Nació el 12 de septiembre de 1960 en Ciudad Victoria, Tamaulipas, México. Falleció en abril de 1996.

Es autor de los poemarios Noción de la noche (1988), Pájaros de bruma en la noria (1989), Claros poemas en el viento (1991), Los poemas de Angélica (1992), El olvido arroja serpentinas (1992), Tribales puentes (1994). Publicó también novela.

Obtuvo el Premio Estatal de Poesía Juan B. Tijerina 1988, y el Premio Estatal de Poesía del ISSSTE en 1989 Tamaulipas. A nivel nacional le fue otorgado el Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 1991 y el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta 1994. 




» Pájaros de bruma en la noria

Ciudad Victoria Tamaulipas, ISSSTE Delegación Tamaulipas, 1990.




I. Los Caminos del Tránsfuga

Lejos la ciudad lejos
Lejos su absurda rueda dura girando sin sentido
Juan Cunha

Nunca encontraste caminos de regreso
Lo piensas tras la ventanilla del tren
mientras cruzas el Itsmo.
Atravesaste la ausencia, cruzaste su puente.
La vegetación exhala rumor de animales.
En una estación pasa el agua de algunos minutos.
Las vías aquí se juntan después de recorrer el país.
Hay olores de comida y azufre y resaca y lentitud.
El tren se mueve.
Cuando viniste al sur
trajiste el recuerdo de una muchacha,
que te espera junto al río de tu pueblo,
allá en el norte donde la tarde es una hamaca ardiendo.
Dejaste puertas sin postigos, ventanas abiertas,
cortinas sin atadura, tu padre vivo, tu madre, tu hermana.
La prima que dijo te esperaría.
Fuiste buen muchacho, jugabas futbol, te estimaban los vecinos.
Aquí amanece con niebla.
En este túnel los ruidos del sur son música.Gozas.
Los pájaros vienen, el golfo se mancha de aceite,
lo viste desde la playa donde dijiste salud,
levantaste la cerveza, la pagaste
con parte de esa miseria que es el sueldo.
Que estás bién, que ahora trabajas dices en la postal.
Compraste zapatos.
Que cuándo vienes, avercuándo.
Fíjate que murió tu hermana.
En el norte, junto al correr de agua penumbrosa.
Allá donde la noche fue el presagio de un viaje sin regreso.
El tren rueda.
Se estremecen los rieles, o eso crees.
El pasillo de vegetación tiembla su cortinaje.
El cielo ha bajado su niebla.
Cuando viniste al sur
trajiste el recuerdo de tu novia.
La imagen del pueblo con su río.
Los puentes, una formación de álamos.
La fotografía donde se le notaba el embarazo.
Pero aquí, lo sabes, los caminos llevan al otro sur,
los nuevos zapatos no saben regresar, no hay regreso.
Y mientras querías volver y no querías
pides otra cerveza, la levantas ante el mar.
El tren se detiene, lento, camina, lento, se mueve.
Piensas en el pasado de playas sucias.
Dónde estás muchacha. Dónde tu puerta sin postigo.
El tren avanza y la niebla entra por las ventanillas,
invade vagones, borronea el pasado.
Hay olor de tinta derramada y azufre y estancamiento y sopor.
El Itsmo se inclina hacia la prima de manos tiernas.
Atraviesas un puente.
El tren se detuvo y puedes bajar.
No quieres volver.
Cuándo vienes, avercuándo.
Vimos a tu novia con otro hombre.
Pides otra cerveza. La bebes. Arrojas la botella..
Te embriagas en la playa, frente al mar oscurecido de aceite.
Tienes los zapatos embadurnados de vómito,
revoloteando las alas del coraje,
no tienes ganas de llorar, sientes odio.
Tu novia se acuesta con otro hombre, lees.
Y te vas más al sur,
el norte te ha vedado sus parcelas.
La marea vuelca en la arena una botella
como vestigio del naufragio de un buque sagrado.
La niebla invade tu memoria, las vías que no encuentras.
Hay vagones vacíos, sin olores, sin pasajeros.
Pisoteas fotografías de vivos y muertos.
Cuándo vienes, avercuándo.
 Mataron a tu recuerdo hijo, lo han matado, lees, crees leer.
Hay puertas azotándose, ventanas atrancadas,
pesadas cortinas, vecinos indiferentes.
La vegetación exhala rumor de animales,
llueve desde hace mucho.
Han crecido los ríos, se inundan cruceros,
vetas la nostalgia bajo el cielo denso.
Hay puentes resquebrajados.
Ya no miras hacia el norte.
En el sur hay niebla, cae agua de siempre
y niegas que la lluvia tenga relación con el llanto y la tristeza.
Los trenes se fueron.
Caminarás por el sur.
No hay tren.
Nunca encontraste el camino de regreso.




IV. Hay un pasillo de donde no has de salir

Tú vas por ahí, mirando las calles
de la ciudad en que naciste,
ascendiendo al sueño de tener un terreno
y levantar una casa.
Vas contando el aguinaldo del año próximo,
vas con el coraje de carecer de empleo.
Desde el camión donde la radio invade
con música de aquellos días,
cuando tus padres aún no envejecían
en la miseria.
Y viajar era una promesa muy hermosa
que te hizo la esperanza.
Pero nadie más escuchó la voz, nadie
fue testigo de lo que el mañana
susurró a tu oído, y tus días fueron
the long and winding road.

Tú vas por la ciudad a la que abarcas
desde el ombligo, siguiendo el olor
de panaderías que nunca encuentras.
Mirando encender las luces, apagar calles,
y lloras el llanto acumulado
porque las risas esporádicas,
el engaño de los amaneceres,
la lluvia en las tardes
y la imagen del mar,
fueron la manera que arribar te hizo
al pasillo del que no podrías salir.

Tú vas contando los pasos
en las calles de tierra.
Ebrio en ocasiones,
ebrio desde el nacimiento.





Notabas, en algunos rumbos de la ciudad

Notabas, en algunos rumbos de la ciudad,
pálidos rostros. Veías,
en algunos barrios, gente deprisa,
aterrada ante el vértigo del calendario.
También, fijándote con cuidado,
adivinabas continentales intentos
de rebelión. Aunque no supieras
a qué se rebelaban. Eran los días
que alguien llamó felices,
pero nadie sonreía mucho.
No hubo testigos, todos participaron.
La felicidad era una cuerda floja
sobre una ciudad en llamas.
Fueron las horas en que los ríos
se desbordaron
y cada quien buscó su madero.





VII. Poema de lo Perdido

Suena, al poniente, el río,
se levantan los animales somnolientos de la nostalgia.
Es la ciudad que reconoces por sus estatuas cubiertas,
por la mirada penumbrosa que te acerca a los vivos,
por lo que apenas recuerdas de tus muertos.
Es la ciudad que pierdes calle a calle, portón a ventana,
         cornisa y a sótano.
La ciudad que pierdes hasta la última piedra.
Las bibliotecas que pierdes,
las guitarras.
Las bailarinas que resurgen del salón al mundo
         con sus brevísimos pies dejando estelas.
Que pierdes también los bares.
Que aún alcohol pierdes en oscuros estantes.
Que el árbol, el pájaro y el nido pierdes.
Con el sueldo pierdes las manos.
Extravías la luz al comprar una lámpara.
Pierdes del túnel cuando le rehuyes,
del crimen al no cometerlo,
del venturoso duelo un hermano.
En los muros que levantas la libertad pierdes,
al techar tu casa pierdes el cielo.
El alba, la mar, el viento, los pierdes hace mucho.
Pierdes el tiempo al consultar relojes.
Del río el agua, del río sonido
        te queda en las caracolas tiernas del oído.
Pierdes una desgarradura al escribir, una obsesión,
         un oscuro derramar sangre.
Pierdes el rumbo al consultar los mapas.
Pierdes el sueño, topas en la esquina
            con una pesadilla de filosos colmillos.
Caminas basureros y manchas tu zapato
            con los perros muertos de la espera.
Al abrigarte pierdes el invierno,
su fiesta de árboles ateridos,
sus reuniones de hielo en el alma.
Al callar pierdes la palabra, al hablar pierdes
                                el silencio.
Vas al río y ahuyentas las bestias.
En alguna calle perdiste una mentira y tu boca.
El corazón en las cuevas del odio,
el pecho en los bañales del escarnio.
Tus dientes al devorar la fruta.
Pierdes la construcción de templos,
la formación de páginas,
la pasión del libro.
Pierdes la locura.
Pierdes las montañas al escalar,
el abismo al arrojarte.
En hundido barco tus navegaciones,
tus brújulas, tus notas, tu diario nunca escrito,
te pierdes a tí mismo al cerrar la puerta.
Desde el fondo de tu vida hay un niño con
asustados ojos.



IX. Poema de las Aves y los Años

He derramado tinta dos veces en veintinueve años
Mi vida es una mancha larga de lodo en los barrios de la ciudad
y mi sombra pasa inadvertida en mercados, bares y campos de futbol.
De alguna manera me he perdido entre vías que conducen a pueblos oscuros,
en estaciones solas, en estadios reventados, en la casa cerrada.
Dos veces quise hablar, quedo, con el mundo,
Dos veces fracasadas.
Aterido en el invierno de un país de nieve derretida.
Tiritando en carreteras, donde alguien me llevé, con engaño
y mucho después de haber encontrado la última señal
        que indicaba sinuoso camino sin música,
        que decía venir derrumbes.
Las parcelas de enero están amenazadas por la maleza
de la nueva década desierta ya sin aviso previo,
mientras la ciudad crece desmesurada
        con suburbios de escarnio,
hacia el oriente menos pensado, hacia el norte
        con brumosa pestilencia,
hacia el poniente del hambre, de trabajadoras
          en la maquila inaugural.
Dos veces la tinta escapó sin forma alguna de mis dedos.
Veintinueve vagones atestados
                                o vacíos
estremecen la vía que me lleva a la muerte.
He creído en medio de la noche escribir
        claros poemas en el viento,
y los he platicado a algún amigo lentamente
        pero sin mucha convicción.
pero observo ahora que todos, por causas muy cercanas,
                llevamos un llanto en silencio,
agua que escurre en el fondo de una gruta.
Con simpleza guardamos entre libros la nostalgia. 
Observo también que mi verso tuvo sus relojes averiados,
         que llegó tarde, que llegó sin aliento,
que no arribó a la función de circos desolados.
Que mi verso era un amanecer en patios cagados por gallinas,
una noria en medio del terreno de mi alma, del terreno de mi pecho;
cielo que cruzaron las aves oscuras.
Que mi verso estuvo junto a mi padre en la ebriedad de su juventud,
acompañó a mi madre en su embarazo primero
y a mis hermanos en la muerte.

Dos manchas en el cielo de veintinueve estrellas,
garabatos que supera apenas el amor que le tuve a la gente,
        y la gente correspondió con desdén,
con esa indiferencia que sólo los animales no pueden fingir,
        que sólo las bestias les duele disimular.
Me han acompañado en la memoria de terrosos vientos
       pequeños ladridos de pelo más bien corriente.
Mi verso ya estaba escrito, no fue mi mano, no,
        no mi brazo torpe al fin.
Mi verso viene sonando largo de mucho tiempo,
        y  ocupa, debe de escribirse,
a veces una cama rápida, junto a cierta mujer.
Le debo mucho a cualquier mujer, y al compartir mis días
       con una de ellas
se que estoy, amándolas a todas.
Mi verso tiene tánto y nada de una mujer
que de ella el pelo resbala hasta mis hombros
         y un beso cae;
lentísimo alud de nieve que arde.
Los labios de mi verso han probado lo dulce 
         de una tarde resplandeciente de senos breves,
han saboreado lo amargo de una noche con aguacero
         en la fugaz despedida
y han acabado repitiendo, sí, las palabras
        dichas por última vez.
He pensado cualquier mañana haber escrito
        un poema claro durante el sueño.

Dos veces la tinta manchó el rumbo.
Veintinueve barcas han desatado sus amarras
y han carenado lenta, agónicamente, en mi piel.
Sin embargo los días son tan desiguales,
            tan sin balanza;
mientras una joven es depositada en s tumba,
hay fiestas remotas, pueblos desechos, reuniones banales,
            templos sin luz tras la caída de hombres,
oraciones apagadas, capitales perdidas
        por los más encarnizados golpes de la ignominia.
Mi verso espera el camión en la esquina,
atraviesa una plaza sola
y se alegra en el oído de una muchacha triste.
Mi verso apenas se recuerda a sí mismo,
tiene un solo lector moribundo (escribiéndolo)
y pisando en el comedor las migajas de la muerte.

Mi verso está aliado a la profundidad de una noria,
            al viento que llega del huasteco,
a los vestigios de un río, a una adolescente,
            a la casa enorme de los abuelos,
a la tristeza que todos supimos ocultar
            tras el papel de oro de la esperanza.

Mi verso no tuvo alas, no precisé del mar,
            careció de historia verdadera,
mi verso, entiendo, está destinado a ir por ahí
            deambula triste pero sin llorar,
quiere aparecerse en el espejo de la música,
y en los cerros elabora travesías íntimas.
Dos veces mi mano derramó la tinta
            mientras alguien dictaba triviales sombras.
Veintinueve atentas, y voraces, aves en las ramas
            altas del árbol de mi pecho,
picoteando mi corazón, destrozándolo.-




» Noción de la noche



como el perro que aúlla a la muerte, con las ingles ensangrentadas.
Albert Camus


El airecillo del ruidoso abanico.
La radio viciada donde se percibe el rumor del invierno.
Aquellos días tienen su propia minuciosidad.
En la mañana que es un tren amarillo del que desciendes,
inicio los actos que se adivinan
en quien escribirá una lenta carta.
No guarda la memoria qué perseguía en tu ciudad,
pero te vi, de lo demás no me acuerdo.
Había una leve rotura en nuestra mirada.
Por ese día pasó un niño con una canasta
donde llevaba los últimos frutos de aquel verano.
Te busqué en otros distritos; la avenida a tu trabajo,
la acera a tu casa.
O por los callejones que conducen a tu sueño.
Después del invierno de golpes helados,
del febrero y marzo que enturbian al cielo
y dejan mi nostalgia derribada
te veo con tu overol, tus zapatillas rojas,
tu pelo atado, o suelto, creo
trepando conmigo al tren
del que bajaríamos con una tristeza oculta.
Algo comenzaba a extraviarse.
Pero eso fue mucho antes que rentáramos aquel cuarto.
Antes que llevara el abanico
y los de fuera vieran una frazada vieja
tras el escarapelado rectángulo de la ventana.
Cerca de la puerta a veces había un perro

que no nos ladraba y cuyo nombre no supimos.
Para entonces ya sabíamos extraviadas las cartas fuertes.
Nos creíamos distintos
y estuvimos desnudos engañando a otros.
Nuestro corazón aún lucía orgullo.
Más allá de los cristales,
en el mundo al que volveríamos,
un adolescente pasó con una cubeta
donde escapaban las primeras flores.
Cada noche regresábamos a recuperar lo extraviado.
Lo nuestro era una calle pedregosa.
Un callejón de donde resurgíamos envueltos en bruma.
Había una rotura en nuestro camino.
Luego convenimos ya no vernos.
Tu voz con tono suave y ausente a un tiempo.
Esa vez algo me buscaba en el bolsillo, algo.
Era difícil abandonar aquella oscura calle.
Lo dijiste sujetándote el pelo, o soltándolo, creo,
y apenas te reflejabas en el espejo oscurecido.
Después de anudar la cinta,
de asegurar el último botón de la tarde,
traje de una silla tu collar,
tus aretes, los anillos pequeños,
lo demás,
y los arrojé a tus manos
como boletos de regreso en el tren de un amarillo manchado.
Nos desangramos en esa oscura calle,
y más nos íbamos a desangrar,
porque la palabra hijo iba a ser pronunciada.
Era un pegajoso sentir de incomodidad
como el designio de romper una fotografía sagrada.
Es cierto que los muertos caen a sus fosas
y los otros a dónde.
¿O sabe alguien a dónde?

Es más poderoso que rasgar todas las fotografías
donde están serios mis muertos.
Más allá de nosotros, un anciano pasó con su sombra,
buscando ocultar el pasado.
La noche entera un perro nos ladró
desde la puerta de aquel cuarto sombrío.
El horizonte de aquel amanecer,
si aquel amanecer tuvo horizonte,
era una gigantesca fábrica de fuego.
La última vez que nos miramos
de nuestros corazones quedaban los escombros.
Hay tren detenido donde una sombra asciende.
Esta tarde arrojas una arrugada carta desde tu ventanilla.
Veo una grave rotura en lo que llamábamos nostalgia.
En la radio se perciben ruidos de otro invierno,
son páginas que dispersa
el airecillo del ruidoso abanico.





Ventana de postigo roto

Colándose entre los barrotes se introducen voces.
Una ventisca de sitios distantes
hace temblar las cortinas que oscurecen la memoria
como una ráfaga de sueños que partieron armados
y ahora vuelven sin victoria
pero aún luciendo banderas en las que ya no creo.
El aire enrarecido, el que no movió árboles,
entra quitándose los zapatos
a este santuario que aniquila posibilidades de fuga.
Por el marco entran los retazos de luz
que dudan su paso a los rincones, ese cementerio
donde no se permiten epitafios.
Una tormenta que ya no es,
pero cuyos vestigios aún perduran,
ensombreció los mapas.
Y después la noche, ese gato,
se acomodó a respirar la soledad.
Y luego la madrugada, ese animal indefinido,
busca refugio o mendrugo de hoguera que apagó el invierno.
Entre los barrotes caben voces como aves sombrías.
Dudan que alguien dentro sea; pero estoy.
Recojo evidencia de cristales rotos
y guardo la piedra donde la encuentren jamás.
Me vio nadie romper lo sagrado.
Descuadrar pliegos, arrojar botellas,
astillar la mesa, arrancar
fotografías que me alucinaron desde los muros.
Nadie asomó cuando las volví a su sitio.
Por las hojas que el viento trajo
sentí cuándo el otoño.
Por las hojas que el viento ya no trajo
sentí que afuera pasó el tiempo.
En el techo hay nidos deshabitados.
Pero una vez el amor dejó rastros,
huellas de haber escapado
como los adolescentes en las tardes.
No escuché los adioses que iban en carretas
como la caravana que abandona al pueblo.
Entonces me vi en el abismo de esta ventana.
Con un calendario en desorden
donde no aparece la fecha de mi muerte.
Quedará una batalla aún.
La devastación no es la derrota;
es un aliento de volver adonde los años.
Pero en este santuario sin puerta, sin aves
o voces o renovadas tormentas,
hay solo el marco hacia un piélago
que antes no lo era
y donde está hundiéndose el último barco.





Testimonios del tránsfuga


reunida para incomunicar o guardar
su primera noche en la muerte.
                                               Jorge Luis Borges



Hacia la orilla opuesta de tu funeral,
evadiendo aquella hora o incendio
como bordear el último abismo
me fui en tren vacío de vacíos vagones
Atravesé hondas estaciones francas
cuyo tumulto enmudeció ya en la memoria.
Solo y lejos me veo descender, solo.
En un pueblo solo, en un día solo.
Ciertamente aquel oscuro presagio
me arrojó a establecer una lejanía.
Oscuramente aquella cierta lejanía
me estableció un arrojado presagio.
Urdió seguirme tu vigilia trashumante,
noche a la que pude jamás hallar el alba.
Vacié la puerta; oficiaban tus heraldos.
Me sentí prófugo de tus parajes insondables.
Es un puñal en duelo sin puñales,
una batalla de donde nadie resurge ileso.
Una señal, una remota señal que nos convoca
y a donde vamos de alguna forma desangrándonos.
Nunca llegué del sur, me dicen
oscurecía en el cementerio.
Nunca llegaré al norte, extraviado
en vías que de tu corazón no vienen.
Detenido al borde de un jardín profundo
donde alguien arrancó las flores
y tronchó de los relojes tiempo
y pregunté aún por tu camino.
Y trepo vacío a un tren insomne y lento,
atravieso ruinas y escombros de estaciones
buscando el alba en la grave noche
hacia la orilla opuesta de tu funeral.

A Verónica Adriana






Los acosos de Lemures

Que un pueblo abandonado en el siglo de polvo,
al cual no pensó regresar mi hermano.
Ahí donde huellas eran de cristales
y monedas arrojadas en juego infinito
porque sus pies atravesaron patios
y se perdieron hasta encontrar la tumba.
Que ese pueblo del norte al que ávido volvió porque ahí enero lo miró nacer.
Regresó al terreno, al calendario que marca las noches con claves horales
como una cruz trazada por el dedo del abuelo igual que fijar el sitio donde ahondaría una noria.
Que los ruidos son un subterfugio de cosas arrastradas
o lamentos sugeridos
desde que lo despertó el llanto de una mujer
a media noche
y aún saltan en su sueño los gatos que estranguló;
no entiendo aún las oscuras razones.
Felinos rasguñan mi ventana y los escucho desde esta mesa.
Que mi hermano fue a su tumba solo,
perramente solo.
Despeñó desde la puerta,
esa hoja que divide al mundo
y acabó por cruzar su propia vía
en un lugar solitario y oscuro.
Ahí se desangró esperando el minuto que rueda
como un vagón unánime y eterno.

Y el templo de aquella noche fue corrompido.
Que en un brindis levanto la botella polvosa
como el sentimiento nunca usado antes de la noticia.
Porque lo quiero y lo desprecio
y vine para arrancar la flor que brota
sobre su tumba desconocida.
Escucho —o creo escuchar— la voz de mi hermano, sus nudillos que tocan mi ventana
para luego marcharse con todos los animales de la noche.
Que este trago y el siguiente son una cadena
y no la puedo romper jamás.
Herencia que recibí, vorágine que me azota
como huracán sobre el pueblo
despojando vestigios de grandeza.
Porque la podre me seduce en esta página,
me sube del mundo
como savia a las hierbas amargas
o cae de mí al suelo
como un tubo que va goteando lodo.
Este tabaco de humareda solitaria,
una mediada botella, algún resentimiento,
el pueblo abandonado
en el siglo de polvo.

                                                                       A Manuel Héctor







Esta noche de ausentes

Hay tantas cosas que no oso
deciros tantas cosas que no me
dejaríais decir tened piedad de mi.
Guillaume Apollinaire

Ladran los perros en algún barrio de la ciudad.
Esta noche no podemos dormir,
la casa no duerme, el patio no.
Hay imágenes en el periódico que alucinan;
entre las vías puñalearon a mi hermano.
Pero yo no lo veo así, lo veo entonces
cuando papá nos mandaba temprano
a la pila pública de la esquina.
Otras veces nos dijo que caváramos
y luego nos hizo tapar aquel inmenso espacio.
Yo me distraía, seguiría cavando aún,
cavando, cavando, cavando;
lo puñalearon entre los vagones.
En esta insomne noche lo pienso.

Ladran los perros en alguna calle del barrio.
Llegó la época en que fue a la secundaria.
En esos días se fugó de casa.
Papá no lo buscó, pero lo vemos,
porque decían verlo, trashumante.
Que después de robar corría por los ríos;
sobre unánime durmiente lo puñalearon.
De qué huye, prófugo de sí mismo.
Qué sombra no pudo apartar.
Sus noches y días fueron toda una noche sin día.
Lo veo jadeante y con gotas de sudor en la nariz.
Riendo fuerte, como burlándose.
De mí nunca se burló, o no me acuerdo
cavando, cavando, cavando.
Un día vino y nos contó, feliz, que trabajaba.
Nos trajo algo.
Ahora nos trae el insomnio;
entre abandonados trenes lo puñalearon.
Hoy nos trae de la muerte lo que un muerto puede traer.
Está solo porque lo mataron
y está más solo aún porque lo mataron solo.
Siento a papá fuera, mirando nubes que pasan.
Ladran los perros en algún lugar del patio.
La noche está fresca, es una noche
que tuvo su tarde de agua.
Después vinieron también unos señores altos, altos.
Supe que eran policías.
Papá sigue fuera, sentado, mirando nubes rezagadas.
Pero no era mi hermano, no lo era.
Era más bien mi mediohermano.
Los pasos de su madre fueron a la tumba,
y él fue adonde su madre.
Un agosto lo encontré en. Tampico.
Me acuerdo que tomamos cerveza.
Hasta creo que caminamos por la playa;
entre herrumbrosas máquinas lo puñalearon.
Aún veo naufragio en sus ojos
como una luz desconsolada que llega de un barco en la noche.
Siento su hálito de lejanía
como solitario foco de tren que de la oscuridad resurge.
Siento a papá, enterrado en algún lugar
de donde mira astros que nunca habían mirado.
La madrugada está fría; es una madrugada
que tuvo su noche de ausentes.
Ladran y aúllan los perros
en la penumbra de mi corazón.










3 comentarios:

  1. Hola Fernando, muchas gracias por hacer vivir las letras de mi padre en tu portal.
    Te mando un fuerte abrazo.
    Juan Ángel

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  2. Hola Fernando, muchas gracias por hacer vivir las letras de mi padre en tu portal.
    Te mando un fuerte abrazo.
    Juan Ángel

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  3. un fuerte abrazo hasta México de vuelta, Juan Ángel

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