miércoles, 12 de marzo de 2014

VICENTE BARBIERI [11.204]


Vicente Barbieri

Vicente Barbieri fue un poeta argentino nacido el 31 de agosto de 1903 y fallecido el 10 de septiembre de 1956. Nacido en la ciudad de Alberti. Fue parte de la Generación de los 40, y es conocido por varias colecciones de poesía como El bailarín (1953), y otras. En los años 1955 y 1956 fue director de la revista El Hogar y presidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). Murió a la edad de 53 años de tuberculosis y fue galardonado póstumamente con el Premio Nacional de Poesía.

Vicente Mauricio Barbieri nació el 31 de agosto de 1903, en el Cuartel Séptimo del Partido de Alberti, en un paraje campesino entre las localidades de Villa María y Coronel Mom.
Su madre, Blanca Marino, murió a los 13 días del nacimiento de Barbieri. Con tan solo once meses de vida, su padre lo llevó a la casa de doña Francisca Clemente, propietaria de una estanzuela conocida como “La Azotea”.1 Allí se crío y permaneció hasta los 16 años de edad, cuando la familia Clemente vendió aquellas tierras y tuvo que mudarse a Buenos Aires.
Poco se sabe de la estancia de Barbieri en Buenos Aires. Se tienen noticias de él hacia 1924, año en el que termina la conscripción en el Acantonamiento de Campo de Mayo.
En su cuaderno de memorias, titulado por él "El aldabón gris", Vicente Mauricio anota:

“…después de salir de la conscripción, encontrándome sin qué hacer y con veintiún años a mi disposición, se me ocurrió ‘largarme a rodar tierra’, y así recorrí todo el territorio de La Pampa y provincia de Buenos Aires. He dormido a campo raso, más allá de `punta de rieles’, en medio de los bosques de Caleufú, con toda la noche alrededor y un alto cielo de estrellas sobre mi cabeza…”

Más adelante dice:

“Trabajé en todo lo que se presentaba: peón de cuadrilla, tipógrafo, cargador de bolsas, periodista y… maestro rural.”

En 1930 regresa a Alberti y dirige el periódico Nueva Era, tribuna desde la cual defiende la causa de la Revolución del 6 de septiembre, encabezada por el General José Félix Uriburu. Dice Barbieri:

“Ese periódico lo único que me brindó fue hambre, persecución y pérdida de tiempo (…). Tuve que largar todo y huir de Alberti (allí fue donde fundé y fundí mi periódico, que apareció hasta el 31 de diciembre de 1932).”

Tras su marcha de Alberti, y durante todo el siguiente año, es redactor del periódico La Razón de Chivilcoy. Ese mismo año, escribe el cuento Vagos, que envía al suplemento literario de Crítica que dirigían Jorge Luis Borges y Ulyses Petit de Murat. El cuento se publica en seguida y Barbieri cobra sus primeros pesos por algo literario.

En 1934 se instala en Buenos Aires y comienza su vida literaria bohemia. Nos cuenta de esa época:

“Como decía, mis ropas y mis zapatos se iban en banda. A veces, una colaboración de la hoy extinguida Revista Aconcagua me levantaba por unos días. Una vez estaba en la última. Era un jueves. Acababa de ponerse en venta un número de la gloriosa revista Caras y Caretas; desganado y medio rengueando por los zapatos rotos, me arrimé a un kiosco para revisar ‘de ojito’ la revista, que no podía comprar. ¡Casi me caigo de emoción cuando vi mi colaboración publicada en la primera página, en color e ilustrada por Álvarez! Me fui corriendo –es decir, rengueando para que no se me desprendiera toda la suela- y doblé por la esquina de Avenida y Chacabuco. En el número 131 estaba la redacción y administración de Caras y Caretas. Allí me pagaron en seguida cuarenta pesos. ¡Cuarenta pesos, así de golpe! Volví por Chacabuco hasta Avenida, me metí en la primera zapatería que encontré (los zapatos era lo más urgente).”

A finales del año 1936, el diputado provincial Juan Carlos Cánepa, ofrece a Barbieri un empleo –que este acepta gustoso- en la Oficina de Prensa e Información de la Gobernación, en la ciudad de La Plata.

“Aquella quieta ciudad, el alejamiento, la tranquilidad –por un tiempo- de tener comida todos los días y una cama segura, ¡por Dios que me hacía mucha falta!”

1937 y 1938 fueron años de calma para mí: leer, pensar, dudar, dormir… Repasé a los clásicos, pensé mucho en Dios, en mi infancia, que fue tan piadosa allá en ‘La Azotea’, y me parecía volver poco a poco a una claridad de la que nunca debí alejarme.”

En 1939 publica Fábula del Corazón, su primer libro de poemas, dando comienzo a una nueva etapa en su vida. La crítica es muy generosa con su primer libro, y eso lo incentiva a continuar escribiendo.

“La década que va desde 1941 hasta 1950 inclusive fue auspiciosa, dramática y decisiva para la vida y la obra de Vicente Barbieri. Durante ese período contrajo matrimonio, adquirió la enfermedad largamente incubada, que al fin terminaría por tronchar su vida, y realizó, en las condiciones materiales más precarias y en las espirituales más ricas de exltación y plenitud creadora, mucho de lo mejor, más denso, depurado y representativo de su obra literaria en verso y prosa.”

El 18 de abril de 1942 se casa con Irma Ester Nóbile. Pocos meses después enferma y se traslada a Córdoba con su mujer. Padecía una lesión tuberculosa en el pulmón izquierdo, lo que lo obligaba a someterse a sucesivas intervenciones quirúrgicas. En 1944 termina de escribir –aún viviendo en Córdoba- El Río Distante, su primer y más perfecta obra en prosa.

“A la Provincia de Buenos Aires / Albergue de infancias / Comarca de recuerdos / Zona de presente / y Oeste de futuros.” (Dedicatoria del autor).

Ese mismo año regresan a Buenos Aires, donde Barbieri es operado nuevamente; su salud empeora día a día. Sin embargo el período que va desde 1945 hasta la fecha de su desaparición en 1956, es para Barbieri una época de grandes logros en el terreno literario. Publicado en esta ciudad, "El Río Distante" fue seleccionado Libro del Mes y faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores. Asimismo aumentan considerablemente sus colaboraciones en publicaciones de toda índole, tanto en el ámbito nacional como internacional. En relación a la “fama” de Barbieri, Horacio Armani dice:

Hace años, Vicente Barbieri concentraba el elogio unánime de la crítica. Pocas veces un poeta centralizó el monopolio de las citas y el reconocimiento como él. No había crítico, ni tertulia, ni página literaria que no lo citara, reporteara o calificara como excepcional…”

En 1951 publica Desenlace de Endimión, laureado con el Premio Sarmiento de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), otorgado a la mejor obra en prosa publicada en ese año. El jurado estuvo integrado, entre otros, por: Enrique Banchs, Adolfo Bioy Casares y Manuel Mujica Lainez).

En 1953 publica El Bailarín (Primer Premio Nacional de Poesía, otorgado recién en 1957). En 1954' escribe El Intruso, obra publicada en 1958, luego del fallecimiento del poeta Albertino. En ese año se publica El libro de las mil cosas, con selección y prólogo de Vicente Barbieri.

El 29 de agosto de 1955 es elegido Presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, cargo que desempeña hasta su muerte. El lunes 10 de septiembre de 1956, muere en su departamento de Avenida del Libertador número 540, de la Capital Federal. Sus restos son velados en la Sociedad Argentina de Escritores y el sepelio se efectúa en el Cementerio de la Chacarita. El 3 de octubre de ese mismo año se estrena Facundo en la Ciudadela en el Teatro Nacional Cervantes, pieza dramática en un prólogo y tres partes, escrita por Barbieri.
El 10 de septiembre de 1961, al cumplirse el quinto aniversario de su fallecimiento, sus restos fueron depositados en el Cementerio de Alberti. Su tumba, con verdadera justicia, fue orientada para que su cabeza mirara hacia el Río Salado (Buenos Aires). En la lápida colocada sobre su tumba están grabados los versos iniciales de La Balada del Río Salado:

“Era en la infancia, en juncos y rocíos / cuando lo vi pasar, arrodillado.”

Obras

Fábula del corazón (1939) (poesía)
Nacarid Glynor María (1939) (poesía)
Árbol total (1940) (poesía)
El bosque persuasivo (1941) (poesía)
Corazón del Oeste (1941) (poesía)
La columna y el viento (1942) (poesía)
Número impar (1943) (poesía)
El río distante (Relatos de una infancia) (1945) (prosa)
Cabeza yacente (1945) (poesía)
Cuerpo Austral (1945) (poesía)
Anillo de sal (1946) (poesía)
Dos veces el mismo rostro (1951) (prosa)
El bailarín (1953) (poesía)
Facundo en la ciudadela (1956) (teatro)
El intruso (1958) (prosa)
Obra poética (1961) (publicada póstumamente, poemas, con prólogo de Carlos Mastronardi y epílogo de Juan Carlos Ghiano)
Prosas dispersas (1970) (textos inéditos)





Rincón de la eternidad

Conozco en Buenos Aires una plaza
de suelo natural,oscurecido,
en un barrio que cae hacia el ocaso.

Dejando atrás los altos miradores,
en los que atisba la ciudad del humo,
se llega -sin edad- a unos lugares
donde demora el ser.

Allí,la plaza con un solo banco

al pie de un árbol único y perenne,
anterior a un diluvio americano.

Todas las calles caen a esta plaza
desvaneciendo paulatinamente,
aun bajo un sol de mayo o de febrero.

Un hombre solo llega  hasta ese banco,
solo y sabio en el aire apenas vivo,
y hombre y aire detiénense,pensando
acaso un solitario pensamiento.

Porque aquí la unidad es aquel árbol,
es un banco,es un hombre,es ese viento
que un día se detuvo distraído
y fundó su rincón de eternidades.

A veces posa el hombre la mirada
en las ramas del árbol, esperando
que alce su canto un ave misteriosa.

Y a ciertas horas,con la antigua pompa
ya un poco triste y repetida acaso,
suele llegar el grave mensajero
del fatigoso viaje.
                             Yo lo he visto
y he cerrado los ojos : de sus sienes
caía el mortecino atardecer,
y de sus manos blancas,tanta nieve
como para cubrir veinte ciudades.

Porque en la soledad ocurren cosas
y cantan aves y se ven países.

El aire apenas voluntad incierta,
arrastra alguna idea,alguna hoja
que rueda desde el árbol.
                                        Yo contemplo
al hombre de la plaza,
el alejado que la ciudad ignora.

Las ciudades no saben - están lejos -
que una plaza como ésta es el exilio
donde el tiempo reúne tres instantes:


               un hombre,
               un banco,
               un árbol.

Yo quería que ese hombre me dijese
cuál es la causa,cuál el purgatorio
que deslinda ese mundo con un árbol
y un banco y una plaza.

Pero el hombre es un hombre silencioso,
semejante al lugar donde las cosas
se hicieron una vez y ya no cambian.

Baja una mano y toca esas raíces
lentas como sus venas,como el aire
de sus encanecidas reflexiones.

¿Qué signos taciturnos demoraron
este lugar del éxodo?
Sí: transitan personas de ambos mundos
en lejandos pasajes y avenidas,
con sus trajes diversos.
                                     La distancia
tiene ciudades, ruido, ceremonias.
Aquí no cuenta esa verdad, y el hombre
sabe apenas quién es el que destruye.

En la ciudad se tienen referencias,
vagas noticias de una plaza oculta,
que es como un valle donde cada tarde
detiene el sol un hombre pensativo.

Está en un límite de quietas sombras,
rumbo al ocaso : es fácil encontrarla,
yendo hacia el fin.
hay que buscarla siempre
cuando el silencio empieza,entre esas horas
de eternidad que tiene Buenos Aires.

de Tareas tristes y otros poemas- Antología,Centro Editor de América Latina. Buenos Aires.1967







La balada del Río Salado
Fragmento

Nace en provincia verde y espinosa.
L. J. de Tejeda y Guzmán

1

Era en la infancia, en juncos y rocío,
cuando lo vi pasar, arrodillado.
Mojaba soles y castillos fríos
en relatos de tiempo lloviznado.
¡Ay!, ya sé que mi jugo enamorado
fue de tiempo mejor, tiempo de ríos.

Y su sabor, amor de vieja andanza,
doliendo sigue en tiempo transferido.
En hierro antiguo y pesadumbre avanza
por un correr callado y dolorido
en grises campos y poniente ardido,
con mi ribera y puente de esperanza.

¡Qué poniente mejor, qué resignados
sus sauces de oración, líquida pena,
sus cirios, en la noche, con ahogados,
su fábula y pasión sobre la arena,
y su estrella magnífica y serena
sobre luces de peces acerados!

Yo miraba sus cosas, sus trigales,
sus doloridas amapolas, vivas,
y sus aguas verdosas y carnales,
briznas y mariposas fugitivas,
insectos musicales, siemprevivas,
espumas de verdor, y pedernales.

Y sobre todo, el mundo sumergido
con quién sabe qué penas y qué encanto.
Continente de paz, reino dormido,
en rocas y nardos y amarantos.
Y más allá, los piélagos de encanto
con los negros navíos y el olvido.

Su mundo sumergido. ¿Quién sabía
de ese mundo plural innominado?
Su mundo sumergido. Yo caía
en su profundo cielo suspirado
y el bosque de coral, y el sepultado
Capitán Nemo con su estrella fría.
...




2
...

Yo miraba sus cosas, sumergido
en su líquida lumbre, y despertaba
sauce paciente, afán desconocido.
Galope de la tarde resonaba
junto a mi estar de río, y escuchaba
interrogar de corazón caído.

Los cinco tallos de la mano moja
con agua de piedad y hierbabuena,
y en el gris litoral que lo deshoja
su conflicto nacía y su azucena.
Yo oí su voz, su fin, sierpe de arena,
y era mi voz, mi sierpe, y mi congoja.

¡Qué de voces nocturnas, qué soñadas
luciérnagas de paz y miel fragante!
y el lenguaje pluvial en renovadas
narraciones de espuma y pez amante.
Cristalino perdón, zumo constante,
y ninfas de coral maravilladas.

Qué interrogar de noches y de días,
de hechizadas lagunas y sembrados.
Qué de multiplicadas fechas frías
con muertes y cumpleaños olvidados.
Qué sabores, en fin, desazonados
en amapolas y melancolías.
...




3

Ya medía mis sueños más flamantes
con los brazos abiertos, iniciales,
y oían mis entrañas anhelantes
las escondidas voces vegetales.
Por cauce azul y en aguas minerales
iban viejos maderos navegantes.

Ya nacía mi voz voluntariosa
empinada en su sueño y su premura
con su aviso y su flecha misteriosa,
su temida pasión honda y oscura.
Adolescencia en cruz y arboladura,
nave gimiente y viento de la rosa.

Y aprendí a dibujar nombres y cosas
recónditas, pequeñas, perdurables,
con tallos, con espigas venturosas,
con arbustos, con piedras inmutables,
con sonoras estrellas intocables,
grillos constantes, breves mariposas.
...




4

Ah, qué dormida luz y qué patente
y universal tristeza de colores.
Qué afanoso no ser –dura simiente–
en agrias epidermis, en sabores,
en alargadas sombras, en temores
de tarde gris y sol convaleciente.
...

Era en la soledad, en llanto era,
con su sano prodigio y su consuelo.
Yo estaba allí, sin fin en su ribera,
creciendo en tallo, en luz, en gris, en hielo,
con pasado imperial y antiguo cielo
y un prestigio de vieja enredadera.

...

Yo vi sus esmeraldas, sus ardientes
piedras mágicas, piedras de quebranto,
y recogí en mis manos las dolientes
aguas de majestad que duelen tanto,
perfumadas, angélicas, en canto,
hidrografía y sed de sus vertientes.




5

...

¡Ay!, qué sangre su sangre caudalosa,
la antigua sangre de su sal viajera.
Cuando yo digo río, en cada cosa
digo puñal y copla y sementera.
Digo arterias de lluvia y primavera,
su bautismo y su pesca milagrosa.
...

En el sueño corría, tierno y lento,
con rostro grave y calidad cristiana,
por un delta de acompasado viento,
y su pasión atlántica y serrana,
su altiva carabela capitana,
su indígena canción, y su lamento.

(Yo arrodillado estaba, y sin memoria
con mi pequeña eternidad dormida,
y mi arena liviana y transitoria
sus horas resignaba y su medida.
Yo digo río, y digo una transida
lluvia de soledad y desmemoria.)
...




6

...

Era en la infancia, soledad de pino,
río de mi perfil y voz mojada.
Azul en las arterias y en el vino,
su agrícola pasión –raíz salada–
crece en la pertinaz y alborozada
comarca de mi sangre. ¡Oh Cristalino!


Dormirá el hombre inadvertido y solo...

Fragmento

Dormirá el hombre inadvertido y solo
mientras arden estrellas y estaciones,
mientras laten los otros corazones,
mientras el viento va de polo a polo.

Sonarán en la tierra los festejos
en cosas de la vida y de la muerte,
mientras crece la luz y se divierte
en su disco pulido de reflejos.

Se alzarán sones –siempre se alzan sones
y voces de lavada medianía–
y su casa mortal será en el día
como un caer de grises aldabones.

Antes cantó la voz de las simientes
y el arco triunfador del agua pura,
y saboreó la sal de la locura
disuelta en el crujido de sus dientes.

Anduvo el hombre entre tormento y llanto,
creyó en el sol y vio los siete mares,
y nombraba los ríos ejemplares
con la pepita de oro de su canto.
...

Amó al árbol, que fue por su amargura
árbol de benemérita presencia.
Su ciencia elemental era la ciencia
que se anota en mitad de la Escritura.
...

Dormirá en esta invulnerable tierra
con el amor cerrándole los ojos.
Sólo –apenas– un golpe de cerrojos
le hablará de la paz y de la guerra.

Y él irá por un río sin apuro
olvidado de tiempo y de medida,
mientras aquí las formas de la vida
escribirán su nombre sobre un muro.

Meditará, ¡quién sabe!, otras verdades,
emprenderá tal vez otras misiones,
y cercará sus últimas prisiones
un anillo de sal de eternidades.

Pero su lámpara será de hierro
y una invisible mano cuidadosa
alentará su llama temblorosa
para que brille fiel en su destierro.




Noticias de una infancia


Vicente Barbieri (Alberti, Buenos Aires, 1903-Buenos Aires, Capital Federal,1956)
                                                       


                                         Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.
                                                         Jorge Guillén


1

Había aquel aljibe
profundo en algún patio
—un patio con aromos
y dulces hojas secas—.

Y había tantos árboles
y ocultos pieles  rojas,
y enfermedades y convalecencias.

2

Había tantos miedos
con noche y cabalgata,
y días con escuela
iguales y estirados.

Y había mucha gente,
niñas y vecindades,
y un perfume de tiza y geografía.

3

Había oscuros ríos
y amenazantes balsas
tripuladas por hoscos
personajes con rifles.

Y había alguna rama
batiendo en la ventana,
y  algún enmascarado perseguido.

4

Había aquel retrato
en su marco dorado,
y algún oscurecido
días de malas nuevas.

Y había un misterioso
personaje en los álamos,
y las conversaciones de una guerra.

5

Había los ausentes
amigos de la familia,
caminos polvorientos,
pueblos y diligencias.

Y había alguna tarde
de premio y elegancia,
y aquel viejo abanico en la repisa.

6

Había mariposas
en torno a una bujía,
y un largo corredor
y una pieza cerrada.

Y había gruesos libros
con adustos grabados,
y un terrible aldabón de mano negra.

7

Había una laguna
con garzas y con juncos,
y blancos “panaderos”
volando por el campo.

Y había una tapera
que tenía luz mala,
y largos temporales y cosechas.

8

Había los silencios
de las gentes mayores,
y algún sobre de luto
con la correspondencia.

Y había ropas suaves
y perfumes dolientes,
y un amplio y desgarrado ver el mundo.

9

Había mil cristales
y escarchas y rocíos,
y acaso un teru-teru
con una pata rota.

Y había los horneros
que huelgan los domingos,
y muchas margaritas y arroyuelos.

10

Había alguna niña
rubia, que sonreía
y el vecino cordial
con su perro y su pipa.

Y había el arco-iris
en la tarde mojada,
y un servicial caballo de ojos claros.

11

Había tantos sueños
con fugas y peligros,
los sueños con columpios
y puentes que se caen.

Y había sueños altos
con torres y arboledas,
y las raras ciudades de los sueños.

12

Había la aventura
de sables y turbantes,
con suaves paquidermos
y carabinas indias.
Y había alguna copla
de ron y abordaje,
y un plano de una isla del tesoro.

13

Había tardes muertas,
papeles y lloviznas,
y aquel pasar   la mano,
silbando, en las paredes.

Y había una escondida
inquietud primeriza
que llegaba en profundas espirales.

14

Había alguna casa
de una esquina en ochava,
y muy serias reuniones
con fiestas y aguinaldos.

Y había algún sombreado
parral con moscardones,
y los duraznos verdes en la siesta.

15

Había un viejo cofre
con libros y retratos,
y aquella fabulosa
venida de un cometa.

Y había un gobelino
con felices aldeas
y una pastora rubia en primer plano.

16

Había algún rincón
del mar, que amontonaba
gastadas lunas viejas
y trémulos ahogados.

Y había los chillones
trajes de los gitanos,
y los titiriteros ambulantes.

17

Había la canción
de  la niña y el piano:
—“No hay sitio bajo el cielo
más dulce que el hogar…”—

Y había cortinados
y un gran candelabro,
y acaso un no sé qué de cera triste.

18

Había un virginal
deseo que brotaba
entre cirios y estampas
y niñas heroínas.

Y había algún incienso
de rubias cabelleras,
y una falda celeste y un breviario.

19

Había —de improviso—
un trébol de cuatro hojas
que anunciaba seguros
sucesos agradables.

Y había la  alta fiebre
que luce y moviliza
los personajes de los tapizados.

20

Había la estirada
solemnidad de un acto,
y el caminar despacio
por espesas alfombras.

Y había exploradores
con cruces y armaduras,
y un doncel degollado junto a un  roble.

21 

Había algún terrible
viento que anda suelto
sacudiendo  persianas
y puertas mal cerradas.

Y había ese atisbar
de la noche en los patios,
y la noche sobre los cementerios.

22

Había las callejas
para andar en silencio,
y los frescos baldíos
con niños y guerrillas.

Y había una vecina
de grandes ojos negros,
y un patio con macetas de geranios.

23

Había las mañanas
de sol y campanarios,
y  sonando a lo lejos
el yunque y el martillo.

Y había algún secreto
de irse un día
en busca de aventuras estupendas.

24

Había una botella
con un barquito dentro,
y un globo de cristal
que contenía el mundo.

Y había una ventana
y en la ventana un niño
que miraba la lluvia,  ensimismado.

25

Había las películas
y el pianito del cine,
y un timbre que sonaba
para cada intervalo.

Y había las terribles
películas en series
y William Hart y su caballo pinto.

26

Había una agradable
tristeza vencida,
y un andar al acaso
pensando en un suicidio.

Y había un desangrarse
en nobles evidencias,
y un  dulce   persistir, como un arroyo.

27

Había una casilla
con cuatro ruedas altas
y un hombre    que vivía
feliz en su casilla.

Y había muchas quintas
con molinos girando
como una música de calesitas.

28

Había algún arcángel
en las voces del coro,
y un apóstol mostrando
la llagada rodilla.

Y había ese perfume
que hay en las catedrales,
y una luz musical en toda cosa.

29

Había el estar solos
contemplando la calle,
y una desconocida
angustia en la garganta.

Y había un obstinado
silencio resentido,
y acaso algún cariño inexplicable.

30

Había un no saber
mejor que toda cosa,
y un preguntar del mundo
apenas descubierto.

Y había sugerencias
recónditas, magníficas,
en el sonido de las alcancías.

31

Había tantas flores,
jinetes y carrozas,
y una llovizna tibia
sobre   las  plantaciones.

Y había muchos hombres
lentos y sudorosos
que cantaban canciones melancólicas.

32

Había  el  hijo prodigo
de una vieja leyenda,
que regresaba siempre
para bien del relato.

Y había alguna niña
extraviada en un bosque
con malezas y tigres y serpientes.

33

Había en  una sala
un venerado espejo,
que un día de mudanzas
se trizó en mal agüero.

Y había un grueso álbum
con fechas increíbles
y retratos que acaso estaban muertos.

34

Había aquel vaivén
de si es o no es la   vida,
y alguna fruta amarga
y espinas y escaleras.

Y había los secretos
de  la niña que crece
junto a un leve temor interrogante.

35

Habías siempre alguna
flamante novedad,
las vísperas de viaje
y los zapatos nuevos.

Y había reyes magos
que entonces existían,
cuando el Niño Jesús era pequeño.

36

Había —con el sueño—
un duende que tenía
la derecha de hierro,
la izquierda de    algodón.

Y había duendecillos
que en noches tormentosas
se robaban la  leña del hogar.

37

Había —con el sueño—
una verde pradera,
y un grave Carlomagno
como un rey de barajas.

Y había una doncella
en una torre altiva,
y una hechicera y un enano rojo.

38

Había —con el sueño—
las orillas de un río
donde un hombre tendía
los brazos, sollozando.

Y había muchas islas
desiertas, con palmeras,
y  las tres carabelas de un grabado.

39

Había casi siempre
una oscura cochera
y un patio de baldosas
y un  viejo jardinero.

Y había el admirado
maestro de la banda,
y los largos desfiles militares.

40

Había —entre murmullos—
velones y azahares,
y un alto crucifijo,
y lacerados nardos.

Y había raros sueños
en los que alguien volvía
de un misterioso viaje sin retorno.

41

Había —con el sueño—
extraños firmamentos
con estrellas de  vidrio
y lunas de hojalata.

Y había un fin del mundo
que asustaba  a las gentes,
y algún descubrimiento extraordinario.

42

Había los paisajes
de biombos y tarjetas
con un lago de espejo
y torres y cigüeñas.

Y había ese misterio
que irradia el respetado
retrato de primera comunión.

43

Había la plazuela
con fuertes eucaliptos,
y    la temida estatua,
y los niños descalzos.

Y había tantos nombres
de personas y cosas,
y era como un mareo y equilibrio.

44

Había días áridos
de estrechez y zozobra
—niñez estremecida,
desvalida niñez—.

Y había tan lejanas
comarcas y ciudades
gratas a la aventura y el   coraje.

45

Había una palabra
mágica y auspiciosa,
que dicha en su momento
salvaba contingencias.

Y había un llanto cálido
en la noche, en la almohada,
un generoso llanto sobre el mundo.

46

Había un niño pálido
con adverso destino,
y al que miraban todos
con piedad silenciosa.

Y había la certeza
de que los muertos oyen,
atentos, con los párpados cerrados.

47

Había aquella oculta
intuición invencible:
las cosas que eran buenas,
las cosas que eran malas.

Y había aquel camino
que, rumbo al horizonte,
se iba más allá del mundo nuestro.

48

Había algún grabado
de brujas y dragones,
con flácidos murciélagos
y nubes de aluminio.

Y había la lectura
nocturna y anhelante,
y un golpe de aldabón  en la alta noche.

49

Había los primeros
versos descalabrados
y escritos a hurtadillas
con tinta apasionada.

Y había alguna tarde
de ocaso interminable
en que el mundo era lila y angustiado.

50

Había el repicar
de la lluvia en los techos,
y un caño barboteando,
y el agua de la acequia.

Y había aquel tropel
cristalino —infinito—
que hacen los “soldaditos de la lluvia”.

51

Había manos suaves
arreglando la almohada,
y en el jardín luciérnagas,
y flores que bostezan.

Y había un derrumbarse
en sueños de amapolas
con estrellas y gnomos y veletas.

52

Había la penumbra
de las habitaciones,
en tardes con enfermos
y obligados silencios.

Y había ese propósito
recomenzado siempre
de construirnos un teatro de muñecos.

53

Había las heladas
mañanitas de agosto
y el campo tiritando
bajo un sol de cristal.

Y había los viajeros
envueltos en sus mantas,
y las viviendas de los campesinos.

54

Había aquella cruz
de palo, en el camino:
con el nombre JUAN SEBASTIÁN RIVERO
                15-3-17

Y había los relatos
del viaje, aburridores…,
y las ruedas crujiendo en las escarchas

55

(Había alguna infancia
que venía de lejos,
con los brazos tendidos
y el cabello revuelto.

Y había un grito amargo
desde una lejanía
y una imagen de luto y despedida).

56

Había el sobresalto
de crecer en el sueño,
que nos llegaba, cálido,
de profundas raíces.

Y había una promesa
repetida en la noche
a alguna sombra descorazonada.

57

Había —nadie sabe
por qué milagro augusto—
esa seguridad
de poseer  el mundo.

Y había frescos cauces
corriendo en las arterias,
y la muerte era azul y silenciosa.

58

Había —con el sueño—
pueblos de pescadores
y  costas con barcazas
y torvos bucaneros.

Y había una alta roca
y una luz en la noche,
y Sandokán entre tapices persas.

59

Había aquella música
de brigadas fantásticas,
de lanzas y gemidos
y devastadas huestes.

Y había  el torturado
sonar de las vihuelas
que decían las cosas, sin consuelo.

60

Había (pero nunca
se supo ese prodigio)
un pastor cuidadoso
que apacentaba  sueños.

Y había la presencia
indudable y segura
del ángel servicial de nuestra guarda.

61

Había  — ¡lejos, lejos!—
islas y amaneceres
con nubes irisadas
y nevadas eternas.

Y había — ¡lejos, lejos!—
la joven y el trineo
y la alta cúpula y el gallo de oro.

62

Había un mar sonoro
con veloces navíos,
con algas y cetáceos
y briosos hipocampos.

Y había un almanaque
que explicaban los sueños
y las graves figuras del Zodíaco.

y 63

Había una magnífica
urgencia de la sangre
subiendo en marejada
feliz y misteriosa.

Y había peces rojos
y sabores celestes,
y azules continentes, y países…








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