martes, 25 de octubre de 2016

CARLOS VALLEJO [19.370]


CARLOS VALLEJO

Carlos Vallejo nació en Mendoza, Argentina en 1967. Se graduó de abogado en la Universidad Nacional de Córdoba. En 1984 obtuvo el Premio a la Literatura Juvenil Latinoamericana (Fundación Givré, Buenos Aires). En 1985, ganó el Primer Certamen Provincial de Poesía (Provincia de Mendoza). En 1990 recibió el Premio Arte Joven de Mendoza. En 1991 fue ganador, entre miles de trabajos, de la Nueva Bienal de Arte Joven de la Ciudad de Buenos Aires. En 1992 fue premiado con el mayor premio de la Región Cuyana, el Certamen Literario Vendimia, que obtuvo nuevamente en el año 2000. En 1993 recibió el premio Aleph.

Fue uno de los miembros del grupo “Las Malas Lenguas”, referente indiscutido de las nuevas generaciones literarias mendocinas.
En 1987 publicó el libro Amores insepultos, en 1998 el libro Postal en movimiento, y en el año 2008 el libro El vientre que danza.  Sus trabajos han sido publicados en numerosas revistas y diarios argentinos y extranjeros.

También participó en las antologías Arte Joven 90, El ins/dulto y el libro de texto Las Provincias y su literatura: Mendoza.
En julio del año 2000, fue elegido por escritores de todo el mundo, para cerrar el encuentro internacional de escritores que se realiza todos los años en Santiago de Cuba. En el año 2016 sus trabajos fueron publicados en la Antología Federal de Poesía, Región Cuyo Andino.



UNO (I)

El epicentro de la tela es una acción del pensamiento
abriéndose en círculos concéntricos,
como una escala que se expande en la mitología del infierno.
Con su lengua viscosa la araña teje el cosmos.
Todo sueño es un paso al vacío.
La sustancia del anhelo ferviente es la madera
donde se crucifica el corazón latiendo.
El reposo es la muerte, pero el reposo del guerrero es un impulso.
Al vértigo, lo sucede el vuelo o el naufragio.
No me desvelo intentando ensamblar el movimiento
en el espacio eterno. Ya no.
Antes, me abstraía en la tristeza de los días con cúpula de plomo.
Pero el tiempo de aquellas gotas cristalinas, de aquella luz,
fue devorado por el eclipse de la certeza.
Ya no sé qué pensar, si es mejor esta frivolidad o aquel baile
de perro mordiéndose la cola.
He aspirado demasiada neblina en estos años.
El niño solitario que jugaba a ser dios
sigue rasgando grietas en la muralla del bullicio.
Para fundar una ciudad, exploro el territorio más alejado de la Meca.
Amo el calor desenfrenado que la pasión incita.
Poco me importa la distancia aprisionada en un ovillo.
Presagios y respuestas murmuran los cadáveres.
Quien pregunta está vivo.
El símbolo de la ola sonora es una caricia sobre un punto.
Del  futuro sólo espero la persistencia del asombro.
La huída y el encuentro son fracciones de un mismo recorrido.
¿Entonces por qué huyo?. ¿De qué sombra me aparto?.
¿Por qué corro, si estoy anclado siempre en el mismo lugar?
Quien corre, se aloja en muchos cuerpos en forma sucesiva.
Por eso, abrazo al paranoico que duerme entre las llamas,
y al incauto que se contenta con visiones etéreas, lo detesto.
Desde que trastabillo, busco vivir como la nieve, que prefiere la muerte a la prisión.
Igual, la gravedad me transforma en estaca cada vez que logro desatarme.  
Cada momento tiene una huella irrepetible, como las manos de los hombres.
El silencio me socava la frente, abre la tumba del sopor,
rescata soles enterrados.
No espero el abordaje de un salvador. No espero tampoco un paraíso en mi azotea.
Cuando me incendie, quiero habitar el ardiente verano que las raíces buscan como serpientes escapando de una prisión con espinas de hielo.
Alrededor hay mucho sedimento y pocos fósiles con el vientre ocupado.
Caminar es más importante que llegar.
Por eso, el que espera tiene los pies de barro, y el que encuentra
queda petrificado como estatua de hierro.
Es invierno, el frío le arrebata las lágrimas al sauce.
En la ciudad, el cemento contrae su músculo desnudo.
La campana invisible sacude los escritorios que sostienen
el peso enorme del hastío.
A deshora, el día termina y resucita.
La multitud se derrama en la calle.
Me siento en la vereda a contemplar los universos falsos.





CINCO (V)

Los recuerdos se adhieren a los ojos
como la estela abrasadora que persigue al cometa.
Engendramos imágenes que se desprenden
de la materia creadora para seguir naciendo
en un tiempo y en un espacio singular.
Los recuerdos son hijos.
Cada hombre proyecta una sombra de fuego que lo escolta.
Sin saberlo siquiera,
formamos una trama inagotable.
Estamos incrustados en los otros.
Como magnolias nos abrimos al sol para que vengan
los pájaros hambrientos a esparcir las semillas.
Dios es una araña que no duerme.
Tal vez, un enjambre de arañas.
Lo cierto es que la daga del reloj  no se detiene.
El camino trazado se desovilla como la lengua de un reptil.
Cuando era niño, jugaba al fútbol con mi padre en el parque.
De vez en cuando gira el balón resplandeciente
en la planicie de mis huesos.
Guardo la conmoción de la primer metáfora
explotando en mis manos bajo un pupitre gris.
El eco de muchísimos besos brillan como luciérnagas.
Siempre me seguirán casas quebradas.
La casita donde nací y la mansión que construí para llenar un cráter.
 Cuando se extinguen las burbujas
y nos llevan al sótano,
seguimos resonando.
La emoción es un látigo que vibra sobre las ruinas del silencio.
¿Por qué nos obstinamos en repetir pasajes de la guerra?.
Es difícil matar. Es aún más complejo arrancarnos de cuajo
la cizaña y el semen venenoso que se esparce en la matriz del bosque.
Encerramos una partícula del tiempo en el confín etéreo
de la atmósfera.
Cuando menos pensamos, emerge el resplandor de las cenizas
que son despojos de un incendio.  
El cristal es perforado por los restos de una explosión que no termina.
En el fin del océano, barcos roídos pulen el filo de sus proas
porque el impulso de su fatalidad es avanzar.  
Carne y vapor nos constituyen.
El líquido que corre también  nos alimenta.
La evolución arrastra experiencias remotas.
Para seguir la marcha, es necesario recopilar algunos pasos.
No podemos olvidar.
El disco guarda hasta las impresiones más sutiles.
Rodamos en círculos concéntricos.
Todo gira.
Somos únicos, a partir de la unidad que enlaza los fragmentos dispersos.
Si quedáramos blancos, sin una letra en la textura,
volveríamos al instante preciso en que nos sumergimos en el agua,
cuando terminan de copular el esperma y el óvulo,
y una vida se inflama en el nudo que enlaza el sudor de los cuerpos.






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