martes, 29 de diciembre de 2015

BRUNO DE SOLÍS Y VALENZUELA [17.830] Poeta de Colombia


Bruno de Solís y Valenzuela  

(1610-1677)
En su vida anterior a la entrada en la Cartuja, se le conoció con el nombre de Fernando Fernández de Valenzuela.

Natural de Santa Fe de Bogotá, capital de la hoy República de Colombia (antes Reino de la Nueva Granada), que siendo joven sacerdote y doctor en Sagrada Teología, hizo un honroso viaje desde su país natal a Madrid en el año 1638, para trasladar el cadáver del santo Arzobispo de Santa Fe de Bogotá, don Bernardino de Almansa, que lo depositó en el convento de religiosas concepcionistas franciscanas descalzas, de la calle del Clavel, número, fundado en 1594, y cuya comunidad, después de haber residido durante varios años en diferentes monasterios madrileños ha construido el actualmente suyo en la calle de Blasco de Garay, números 53 y 55.

Cuando residía en Santa Fe de Bogotá, antes de ingresar en la Orden de San Bruno, se le designó como primer dramaturgo neogranadino, y consta que en acción de gracias del éxito teatral conseguido con su obra Vida de hidalgos, escrita en 1618, mandó construir una ermita en el monte Montserrat", que domina la capital del Nuevo Reino de Granada.

Hay en dicha ermita un retrato del poeta, al pie del cual se lee: "Fue Maestro en Arte, Doctor de Teología, Cronista general de su Orden y Predicador Apostólico". Según opinión de Ortega Ricaurte (José Vicente), Historia crítica del teatro en Bogotá, es Solís y Valenzuela (don Fernando, en la cartuja don Bruno) autor de la comedia En Dios está la vida don Fernando, con sólo lo indispensable para no parecer desnudo, despedido de todos sus amigos, se dirigió a Santa María de El Paular, la casa más célebre de las cartujas que había en la provincia monástica de Castilla, emporio de santidad y erario de todas las virtudes, donde, admitido de aquellos santos y venerables monjes, examinado y aprobado, según sus santos estatutos, fue recibido a su amable compañía; pero no pudo estar ocioso durante los días que se halló en la Hospedería, esperando que el Monasterio dispusiera lo necesario para darle el sagrado hábito de novicio, y para hacer notoria su vocación a sus deudos y amigos, tomó la pluma y explicó sus conceptos en las 49 quintillas siguientes:



Salga mi voz trabajada
a cantar mi mala vida
que, puesto que fue perdida,
es justo que sea cantada,
pues, cantando, el mal se olvida.

Mi vida quiero decir,
y mi poca cristiandad:
que aunque cuente la verdad,
no llegará el escribir
donde llegó mi maldad.

Dar ejemplo al más perdido
a hacerlo me ha movido,
y declarar el amor
que Dios tiene a un pecador,
pues que tanto me ha sufrido.

Vosotros, ojos, pues veis
que en llorar está el provecho,
sacad lágrimas del pecho
y en el alma lavaréis
estas manchas que habéis hecho.

Mostrad el dolor que siento
y dad suspiros al viento;
dad lágrimas a este canto,
sembraréis acá en llanto,
por coger allá en contento.

Nazcan rosas donde abrojos,
pagad gustos con enojos,
y si no, cegaos luego,
que más quiero el Cielo, ciego,
que no el infierno con ojos.

Y vos, pluma, que instrumento
fuistes del alma perdida,
pues me distes, atrevida,
por cédulas el tormento,
firmadme agora mi vida.

Yo, que a Dios ofendí tanto,
que de mí propio me espanto,
con voz, ojos, mano y pluma,
porque de mí no presuma,
comienzo a cantar mi llanto.

Cuando me acuerdo de mí,
buen Dios, que por tí me acuerdo,
cómo el juicio no pierdo,
pensando que tal me vi,
hecho de ver no soy cuerdo.

Porque he pasado mis días
entre tinieblas sombrías,
y en ellas tanto pecaba,
que aun a los hombres cansaba,
y tú, Señor, me sufrías.

Tuya fue mi vocación,
que para poner unión,
has sido entre mis discordias
padre de misericordias
y Dios de consolación.

A religión me has llamado
desde que edad he tenido,
mas, aunque te he respondido,
de lo mucho que he tardado
confieso que estoy corrido.

Y sólo con intención
de vivir en religión
a tal libertad llegué,
que a puro serlo, pasé
a estado de perdición.

Y pues mal ejemplo dieron
mis pasos, y tales fueron,
quiero que sepan mi vida,
por el Cielo convertida,
los que vicioso me vieron.

Fui demonio en inducir,
nadie siga mi vivir,
pues dello doy testimonio:
que la vida de un demonio
nadie la debe seguir.

Que tal me vi, que me holgara,
pues no lo podía gozar,
que el que hizo tierra y mar
de hacer Cielo se olvidara;
a tanto pude llegar.

Que como yo me apartaba
de Dios siempre que pecaba,
a ser infierno he llegado,
pues que con cada pecado
a ser demonio llegaba.

Y mi alma redimida,
y tan caro rescatada,
iba en tierra mal lograda,
que pues iba en él metida,
iba en el cuerpo enterrada.

Y que sin ella estuviera
por muy gran dicha tuviera,
pues entonces mi memoria
se olvidara de la gloria,
como tormento no hubiera.

Tras de mí propio me he ido,
pues que mi carne he seguido;
mas mirad do fui a llegar,
pues que también a pecar
a otros muchos he inducido.

Y estaba ya tan precito,
que en los términos que andaba,
de pecar jamás cesaba,
pues pecaba el apetito
cuando el cuerpo se cansaba.

Mis cualidades perdidas
me eran también adversarias,
pues que fueron, siendo varias,
para pecar siempre unidas,
aunque en sí son tan contrarias.

Y en tinieblas de mi error
era tanta mi locura,
que, sin vergüenza y temor,
por gozar de la criatura,
aventuraba al Criador.

La voluntad y sentidos
tan hermanados y unidos
estaban por mis pecados,
que en lugar de andar ganados,
andaban siempre perdidos.

Como ciego tropecé
en el tremadal [sic] inmundo,
donde el alma no halla pie,
y siendo un piélago el mundo,
ved, Señor, cuál estaré.

Mas lavadme, eterno Dios,
que en este oficio los dos,
si amor mi limpieza fragua,
mis ojos pondrán el agua,
y el jabón del perdón, vos.

Mi llanto con agua acuda,
ya que vuestra eterna palma
mi carbón en nieve muda,
que para lavar un alma,
es menester Dios y ayuda.

Pequé a tí solo, Señor,
y no podré reparar
ofensa tan singular,
pues no llegará el dolor
adonde llegó el pecar.

Mas tú, que de tu costado
y la sangre de tus venas
estás tan acostumbrado
a quitar manchas ajenas,
quita las de mi pecado.

Que siendo virtud y honor,
león, Dios, hombre y ofrenda,
hostia, gloria, altar y prenda,
vida, luz, juez y pastor,
sabio, santo, sol y senda,

en tu amor mi fe codicia,
que a pesar de mi malicia,
has de juzgar mi conciencia
más con cetro de clemencia
que con vara de justicia.

Los que habéis sido testigos
de mis vicios, procurad
de Dios temer los castigos,
y en El hacer amistad,
que en el vicio no hay amigos.

Que pues me vistes pecar,
yo os quiero desengañar
del mal ejemplo que os di;
mis versos hablan por mí,
pues que yo no os puedo hablar.

A hacerlo estoy obligado,
porque si tanto ofendí
y tan mal ejemplo di,
los que por mí habéis pecado,
os arrepintáis por mí.

Yo me voy a religión,
y esta determinación
no la juzguéis a locura;
antes, de tan gran ventura
os quiero dar la razón.

Ya dije que a religioso
mi Dios siempre me ha llamado,
pero que yo me he olvidado,
y hasta este punto forzoso
mis culpas lo han dilatado.

Yo me acuerdo, mi Dios, cuando,
vuestra gracia repugnando,
andábamos contendiendo:
yo pecando, vos sufriendo;
yo huyendo, vos llamando!

Ciego andaba, y puesto en calma,
lejos de tener la palma
al fin de largo camino,
cuando de aquel Sol divino
un rayo alumbró mi alma.

Alcé los ojos al Cielo,
y luego los puse en mí,
y viéndome cual me vi,
los bajé a mirar al suelo,
y luego me conocí.

Guió el auxilio divino
mi engañoso desatino:
que tal vez al alma errada
da Dios una sofrenada
con que la vuelve al camino.

Y aunque sin conocimiento,
todo muy bien lo notaba,
porque, aunque sin él me hallaba,
Dios me daba sentimiento
de aquello que no alcanzaba.

Conocí al fin mis maldades,
y, viendo las falsedades
de esta vida, mar profundo,
vine a entender que era el mundo
vanidad de vanidades.

Resuelto en ser religioso,
por el divino poder
llegándome a conocer,
estuve un poco dudoso
para saber escoger.

Mas viendo que mis pasiones
eran mil imperfecciones,
para llorar lo pasado,
busqué el más perfecto estado
de todas las religiones.

La que es hija de San Bruno,
donde el cilicio y ayuno
ya me vayan macerando,
y hasta el nombre de Fernando
he de trocar por el Bruno.

Aquí tengo de empezar,
y hasta el fin perseverar,
aspirando a la verdad
que enseña la santidad
de la casa del Paular,

de toda virtud erario,
si no octava maravilla,
el más grande santuario
o más grave relicario
que tiene toda Castilla.

Mejor dijera que el mundo,
y en esto muy bien me fundo,
por sus grandes perfecciones
y por otras mil razones
de que es un mar profundo.

Donde tantos penitentes
imitando a los Macarios,
a los Antonios e Hilarios
la han visto tan abstinentes
que son raros y excelentes.



CANCIÓN

Este espejo me pongo cristalino
porque en su luna mi mudanza advierta,
y en la luz de sus rayos me dispierte [sic],
que es peligro dormirse en el camino,
donde apenas un hombre se dispierta.
cuando camina al lado de la muerte.

Y si es la mayor suerte
llegar a conocer su suerte el hombre,
mi suerte quiero ver puesta en mi nombre,
que siempre el Cielo a esclarecidos pechos
puso en el nombre cifra de sus hechos,
y con este consejo
mi nombre a mí me servirá de espejo.

Dice, pues, este nombre, un hombre vivo,
tan muerto como un hombre degollado,
y he de estar muerto tan perfectamente,
que no me tengo de acordar que vivo;
sino pensar que estoy ya sepultado,
que al muerto esto le falta solamente.

He de llevar presente
que no hay en mí querer, pues la cabeza
del degollado nunca se endereza.
Ni tengo de sentir, que los sentidos
los tengo todos de tener perdidos,
y solo sentimiento
de ver que no he sentido lo que siento.

La propia voluntad, el amor propio,
la estima, el parecer, la ambición vana,
el preferirme, y el tenerme en algo
muy lejos ha de estar, porque es impropio
pensar que un muerto tiene desto gana;
y si la tengo, de mi ser me salgo;
que sólo un nada valgo,
allá en el centro, donde solo habito,
con grandes letras ha de estar escrito;
y en mí la pretensión de mi ventura
ha de ser aguardar la sepultura
y mi mayor ventaja,
el ir siempre vestido de mortaja.

La carne, mi enemiga ya vencida,
se rinda, calle, abata, cure y llore,
sin fuerzas, quieta, humilde, enferma y flaca,
y pues es carne ya de hombre sin vida,
no hay aguardar que nadie se enamore
de la hermosura que de un muerto saca.
Aquí del todo aplaca,
de aquellos apetitos tan injustos,
los regalos, deleites y los gustos:
cosa de carne aquí se veda,
porque sin carne y sangre un muerto queda:
los regalos son vanos,
que es regalar con ellos los gusanos.

Fuera del cuerpo ha de vivir el alma,
ni ha de sentir los ímpetus furiosos
de aquellas sus pasiones que la alteran.
Muy sosegado el mar, y muy en calma,
navegue con afectos amorosos
al puerto amado, en quien el premio esperan;
y aunque cosarios quieran
turbar su paz, por aumentar su pena,
las áncoras asiente en el arena,
y firme no responda en su congoja,
que un muerto ni se queja ni se enoja,
y así no es bien que sienta
honor perdido, ni crecida afrenta.

Mas, ¡ay!, de mí quitar quiero el espejo,
que no puedo sufrirme, pues me veo
tan lejos de llegar a lo que miro,
que aunque la vida en esta vida dejo,
tan asido a la vida está el deseo,
que nunca de mi cuerpo lo retiro;
y con razón suspiro,
pues tanta carne y sangre en mí se encierra,
que apenas me levanto de la tierra:
tan lejos de estar muerto en lo que intento,
que es cuanto pienso, cuanto digo y siento
contrario a lo que escribo,
pues lleno de pasiones me estoy vivo.




CANCIÓN

Roto el gobierno, entera la tormenta,
débil el casco, reforzado el viento,
y la urna sedienta,
que a diluvios el noto la acrecienta,
para sorberse vivo
al pasajero altivo,
que de peligros tantos
olvidado, inocente, vario, incierto,
sin pensar en el fin del divo puerto,
fueron su imán del rumbo los encantos;
atento ya el discurso
a los tantos peligros de su curso,
el intento depone,
y ya dejando al mar que se corone
de todas las caricias
de mortales delicias,
con distinto alborozo
salva la vida en un pequeño trozo,
que para salvamento
le dio prestado el arrepentimiento,
siendo su Palinuro,
siendo su amparo, su defensa y muro,
que le guarece al daño,
el escarmiento y sacro desengaño,
que San Telmo luciente
peligros le desvía, diligente,
y, atado a sus cadenas,
le libra de Sirtes y Sirenas,
y conducido al puerto,
vivo, a su vida y a sus vicios muerto,
del puerto las arenas
abraza que, oportuno,
para sus dichas le ha formado Bruno,
en Paular fervoroso,
tan sólo merecido del dichoso.
Del batel de la cuna
aprende en los arrullos, mar en leche
y en sulcos tan pequeños
a empinarse al regazo de fortuna,
para que con abrazos más le estreche,
y los cariños le depongan ceños.
Examina las gracias una a una,
Aegle le promete buena andanza,
Phasitea la dicta la opulencia
y Eufrosine propone sus favores.

Al trato se abalanza, 
del tráfago se rinde a la frecuencia,
sin temer de mudanza los rigores
y en todas partes topa,
con la risa en la boca,
los topes que después serán escollos;
la fortuna le cansa
que era el moble primero de la estanza;
viste de negro luto
amenas flores de esperado fruto,
quemando los pimpollos;
ya no hay amigo cierto
y no es tan malo, si es para ellos muerto,
porque el humano trato
es para sí más fiero y más ingrato
que suele el de los brutos.
Ño come el lobo al lobo en sus redutos,
porque guarda respeto
a la uniforme especie del objeto,
y solamente el hombre
persigue semejanzas de su nombre;
y si le ve caído,
cual fiera embravecido,
le contrasta, deshace y desmenuza;
de asechanza y rencilla
los colmillos aguza,
sin rostro de piedad y de mancilla.

¡Oh! dichoso mil veces, de sus filos
quien halla amparo santo en los asilos
del Paular fervoroso,
tan sólo merecido del dichoso.

[•••]

Deste globo mortal, mundo pequeño,
es con tirano trato,
aclamado Señor y torpe dueño,
un nefando poder de triunvirato,
no de César, Pompeyo y Marco Antonio,
sí del mundo, la carne y el demonio,
que a sus leyes sujetan lo viviente,
cegando torpemente
con inmensos estragos
de una mentida gloria los halagos;
todo lo inundan cual furioso río,
sujetando a su ley el albedrío:
y el que desta tormenta
escapa, la razón libre y exenta,
redemido [sic] su aliento
con el sacro favor conocimiento,
es tan fuerte invadido
cuanto fuere su ardor reconocido.

La carne presidente
sus ministros previene diligente
contra el que a su instituto
feudos le niega que le paga el bruto;
y pone su conato
en volvelle a la unión de su mal trato;
los cebos le acrecienta,
de Venus los incendios más le aumenta
con ocasiones muchas
de torpes zancadillas de sus luchas;
cuanto más se retira
con más vivos pinceles de mentira
le dispone beldades
y mil comodidades
llenas a fuer de lo caduco humano.
Si esto le sale en vano,
prestada fuerza implora
al mundo, que esta fuga también llora;
propónele grandezas;
dispónele los puestos, las riquezas
con que el mortal en logro se eterniza,
según el diablo atiza,
y si al entendimiento
sol se deshace aqueste encantamiento,
la guerra se publica,
la fuerza abiertamente se triplica,
los esbirros, corchetes, los sayones
afectan la destreza en sus arpones
de su infernal exceso;
todos aclaman sea muerto o preso.

Ea, valiente joven, huye el daño,
pues alas te ha calzado el desengaño;
no tropiece tu planta;
veloz la mueve a la defensa santa
que Bruno constituye
al santo celo que estas fuerzas huye
y en seguros retiros
hallarás el solaz de tus suspiros
en Paular fervoroso,
tan sólo merecido del dichoso.
Aquí, don Pedro amado,
la regla de San Bruno he profesado,
si bien indignos de tan alto empleo
mis flacos hombros, que habitar tal ciclo
no merecía yo sólo un instante.

Aquí, hermano, me veo,
entre uno y otro aroma, arder fragante
en fuego que ministra amor divino,
bien así como el pájaro Sabeo
que muere y vive de su misma llama,
soplada de las plumas de su vuelo.
Aquí, hermano, te espera mi cuidado,
aquí te solicita mi deseo,
aquí, libre de enojos,
te quieren ver mis ojos
y finalmente aquí mi amor te llama.

Ven, mi don Pedro, sigue los acentos
que numerosos me dictó Talía,
aún más por lisonjear tu ingenio alto,
que vuela de la fama en los alientos,
que no por ostentar mi poesía,
de que me veo bajamente falto;
si bien en cada sílaba que escribo
una voz grande va del alma impresa,
un desengaño de la muerte vivo,
y de la vida va un engaño muerto.
Ven, mi don Pedro, ven con toda prisa,
que la voz que resuena en el desierto,
al peregrino errante que la escucha,
si con presteza mucha
no la observa el oído, y desampara,
eco la esconde avara,
si el viento no la lleva velozmente.

Ven, mi don Pedro, que si al cielo anhelas,
por el desierto abrevias el camino
y por la soledad verás que vuelas,
sin que lo impida humano inconveniente,
que más cerca está el cielo de los montes
y de lo humano lejos lo divino.
Atiende a este Mercurio solitario
que con seña de amor, si con voz tierna,
está en la encrucijada desta vida,
mostrándote el camino de la eterna.

Dale piedras y ofrécele coronas
por seña agradecida
de que fiel el camino te ha mostrado.
Ven, mi don Pedro; ven, hermano amado.
Ven, mi don Pedro, y hallarás la puerta
deste nuevo terrestre paraíso
a cualquier hora abierta,
que la casa de Dios y la de Bruno,
que viene a ser todo uno,
jamás al que la busca está cerrada:
donde por guarda el cielo poner quiso
en hábito cartujo
un ángel venerable
de grave aspecto, condición afable,
bajos los ojos y la frente alta,
en cuyo terso espacio
divinamente esmalta
de rugosos caracteres dibujo,
de la edad el pincel irreparable.

La barba dilatada
que el pecho soberano
argenta, grave y bella,
tantos hilos de plata peina en ella
con el marfil de religiosa mano
(no con líneas de boj o de retama)
cuantos en él observa desengaños;
de cuya compostura
los más severos años,
la mayor travesura,
la quietud de más fama
y el juicio más prudente,
si no absorto, pendiente
verás como de un pelo.

En vez de espada ardiente,
vibra en la mano globos celestiales,
sacras esferas, si no son lucientes
rayos de la corona de María
(su rosario sagrado),
de cuya batería
las furias infernales
tiemblan medrosas y se alegra el cielo;
así este paraíso prevalece
en su primer fragancia,
libre de basiliscos y serpientes,
y cada día su esplendor se aumenta,
porque con vigilancia
el ángel que le guarda diestro esgrime
armas de mucha cuenta.

Verás que cada día
socorre inmensa gente,
que la pobreza a sus umbrales guía,
el semblante bordado de alegría,
mostrando en él la que en el alma siente,
y a cada uno, con amor paterno,
con franca mano y con fervor prudente,
le deja socorrido y consolado,
cual lo demanda su aflicción y estado.

¡Oh caridad ardiente!
¿quién no tendrá por cierto,
más de una vez, de pobre revestido,
estando Dios por lo piadoso muerto,
a gozar con razón haya venido
de sus sacros alcázares reales
de caridad y fe quilates tales?
Santidad rara ostenta;
como antojos de fe, jamás se quita;
en cada pobre se le representa
la majestad de Dios incircunscripta;
bien a nuestro gran padre Bruno imita
en caridad no oída,
virtud de alteza tanta
que sobre sí se encumbra y se levanta:
a Dios bien decir puede
que le debe no menos que la vida,
pues, siendo Dios el pobre,
si no fuera por ella,
hubiera muerto de hambre.
Con cordura elocuente y soberana,
con santa cortesía
y con modestia urbana,
aquesto, sin mundanos ademanes,
sin ambición al fin, sin pompa vana,
verás que te recibe;
y al prior le da cuenta que has llegado
(que no tiene acción suya sin licencia
primero del Prelado,
porque en nada se falte a la obediencia,
virtud que en la Cartuja eterna vive).

Saldré yo, sin faltar a la decencia
de nuestros venerables estatutos
(que con padres y hermanos aun se observan)
y viéndote ya en puerto deleitoso
(¡oh hermano de mi vida!), en salvamento,
libre del mundo, mar tempestuoso,
donde hay, cuando suave corre el viento,
un Caribdis y Scila a cada paso,
una borrasca a cada movimiento;
el corazón en gozo destilado,
por los ojos el alma desleída,
con recíprocos lazos,
que una y mil veces tejerán mis brazos,
y al fin, con alborozo
que pase de los límites del gozo,
confirmaremos nuestro amor fraterno,
alegrándose en Dios el alma y vida,
en señal que has llegado.
Ven, mi don Pedro; ven, mi hermano amado.
Ven, mi don Pedro, donde tu camino
absuelvas, y, devoto,
cumplas el sacro voto
en un templo divino,
cuyas naves, cornisas y colunas
no ocuparon las reglas y compases
de Vitrubios ni Serlios vanamente,
ni dórico labor, jonio o toscano,
grabaron Tesifontes y Scopases,
ni estatuas relevó Fidias algunas
con el cincel valiente,
que burlen la atención después la mano,
ni chapiteles en soberbias torres
(puntiagudos gigantes)
al cielo suben con osado vuelo,
a dar y quitar luz a las estrellas
en uno y otro jaspe, o mármol paro,
si bien el templo es claro,
grave, alegre, espacioso,
de honesta, sí, celeste compostura,
a nuestros institutos ajustada
su rara arquitectura;
que fuera intento ocioso
y ostentar vanaglorias
subirse el templo celestial al cielo,
cuando el cielo sagrado al templo baja:
y así verás que en luces soberanas
por puertas, claraboyas y ventanas
salen inmensas glorias
y se meten por todos los sentidos,
en éxtasis quedando suspendidos.



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