miércoles, 20 de mayo de 2015

RODOLFO EDUARDO DE ROUX [16.040]

Jaime Barrera y Rodolfo de Roux, 2008


Rodolfo Eduardo de Roux 

Nació en Cali, Colombia en 1924. Ingresó a la Compañía de Jesús y fue ordenado sacerdote en 1955. Cuando los intelectuales de Mito fundaban su revista, Rodolfo Eduardo de Roux estudiaba teología en Bogotá. Por esos años escribía sus poemas de "Primer Ofertorio". En los setenta retomó su obra y la configuró de nuevo. 

En 1997 publicó Vida que pasa, poemario en el que recoge, en tres tomos, bellamente editados, la obra poética de toda su vida. Filósofo, teólogo y poeta, es miembro de número de la Academia Colombiana de la Lengua. Su poesía es un fenómeno especial en nuestro medio. Cubre toda la segunda mitad del siglo XX, convive con las experiencias de tres generaciones de poetas, pero a diferencia de ellos no busca educar, ni escandalizar, ni deslumhrar, ni imponerse a los medios; sólo teje en palabras y tiempo el camino, la vida que pasa. Estamos ante la pura expresión de una conciencia humana sin atención inmediata a un auditorio. De los largos años dedicados a la enseñanza de la Teología en Bogotá, quedan en sus páginas, las calles, la lluvia, los soles, las gentes y muy especialmente la mirada triste de los niños mendigos, de los gamines, de los ancianos. Con ternura, el poema acaricia místicamente la realidad, convirtiendo los caminos de la vida en hondos encuentros humanos y rescatando para la eternidad todo lo que se ama en un instante. Hay una identificación alma-paisaje-naturaleza, que sugiere un romanticismo místico en tono menor, en clave de ternura y en volumen de susurro.

La lengua castellana es, en la poesía de Rodolfo Eduardo de Roux, impecable, musical, sencilla y castiza. Si la poesía se viste de ciudad y de paisaje, en De Roux logra expresar la presencia y la ternura del Dios cercano, que acaricia a los niños con los dedos tibios del sol al amanecer y nos mira siempre desde lo más hondo de los ojos de los seres sencillos y escondidos.



II

Caminos de sol y niebla
Apunte



Mañana
de labios dorados,
besando mi frente,
mis manos.

Banderas azules
sobre los tejados.
Fragancia de pinos,
riachuelo de pájaros.

Revuelo de niños
en el aire verde de setos y prados.
Clavellina roja,
de chicas jugando
sus rondas ingenuas
de amor de quince años. 

Malabarería
de obreros cargando
ladrillos
sobre los andamios.

Carreta lechera,
Fatiga del magro rocín cabizbajo.

¡Mañana traviesa
del rubio verano!
Solo tú podías prender esa chispa fugaz de alegría,
en los ojos tristes del triste caballo.




Canción para despertar

Esa mañana el sol entre los urapanes zumba
como un río de abejas.
La torre es una cesta de campanas azules,
y el aire rueda
sobre los techos soñolientos
como agua fresca.

No hay buses todavía,
ni parejas absortas. La revuelta
es apenas consigna.
No hay cascos policiales, ni pedreas.
Los raponeros no han montado
su atalaya de buitres. En la acera
sin niños, los copetones saltan
su rayuela.

La calle se despierta.
A un bandazo del viento,
se sacude la mechuda cabeza
de sauces musicales,
en la glorieta. 

Bajan los barrenderos
rasgueando, en las cuerdas
del alba, una balada triste
de colillas marchitas y hojas muertas.
Zurciendo hilachas de calor
entre su ruana vieja,
un obrero
se apremia
hacia el andamio acróbata
o la fábrica.

Un atleta puntea,
en el aire vibrante,
su fuga de elegancia y de fuerza.

El muchacho del pan.
Canción de bicicleta en sus canastas llenas.
Un apremio amoroso a la alegría
de compartir la mesa.

Todo es sonrisa intacta,
todo es entrega.
Un verde retoñar
de vida nueva.

¿Por qué entonces la sombra
de esa rota mujer?
¿Por qué esas niñas viejas
abrevando desechos
en la bocaza fétida de las canecas?
Dolor arrodillado, basura,
en un viacrucis de miseria.

Se rompe
la inocencia del día.
Gime otra vez la llaga purulenta
en la mañana sorprendida.
Tristes los urapanes. 

Las abejas de sol ya no aletean.
Huyen los copetones.
Los músculos del tráfico se tensan.
La calle vuelve a ser
paso no más, y afanes, y miserias.

La canción se endurece,
y es una espina amarga de protesta.





Campanas

Campanas de mi misa,
¡don... dan... don!
Una lluvia de pájaros
sobre mi corazón.

La mañana se abomba en la plazuela,
fresca y translúcida como una pompa de jabón.
Sobre los cerros ásperos la luna
naufraga el sol.

¡Don... dan... don!
¡Don... dan... don!

Transeúntes del alba.
Retozos de agua helada en la pileta,
donde lavan su mugre callejera
Un sauce, un gamín, y un copetón.

¡Don... dan... don!
Campanas insistentes, desbandadas
Sobre la frente azul del torreón.
¿A quién llamáis, tan altas y tan hondas,
a los hombres o a Dios? 




Primer Ofertorio
Tarde de invierno

Tarde de invierno.
Llanto de lluvia tras los cristales de mi ventana.
Chis, chas...chis, chas...chis, chas.
¡Niebla en el alma!

Frío y tristeza.
Por la sabana
bate la lluvia
sus grandes alas, sucias y opacas.
Tras de la niebla, sangra la herida del sol muriente
-es una mancha,
rojiza y tenue,
sobre el costado de la montaña.
Tarde de invierno.
¡Niebla en el alma!

La calle inhóspita sufre en silencio,
acribillada por un fogueo de agujas blancas.
Dobla la esquina sucio, en harapos,
el niño paria.
¡Cómo tiritan entumecidas
sus manos pálidas!
Va tan despacio... pequeño y trágico
por la calzada.
Sobre la acera siguen cayendo, repiqueteando,
gotas de lluvia menudas, claras.

Cruza el mendigo. Cruza callado
frente a las hoscas puertas cerradas.
De aquí lo veo. El cuerpecito recoge ávido
su fuego escaso bajo un guiñapo, burla de ruana.
¡Pasa, mendigo, pasa de prisa
frente a los hierros que te rechazan en las ventanas! 

-Adentro, tibio sol hogareño.
Afuera, frío de lluvia y lagrimas-
¡Sigue de prisa! No te detengas,
mendigo, ¡pasa!
Que están filtrando voces alegres
los dedos cálidos de las persianas.
¿Para qué buscan tus ojos tristes
una alegría que te es extraña?
¿A quién sonríes?
Si las cortinas, porque no mires, están echadas.
¿Sueñas acaso que madre ha vuelto,
que no hay más hambre, que tienes casa?,
que con la noche podrás... ¡Cuidado!
Tropieza y cae sobre el arroyo de agua enlodada.
La risa, herida sobre sus labios,
de nuevo tiene su gusto de cosa amarga.

Sobre la calle, desnuda y sola,
como un murciélago de sombra helada,
sigue batiendo la lluvia -es noche sus
negras alas.




Calle arriba

Despertando la calle, dormida
bajo el sol perezoso de invierno,
sube al paso ritual de su escoba
el barrendero.

Overol desteñido.
Pesadumbre en el rostro moreno.
Un bambuco cansado en las botas ruinosas,
en los brazos un ritmo casero.

Todos pasan de prisa,
sin verlo
(un vaivén de la calle,
un murmullo no más de riachuelo). 

Todos llevan las suelas ungidas de su largo cansancio,
de su amor silencioso y sus sueños.

En la esquina del parque
se ha vuelto
por decirle a su calle: ¡Hasta luego!
Y la calle sin voz le responde
con aliento de acacias y ternuras de viento:

¡Gracias, gracias hermano!
Por el sol y la lluvia, por la piel fatigosa del suelo.
Gracias, gracias, hermano de las hojas heridas
y los pies andariegos.




Palabra muerta

¿Por qué matamos la palabra?
Un cuchitril grasicnto, recomienda:
- "El mejor pollo frito de Bogotá"

Un retozo de amantes
fortuitos,
en el parque, se miente:
- "¿Separarnos? Jamás..."

Un reposo de bombas y fusiles,
se define en los medios:
- "Decidieron la paz"

Y hasta se pinta en las paredes:
- "Yo amo a Jesucristo"

Otras palabras más
rosa sin jardín.
Amortecida entre las baratijas del mercadeo.










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