miércoles, 17 de diciembre de 2014

ANTONIA HUERTA SÁNCHEZ [14.250]


ANTONIA HUERTA SÁNCHEZ 

(Almansa, Albacete: España, 1973).
Poeta, profesora y traductora. Autora del poemario Clepsidra de invierno (Torremozas, 2013), su obra ha aparecido en diversas revistas como Círculo de Poesía, Almiar-Margen Cero, Palabras diversas, El Laberinto de Ariadna o Letralia y en el volumen colectivo Antología Internacional de Mujeres Poetas, compilación en homenaje al Festival Internacional de Poesía “Grito de Mujer” de la Fundación Mujeres Poeta Internacional y Biblioteca de las Grandes Naciones en la primavera de 2014. Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense, en Filología Hispánica por la UNED, Especialista Universitario en Fundamentos de Didáctica para la Enseñanza del Español L2/LE por la Fundación de la Universidad de la Rioja y DEA en Filología española y Teoría de la Literatura, es investigadora en el campo de las relaciones entre la poesía moderna y la fenomenología, así como en las cuestiones de la poesía de género y el surrealismo. Ha sido becaria del MAE-AECID y traductora de Alki Zei e Irini Marra en el marco del Proyecto Only Connect Comenius de cooperación transnacional griego-español. Es miembro de la Red Mundial de Escritores en Español (REMES).




DESAHUCIO EXPRÉS

Deshoja el colchón donde amaste,
las tazas del desayuno y los platos
rómpelos,
no dejes que se nos caigan a la noche
nauseabunda de una caja,
no dejes que se los lleve alguien
que nunca nos besó.
Doma el dolor de lo que nos quitan,
pues las horas que vivimos 
serán siempre nuestras,
no les dejes que marchiten las páginas
del último libro que leíste,
sería triste que ya no floreciera.
Dame tu mano y cuelga una sábana
que grite con la luz de la amanecida,
no te asustes si lo saben todos,
es necesario, incluso imprescindible
que el dolor recorra ya las venas.






Al final del verano

Hay muchos otoños en el malvís que llega
desde el Norte,
al final del verano.
Quizá no sienta falaz este sol
que chorrean las hojas.
En la infancia había que lanzarlas una a una,
mojándonos la cabeza de otoño.
Sobre la sumisión del tiempo tan cíclico y oscuro,
era como vendar la savia a nuestros brazos,
injertarnos un tibio resplandor amarillo,
seco, definitivo e insaciable.
Cualquier refugio que recordase al verano,
las camisetitas cortas, los tirantes,
el sorbete de limón,
algunas veces el mar,
se alejaba en el silencio de la noche.
¿Dónde estaban las cigarras?
El amor inexplorado no sabía de tragedias,
ni de los tórax exhaustos de tanta música,
ni de la miseria del después.






Markou Mpotsari, 21

Cuando vuelvo con la quietud propia
de los que refrendan los días extintos
sobre aquella calle, estrecha y lúcida
en mi recuerdo,
sobre sus naranjos amargos que férreos
estiraban las lindes de mi mundo,
que dejaban rodar sus frutos por el suelo,
que esparcían a la ligera el dibujo
del ocaso y enmendaban las heridas
del invierno,
ya no dudo del amor que nos dimos,
de lo excesivo y banal en las despedidas.

Mientras el barrio de Dafne amanecía
en la terraza se abría el mar como un bostezo
deshelando los límites de la noche,
agitando las ropas recién tendidas,
elevadas sobre mástiles invisibles
como si expuestas al Levante tuvieran
que ofrendar ya su blancura a la carne
ignorante y fúnebre de las sombras.

Luego un paseo por el bullicio de Vouliagmenis,
una barra de pan con sésamo y dos besos,
en la plaza Kalogeiron acechaba la boca
del metro, los ladridos de muchos perros
que vivían en sus calles, ocupando su sitio
entre las mesas y las sillas de Dioniso.

Era ese paréntesis de motocicletas y coches
el que rompíamos volviendo a Markou Mpotsari,
al azahar suspendido cuando abril escribía
sobre los naranjos verdes
y era obligado correr a su encuentro,
asida a tu mano al principio del día,
sin más destino que el amarte siempre.





[DEL LIBRO INÉDITO IMPLUVIO]

Es como la tierra la casa del pobre:
esquirla de un venidero cristal,
ya claro, ya oscuro, en su huidiza caída;
pobre cual la cálida pobreza de un establo, -
y no obstante están los anocheceres: en ellos ella es todo,
y de ella vienen todas las estrellas.
R. M. RILKE



Toda la noche mi carne ha buscado su cauce.
Sobre hombros y manos invisibles anhelando su senda,
como el viento que erguidísimo en poniente
se estrecha entre las playas,
como naves de odiseas
cuya fragancia hiere hasta la muerte.
Manos me crecen y se abren con esfuerzo,
manos de aquellos que se levantan
con bosques de sangre por cansancio,
y protestas que látigos mediáticos anudan a la tierra.
¡Qué especie monstruosa es ésta, la del hombre!
Sobre lo que nunca ama escancia el agua.

Soy una voz con afán de savia,
he filtrado ya las sombras, alimentando
con sus despojos el mar entero.
Para salir a la dicha, para resolver
el enigma de los espejos
me he dado toda.
Nada ha quedado para mí.
Se desgarra el vacío, generoso y húmedo.
Se retira la lluvia con el tacto del hijo.
Se hilan las brisas sobre el jazmín.
Ya no hay nadie que estire su ramaje
sobre mi mundo.

Ondas o cadenas son lo mismo.
En todas partes alguien huye mientras amanece.
Alguien deja su casa, sus cosas
hasta asfixiarse, hasta extinguirse,
hasta que un ribazo lejos, muy lejos
le dicta una verdad.
En medio de la vida no basta,
no basta habitar el camino,
no basta bordear las puertas mientras crece
sin descanso, como la mala hierba,
como brozas ebrias en las vastas sombras
lo que fuimos.

Un álamo triste y miserable es el centinela de esta noche.
Allí dejarán caer sus brazos como piedras,
sus nombres escondidos, los vínculos que antaño
abrazaron poderosos los abandonarán.
Como légamo que sale al mar sin voz con la sospecha
de remotos dientes dispuestos a roer
se detendrán elegidos por el ocaso.
Se harán fuertes, decididos, se arrojarán sobre promesas
inhospitalarias hasta sentir su cuerpo diezmado.








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