viernes, 10 de octubre de 2014

JAUME FERRÁN [13.622]


Jaume Ferran

Jaume Ferran Camps (Cervera, 13 de julio de 1928 - Smyrna (Georgia, Estados Unidos), 6 de febrero de 2016), fue un poeta y profesor universitario español.

Estudió Derecho en la Universidad de Barcelona y se doctoró en la de Madrid. En Barcelona, a comienzos de los cincuenta, publicó en la revista universitaria Laye. Fue un activo miembro del Sindicato Español Universitario (SEU) que llegó a presidir y colaboró en la revista Alcalá, editada por esa misma organización. En Madrid conoció y trabajó para Eugeni d'Ors. Fue ayudante de la cátedra de Ciencia de la Cultura de la universidad madrileña hasta 1954 y profesor de literatura española en las universidades estadounidenses de Colgate y Siracusa, presidiendo en esta última el Centro de Estudios Hispánicos. Fue uno de los principales representantes catalanes de la denominada Generación de los 50, junto con Carlos Barral y Alfonso Costafreda, a quien dedicará en 1983 su poemario, Libro de Alfonso. En los años cincuenta reside en Madrid, vive en el Colegio Mayor José Antonio, asiste a las tertulias de Vicente Aleixandre, y es amigo de Carlos Bousoño y Claudio Rodríguez.9 Mantiene en esta época el contacto con Cataluña y en 1955 introduce a su amiga Carmen Balcells, futura agente literaria, al grupo de escritores, poetas e intelectuales barceloneses.

Escribió la mayor parte de su obra en español, salvo sus memorias en dos volúmenes, que escribió en catalán. También tradujo al español algunos obras poéticas de autores catalanes como las de Joan Maragall, de quien hizo la tesis doctoral. Otros autores cuya poesía tradujo al español son Josep Carner, J.V. Foix, Pierre Emmanuel y W.B. Yeats. A mitad de los cincuenta conoce a Ezra Pound en el hospital de St. Elizabeth en Washington y años después en 1973 publicaría, en colaboración con su mujer, Carmen Rodríguez de Velasco, una traducción al castellano de su poesia. Su Antología parcial (1976), publicada mientras el autor vivía ya en Estados Unidos, fue uno de los primeros libros sobre la existencia de un grupo de poetas catalanes dentro de la Generación de los 50. Su estudio de la poesía de Alfonso Costafreda, publicado en 1981, es uno de los libros mas importantes sobre este poeta que se suicidó en 1974 en Suiza

Con Desde esta orilla, libro de sonetos, logra un accésit en el premio Adonais en 1952. Los temas existenciales se combinan con evocaciones paisajísticas dentro de un marco de perfeccionismo formal. En 1953 ganó el premio de poesía Ciudad de Barcelona por su libro Poemas del viajero. El autor asistió a un congreso universitario ese año en el verano en la zona del Sarre en Alemania. Los poemas están escritos desde el municipio de Mettlach y también desde Londres. En el verano de 1954 viaja a Irlanda y escribe un libro de poesía viajera que se publicará años después, en 1982, titulado Cantos irlandeses. Fruto de su primer viaje a Estados Unidos en 1955 es el poemario Descubrimiento de América (1957), un recorrido poético por distintas partes del país.

En la decada de los sesenta publica Libro de Ondina (1964), un libro sobre un amor ideal identificado con la naturaleza y el mar.19 En 1971 aparece Memorial, libro de poemas amorosos escritos después de dos estancias en Bogotá, Colombia, en 1965 y en 1968. Aunque el viaje es un asunto fundamental en su poesía, se pueden destacar otros temas como el amor, la memoria, la espiritualidad religiosa y la amistad. Las alas del fénice (1988), por ejemplo, es un poemario en el que el escritor se acerca a los planteamientos de la teología de la liberación. La temática amorosa en Ferrán ha sido comparada con la del poeta Pedro Salinas. Existe asimismo una dimension épica o neo-épica en libros como Historia natural y Corónica, publicados a finales de los ochenta y a principios de los noventa. Dedicado a Carmen, su difunta esposa, es el poemario Libro de horas (2008).

También se dedicó a la literatura infantil. La serie sobre Ángel, el personaje que viaja por distintos países, dio lugar a distintos libros publicados por la editorial Doncel en los sesenta y setenta. El primer volumen Ángel en España fue traducido al alemán y al italiano. En 1967 ganó el Premio Lazarillo por su segundo libro de la serie, Ángel en Colombia. La poesía infantil está presente en otros libros como Tarde de circo, Mañana de parque, La playa larga y Cuaderno de música.

En su primer volumen de memorias, Memòries de ponent (2001), la amistad tiene un lugar muy especial en el proceso de recordar toda una vida.25 El autor recorre las distintas etapas y los diferentes países deteniéndose siempre en los amigos, los nuevos que va haciendo, y también los que son parte del pasado, un ayer lleno de nostalgia que se intenta siempre recobrar con los frecuentes retornos a España. Diari de tardor (2008), el segundo volumen, está propiciado por el recuerdo de su mujer fallecida en el 2001. El texto está escrito en forma de diálogo con ella e incluye una vida repartida entre Cataluña, Madrid y Estados Unidos.

Obras

Poesía

La piedra más reciente (1952)
Desde esta orilla (1953, accésit en el Premio Adonais)
Poemas del viajero (1953, Premio Ciutat de Barcelona)
Descubrimiento de América (1957)
Canciones para Dulcinea (1959)
Libro de Ondina (1964)
Nuevas cantigas (1967)
Memorial (1971)
Cantos irlandeses (1982)
Libro de Alfonso (1983)
Las alas del Fénice (1988)
El ball del boll (1989, 2006)
Historia Natural (1989)
Corónica (1992)
Libro de horas (2008)

Antologías

Juan Maragall. Antología (1960)
Eugenio d'Ors. Antología (1967)
Antología de una generación sin nombre (últimos poetas colombianos) (1970)
Antología parcial (1976)

Ensayos

Los diálogos de Joan Maragall (1971)
Alfonso Costafreda (1981)
Lope de Vega (1984)
J.V. Foix (1986)

Memorias

Memories de ponent (2001, Premio Gaziel)
Diari de tardor (2008)

Traducciones de poesía

Poemas. William Butler Yeats. (1957)
Pierre Emmanuel. Antología poética. (1964)
W.B. Yeats. Antología. (1973)
Introducción a Ezra Pound (1973)
Antología de Josep Carner (1977)
Las irreales omegas de J.V. Foix (1988)

Editor

Spanish Writers of 1936: Crisis and Commitment in the Poetry of the Thirties and Forties (1973, con Daniel P. Testa)
Américo Castro: The Impact of His Thought: Essays to Mark the Centenary of His Birth (1988, con Ronald E. Surtz y Daniel P. Testa)

Libros de niños

Ángel en España (1960)
Historias de mariposas (1966)
Ángel en Colombia (1967, Premio Lazarillo)
Tarde de circo (1967)
Ángel en USA, Norte (1971)
Ángel en USA, Sur (1971)
Mañana de parque (1972)
La playa larga (1981, Libro de interés en 1982, Ministerio de Cultura)
Cuaderno de música (1983)



Cantos Irlandeses

Cuando busco el camino de mí mismo
las nuevas tierras que sin cesar se ofrecen
a mi mirada, toman la parte del recuerdo.

Y están aquí, al alcance de mi mano,
los campos de mi infancia. Aquel almendro
florecido de pronto. 

(1982: 35)




en “Ohio 1955” de Descubrimiento de América:

Y pienso que quizás
no es tan grande la tierra, ni extranjera 
y que podemos encontrar, buscándolo
nuestro pasado en ella. 

(1957: 31)



El Contrabajo

Toca,
     toca
          con trabajo
                     el contrabajo
bajo y ronco,
            ronco y bajo,
con su canción a destajo,
         que el más alto
de los músicos
            toca con gran desparpajo
grave y sordo
            y hacia abajo,
bajo,
     bajo,
          el contrabajo.




Coltrane Blues 

En el principio fueron el ritmo y la tristeza
-en los algodonales de Louisiana,
                                             en Basin Street-,
                                                                    después,
mucho después
                     vino del fondo del alma mutilada
un impulso ascendente.
                               Mística pura.
                                                 El ritmo
ya no desenfrenado
                          sirve al fervor,
                                             se pone de rodillas
y durante diez años
                          -desde mil novecientos
cincuenta y siete-
                        el saxofón soprano
de John Coltrane
                        nos muestra
un camino olvidado.
                          Entre la niebla
unas pocas palabras se repiten,
como una rota acción de gracias
                                            y de
pronto
         el disco se ha rallado.
                                      Tenemos
         que volver a empezar:
                                      En el principio
fueron tan sólo el ritmo y la sorpresa...

Poems for John Coltrane, publicado en Estados Unidos (1969)



Ilustración de Carlos d'Ors. 

Las focas 

Salen, 
lentas y oscuras, 
vacilantes, 
las focas. 

En sus hocicos, 
sendas, 
variopintas pelotas. 

Con torpe movimiento, 
de la una a la otra, 

se las pasan 
y nunca, 
y nunca se equivocan. 

Suben por la escalera, 
se saludan graciosas. 

la descienden de espaldas, 
¡hasta el agua, se arrojan! 

Y las pelotas, 
siempre, 
siempre, 
siempre en sus bocas... 
Y nunca, 
nunca, 
nunca 
se equivocan. 

de Tarde de circo
 Editorial Miñón, 1982. págs 52-54.



Ondina, ola pequeña

La muerte es un momento de silencio,
en el que todo se aleja de nosotros.
Tú no podrías oírlo jamás,
tú que eres rumor eterno,
cascada, manantial,
cauce dormido, pero rumor de cauce,
nieve que buscará el camino
hacia la mar.
Canción de tu silencio,
no conoces el bronco silencio de la muerte?.
Cuando el amor se vaya,
cuando llegue la muerte,
tú volverás a tu vivo rumor elemental,
nuestra vida mortal, pero tú, pura,
rozada apenas por la rosa del existir,
alma que torna a lo más claro,
tú seguirás cantando
en la alta peña donde nace el torrente,
y seguirás fluyendo por el cauce rodado,
de tanto acariciarte, de la montaña,
y dormirás en el azul del lago
y seguirás tu ruta irrefrenable hacia la mar,
tu eternidad.
Quizás me recuerdes de pronto,
un día, que otra permanencia no quiero,
si no es tu voz llamándome
cuando mi nombre sea sólo un nombre,
cuando mi luz huida sea en ti sombra pura
que nadie podrá nunca arrebatarte,
llama, fulgor dormido que alguna vez,
de pronto encenderá tu sueño
como si te besara. 

de Libro de Ondina



Vivir

Vivir es la costumbre de ir muriendo, 
de no saber morir. Es la costumbre. 
Un pájaro de fuego cuya lumbre 
abrasa el alma mientras va cayendo.

Vivir es atender desatendiendo 
la llanura por ir hacia la cumbre. 
Es inquirir entre la muchedumbre 
la senda que se irá desvaneciendo. 

Es búsqueda y hallazgo a cada paso 
para seguir buscando y encontrando 
la misma aurora, el sol, el mismo ocaso. 

Es poder descansar sin saber cuándo. 
Sin saber. Aquí. Siempre. En cada caso 
para seguir muriendo y esperando. 



A CONTRACORAZÓN

He quedado sin ti. Las horas suaves
pasarán sin esfuerzo. La mirada
se perderá en alguna encrucijada,
pero no para verte. Tú lo sabes.

He de seguir el vuelo de las aves.
el aire que me anuncie tu llegada,
que así, sólo en la brisa iluminada
has de llegar . Y sé que tú lo sabes.

Sé que lo sabes. Que lo supiste
ayer cuando marchabas como hondero
cuando la piedra lanza. Mas te fuiste.

Y quedo yo, sabiendo, prisionero
de esta piedra lanzada, mudo y triste,
que aún a contracorazón te espero.



La playa larga

Tendido junto al mar
cierro los ojos
y hasta la oscuridad
se vuelve oro,
mientras las olas suenan
cercanas,
como
una gran caracola
donde está todo.



Ciclistas

Bicicletas de una,
de dos
y de tres ruedas
se cruzan,
se entrecruzan;
mecánicas y tercas.
Los hombres que las montan,
ágiles pedalean,
giran enloquecidos,
suben las escaleras.
Y todo,
todo,
todo,
en bicicleta.
Una palmada
y súbitas
al unísono frenan.
Y  en su sitio se quedan
inmóviles y quietas.
Otra palmada.
Arrancan
de nuevo
y serpentean
por la pista.
Sin manos
los ciclistas las llevan.
Otra
y corren de espaldas
entre bromas y veras,
y  parece que chocan,
pero no,
se sortean.
Y parece que caen,
pero no,
se enderezan.
Y todo, todo, todo.
Y  todo, todo, todo,
en bicicleta.



Cantiga XV

En mi país, 
alto como un castillo, 
cercado por el viento y por el mar, 
en su mole roquera y olvidada 
Tú encontraste morada natural. 
Desde la áspera piedra pirenaica 
hasta el vendido Sur de Gibraltar 
Tú elegiste mis campos cenicientos, 
mi luz perdida, 
el árbol sideral 
de mi torreón batido por dos mares 
como un barco que busca el más allá.. 
y allí te hallé, 
en mis prados catalanes, 
volando en el azul de Montserrat. 
Y allí te hallé, 
como una flor de fuego 
sobre Aragón, 
enhiesta en tu pilar 
que han gastado los besos peregrinos, 
el mío entre ellos, 
hace tiempo ya. 
Y en Navarra te hallé, 
Virgen de Dicastillo 
vecina mía, 
que me diste paz, 
que llamabas al alba a mi ventana 
con tus dedos campanas de cristal. 
Y te hallé en Covadonga, 
rodeada de montañas tu casa secular 
en la que un día amaneció mi patria 
por los caminos que hacia el valle van. 
Y en Téifaros te hallé 
y te di mi música. 
Y en Betanzos, 
gallega y celestial, 
y en el panal florido de Valencia 
—Nostra Senyora deis Desamparats—
y en la alta y seca estepa castellana 
donde te fui a buscar 
y te encontré en las naves navegantes 
de las azules catedrales, 
que han 
surcado la llanura por los siglos, 
llevándote consigo en su hogar. 
Te hallé en Extremadura, 
en Guadalupe 
mirando, 
más allá de Portugal 
la ruta azul, 
el camino infinito 
que tus hijos supieron desbrozar. 
y en Segovia te hallé, 
junto al Eresma, 
al románico pie de la ciudad 
y junto al Duero te encontré en Zamora 
y en Toro, 
en la desierta Catedral 
y en la morada amurallada, 
donde 
se ve el alma volar 
como un castillo todo de diamante 
o muy claro cristal. 
Y en Toledo te hallé 
y eran tus ojos 
los de Doña Jerónima de las 
Cuevas 
y me mirabas soñadora 
como desde un divino cigarral. 
Te hallé en La Mancha 
anclada en el palacio 
de Álvaro de Bazán 
y en Granada te hallé, 
donde la Reina sueña 
y el Rey Fernando vela su soñar. 
Al andar los senderos de mi patria 
por todos ellos te sentí pasar. 
o fue difícil el cantarte. 
Sólo 
tuve que recordar. 

De: Nuevas cantigas





Jaume Ferran, poeta “desasosegado” de la Escuela de Barcelona

Amigo de Costafreda y Barral, presentó una entonces joven secretaria Carme Ballcels al editor

Por CARLES GELI

De pequeño, su padre le recitaba sonetos de Josep Carner; de joven, él se convirtió en uno de los mejores amigos de Alfonso Costafreda, bardo de referencia de los primeros momentos de la Escuela de Barcelona. Entre esas dos realidades poéticas y lingüísticas forjó su vida y su obra el escritor Jaume Ferran, último representante que sobrevivía de la etapa fundacional del movimiento, que falleció el pasado sábado en un pueblecito de Atlanta, en Estados Unidos, según ha trascendido ahora.

“El desasosegado Jaime Ferrán parecía un personaje inventado. Espoleado por mil proyectos, comido por todas las inquietudes, estaba siempre de paso en todas partes…”, escribió sobre él en sus memorias el editor Carlos Barral, a quien había conocido en 1945 en la Facultad de Derecho de Barcelona. Ese no parar inquieto que siempre le acompañó tenía su origen en un entorno de familia numerosa intensísimo: no había hermano (y eran 10; él, el mayor) que no practicara alguna actividad artística, mayormente la música, para regocijo de sus melómanos padres, que los empujaban a interpretar los domingos en un concierto hogareño.

Nacido en Cervera en 1928, Ferran notó enseguida la comezón poética a principios de los años 40, igual que sus después compañeros y amigos Barral y Costafreda, a los que presentó. En su caso fue en catalán, en unos inevitables sonetos ante la no menos inevitable influencia del príncep dels poetes que le recitaba su progenitor. Un fruto nonato de ello fue los que escribió entre 1946 y 1947 y que deberían haber dado el poemario La primavera encesa, de no haber extraviado el manuscrito, si bien su vocación quedaría plasmada tanto en la Antología Poética Universitaria de 1949 como en la de 1950. Aquel azaroso episodio y la influencia lingüística de sus amistades (“en casa se hablaba y se escribía en catalán”, recuerda hoy una de sus hermanas, Carmen), hizo que saltara al castellano: Ferran está en el núcleo de estudiantes que ya en el curso 1945-1946 se reúnen en la cantina de su facultad y que bautizan como el Bar de Juanito en honor al camarero que los atendía. Ahí consolidará aún más, si cabe, su amistad con Costafreda, indestructible hasta la muerte de este último, al que dedicará nada menos que dos libros: Alfonso Costafreda (1981) y El libro de Alfonso (1983).

Parecía un personaje inventado. Espoleado por mil proyectos, comido por todas las inquietudes, estaba siempre de paso en todas partes…", le recordaba Carlos Barral

Que se estuviera quieto un buen rato charlando era, sin duda, un mérito de sus compañeros porque en 1948 Ferran ya colabora en la revista Estilo, punta del iceberg de esa hiperactividad que hacía que “participaba en muchas cosas, nunca demasiado reales”, a tenor de Barral. Aún así, tuvo un papel quizá poco reconocido como puente entre el grupo de Barcelona y la intelectualidad de Madrid. A la capital acudió en 1951 a preparar su ingreso en la Escuela Diplomática, lo que le dio pie en 1952 a conocer a Eugeni d’Ors, de quien se convirtió en su ayudante de la cátedra de Ciencia de la Cultura hasta la muerte del padre del Noucentisme, en 1954. A la vez, tomaba clases particulares con Enrique Tierno Galván, y fue tan incansable en su actividad dentro del Sindicato Español Universitario (SEU) que acabó siendo su director de relaciones culturales. Ese cargo y su colaboración simultánea en la revista Alcalá explican que ésta dedicara en 1952 un número a Cataluña donde escribieron Albert Manent, D’Ors y Barral y fuera ilustrado por Albert Ràfols Casamada o Antoni Tàpies.

Tàpies y Barral participaron en Madrid en 1954 en un intercambio de intelectuales castellanos y catalanes gracias a los oficios del inquieto Ferran, que compaginaba todo ello con la poesía. De 1952 es La piedra más reciente y de un año después Desde esta orilla, conjunto, claro, de sonetos que había obtenido un accésit en el prestigioso premio Adonais del año anterior. La pulsión seguía, como reflejaban su trabajo en una tesis doctoral sobre Joan Maragall o la asistencia, los domingos, a la tertulia de Vicente Aleixandre, a quien no se cansó de hablar de la poesía de los jóvenes bardos catalanes. De todo ello salieron, con los años, antologías y traducciones al castellano de Maragall, Carner o Foix, o ensayos sobre el primero (Los diálogos de Joan Maragall, en 1971) o sobre d’Ors (1967). La hiperactividad también le llevó a estudiar en 1973 la figura de Ezra Pound, a quien había conocido visitándole en un sanatorio.

A medidados de los años 50, afincado en la capital, hizo de puente entre los intelectuales catalanes y madrileños

“Nada le importaba, excepto la poesía y, sobre todo, la amistad”, recordó años después Barral, que interpretó la “actividad demencial” de Ferran como “una forma de solicitar atención, de provocar la solidaridad humana”. Curiosamente, no fue correspondido con el mismo ímpetu: con poemas siempre de corte introspectivo y trasfondo moral (Memorial, en 1971, de trasunto amoroso; La larga playa, de una década después, de recuerdos de infancia), su poesía no acababa de gustar a sus propios colegas. Barral decía que había en sus composiciones un “uso y abuso de la retórica tradicional” que atribuía en parte a que era “un católico declarado”. Josep Maria Castellet, guía teórico-espiritual del grupo, creía que sus poesías no se ajustaban al realismo crítico que eran marca de la casa del grupo, como dejó entrever cuando Ferran ganó en 1953 el Ciutat de Barcelona por Poemas del viajero, uno de los primeros títulos que publicó el sello de la revista vinculada a la Escuela de Barcelona, Laye, que, cómo no, ayudó a impulsar.

El distanciamiento de Ferran fue también físico porque en 1955 viajó a EE UU, de donde fue inicialmente yendo y viniendo los primeros cinco años para quedarse de manera más estable a partir de 1960, impartiendo hasta 1995 clases de literatura española en las universidades de Colgate y Syracusa, desde donde se vinculó a la North American Catalan Society o al Centro de Estudios Hispánicos que dirigió.

Poeta en castellano, 'regresó' al catalán a la hora de escribir sus dos libros de memorias

El catalán retomó fuerza en su pluma al hacer balance de su intensa vida, repaso que inició en 2001 con Memòries de Ponent, que le valió el premio Gaziel, y que completó siete años más tarde con Diari de tardor. Reflejan ambos títulos, “una persona muy optimista, de memoria prodigiosa y muy generosa”, dice su hermana. De esa generosidad siempre dieron fe tanto su mujer y sus dos hijos, Jaime y Ofelia, como Camen Balcells: los padres de ambos se conocían de Cervera y el poeta casi la ahijó, facilitándole un primer trabajo como secretaria del gremio de fabricantes de maquinaria textil y, luego, al presentarle a Barral, lo que la encaminaría como agente literaria. Lo que decía el editor: nada le importaba a Ferran, sólo la literatura y la amistad. O sea, todo.




En recuerdo del poeta Jaime Ferrán 

Publicado por Francisco Luis Redondo Alvaro

No hay manera de embridar y domeñar este blog. Antes me estaba sugiriendo temas continuamente y decidí callarlo un poco y hacer menos frecuentes y más cortas mis entradas, mis posts. Con lo primero sólo he logrado que se me acumulen los temas pendientes y en lo segundo he fallado con clamor. Además, de momento he de cambiar la estrategia y publicar dos o tres entradas seguidas de extensión desusada, porque llevan versos y esto las alarga, aunque casi siempre trataré de escribirlos en línea.

Se trata de algo excepcional, claro: ha muerto, el seis de febrero, un excelente y querido poeta, Jaime Ferrán y Camps, a quien ya mencioné en mi entrada del 6 de julio del 2014, y tengo que hablar de él, del único libro suyo que tengo ahora a mano, Libro de Horas, y de un cortísimo poema, al que me referiré después. No podría, ni es mi intención, escribir un estudio serio sobre su poesía. No sabría distinguir un ‘primer Ferrán’, ‘un segundo Ferrán’, etc., esas sutilezas que encantan a los críticos sesudos. Pero puedo hablar un poco de él como persona, porque tuve el privilegio de conocerle; y del libro que menciono, que es una joya. Es del año 2008 y está dividido en cuatro partes, las cuatro estaciones del año.

Lo escribió el poeta unos ocho años después de la muerte de su esposa, Carmen Rodríguez de Velasco. No existe una correspondencia exacta entre el tono de los poemas y la estación del año en que están encuadrados, más bien revelan un cierto orden cronológico, con versos que remiten a su juventud agrupados en Primavera, a su madurez en Verano, etc. Los versos de Invierno, en los que se refleja, y hasta se cuenta, la muerte de Carmen, son sin duda los más tristes. En conjunto, es un libro triste, impregnado de una única ausencia-presencia, en el que se refrenda y justifica la cita inicial, del gran poeta portugués Luis Vaz de Camões: Vi que todo o bem pasado não e gosto mas é mágoa (Vi que todo bien pasado no es gozo sino tristeza).

El primer poema del libro, en el apartado Primavera, describe de manera tajante el contraste entre lo que persevera y lo que se desvanece (reproduzco, sólo en este caso, la disposición tipográfica original, que no respetaré en el futuro, para no complicar y alargar excesivamente la longitud de la entrada):

No pasa la pasión,
                               pasa la vida.
El tiempo pasa
                         y al pasar
                                          nosotros
con él pasamos.
                           Pero
no pasa la pasión.
                              El mismo fuego
me abrasa todavía
cuando te veo,
                        cuando te recuerdo.

Digo que es un libro triste, pero se trata de una tristeza mitigada, suave, esa que algunos han llamado tristeza poética. Pasa la vida, pero hay cosas que permanecen. En realidad, también puede ocurrir justamente lo contrario, que pase la pasión y la vida se haga larga y pesada. Este es el tipo de análisis que no se puede hacer en poesía, en la que cuenta, no la estricta racionalidad, sino lo hondo y peculiar del sentimiento, lo que canta el poeta. Aquí lo único que importa es la música y la belleza, el descubrimiento de un mundo personal, profundo, no pautado y acomodado a la lógica. La expresión íntima e incontaminada de una realidad, que nace y se impone en las palabras. Jaime y Carmen vivieron en Estados Unidos: en un país distinto / que se ha ido / haciendo nuestro noche a noche… Y ya está dicho, ahí está ya todo, no hay nada más que explicar.

Todavía en Primavera, hay unos versos muy machadianos, de los de don Antonio: Pasan las mañanas / y las tardes lentas / en la sala clara, / en la oscura escuela / de bibliotecarias / donde tú me esperas / cuando el día acaba / y la noche empieza… Son versos sencillos, frescos, con la rima y el repiqueteo del ritmo bien presentes. Hay otros muchos así en el libro. Y otros distintos, de ‘arte mayor’, entre los que muestro uno de los más alegres, con Carmen siempre en el cuadro. Aquí se canta su presencia: Nuestro primer viaje fue a Granada, / que descubrí, de nuevo, a tu costado: / la roja Alhambra, el dédalo / de cámaras secretas, los jardines, / el laberinto del Generalife / entre fuentes que cantan, el palacio / del César, la oscura catedral / con los Reyes dormidos, las tendillas / el alegre Albaicín, la mansa vega, / los cármenes al pie de la sierra…

En Verano la felicidad se hace perfectamente posible y sólo se torna huidiza y frágil al recordarla, tantos años después; de momento es sólida, maciza, indestructible: Verano en Santander. La Magdalena / es como un barco lleno de estudiantes… Y entonces surgió la noticia: un profesor de la Colgate University visita Madrid en busca de licenciados españoles para impartir enseñanzas en Estados Unidos. Y cuenta Jaime, como si fuera un asunto menor: Así se interrumpió nuestro verano. / Así cambió de rumbo nuestra vida. Permitidme añadir aquí unos versos míos: Y el destino, / o el puñetero profesor americano, / nos robó a Jaime. Desde entonces, / sólo pudimos verle en ocasiones, / cuando venía a restañar la herida, / la deuda que contrajo con nosotros, / que lo quisimos tanto, cuando éramos / tiernos devotos de él y lo admirábamos. / Bueno, lo que cuenta, es que fuera feliz. / Con eso solo, estábamos contentos.

Pasó algún tiempo, con la felicidad intacta aún. Volvían los dos, Carmen y Jaime, a Madrid alguna vez: De regreso a Madrid, / en la vieja colina de los chopos / hallamos la paz resucitada, / el jardín recoleto / y en él “sólo el amor” / que encontró Juan Ramón. Vinieron una vez en barco, en el Covadonga, de Nueva York a Bilbao, y se trajeron su coche americano, un Chevrolet Corvair, de moda entonces: Llevábamos a bordo / el Corvair, nuestra casa / pues que no la teníamos. […] En el blanco Corvair / íbamos y veníamos / de Barcelona al mar. ¡Cómo entiendo estos recuerdos del poeta! Mi coche en Nueva York era un Rambler. Cuando alguien me pregunta ahora si deseo todavía alguna cosa, respondo: Sí, volver a tener veinticinco años y recuperar mi viejo Rambler, que tiene que estar todavía en alguna parte; lo demás no me interesa.

En Otoño ya empiezan las filosofías, mala cosa. Cuando se es feliz, la vida —la naturaleza, la esencia de la vida— no preocupa gran cosa: se vive, simplemente. En el primer poema de este apartado, ya se ponen límites al amor, ya se habla de cosas imposibles. Durante una buena parte de la vida, lo imposible, en un cierto sentido, no existe. Un buen día se instala tal noción entre nosotros y ya no puede ser desterrada. Amamos lo imposible. / Buscamos más allá / de lo que ven los ojos / la última verdad / y nunca la encontramos, / se evade una vez más. Y un poco más tarde, aparece la odiosa, la obscena palabra: Envejecer es irse despidiendo / de todos y de todo. Envejecer es irse / poco a poco. La vejez puede ser otras cosas —puede ser la ocasión para vivir vidas que no fueron posibles antes—, pero repito lo que ya dije al principio: la poesía no demanda, ni tolera, ser analizada. La poesía es la gran sugeridora de temas, la ganzúa, la falsa llave, que es capaz de abrir puertas muy diversas, esa es su virtud.

En Invierno, se concretan los malos augurios avanzados en otros momentos; llega el final, el que se presume y anticipa desde el mismo principio. El poeta confiesa: No estaba preparado / para el final. Nunca lo estamos. /Llegó por la mañana. […] Vino la enfermera… / Se pararon dos ciervos / en el jardín. / Cuando nos lo dijeron / ya no estaban. Tú también te habías ido. No se puede aludir de forma más alígera y elusiva a la muerte. Unas páginas más adelante, Carmen ya está ausente, presente de otro modo, para siempre, definitivamente: Eres ahora / ya presencia encantada, / ceniza de aquel fuego / que nunca se apagara, / calor en el invierno / y murmullo del agua / en la tierra sedienta, / luz en la noche clara…

El libro es un lento canto a Carmen, cuyo rostro aparece sobre un fondo negro en la portada. Es una confesión sincera, una profesión rotunda e incondicional de amor, como quizá sólo hacemos a alguien que está ya en la otra orilla. Porque la percepción del amor se acrecienta y magnifica con la ausencia definitiva y uno se libera del pudor que impone la cercanía, el que permanece incluso en la entrega más rendida. En el libro, sin embargo, la tristeza nunca parece excesiva, está embellecida por el consentimiento y una resignación generosa y lúcida. Es una tristeza bella, una dulce melancolía, como corresponde a un poeta enamorado y agradecido, que conoce y valora el privilegio de una relación intensa, excepcional. La contención verbal y la delicadeza acompañan cada página del libro. Nada es exagerado o excesivo. Los recursos verbales son los justos y apropiados. Si alguien ha sugerido que el buen estilo literario está hecho de renuncias, aludiendo a la exclusión de lo innecesario y superfluo, se puede afirmar que ese es el estilo del poeta, sereno, horaciano.

Es también, sin proponérselo, una breve biografía, la historia de una vida, o de dos, como la de cualquiera de nosotros; por eso es tan entendible, tan compartible. Los detalles, los acontecimientos se narran sin intención, sólo para acompañar, para situar lo que va aconteciendo con los años, en torno a lo principal, a lo que de verdad cuenta, a lo único que importa: la permanencia del amor, la unión sagrada entre dos seres.

En una carta de hace bastantes años, la recientemente fallecida Carmen Balcells mencionaba a Jaime Ferrán, de quien era amiga desde su juventud, y me anunciaba el envío de ese libro suyo, Libro de Horas, al que calificaba como “pequeña joya”, el que he utilizado para espigar mis citas. Doña Carmen entendía de literaturas y me adhiero a su calificación del libro. En mi contestación le escribí: “Lleva usted razón, el libro es una joya. Su estilo es el de siempre: íntimo, tierno, sencillo y amable. Como él mismo. Leo sus poemas y vuelvo a oírle. Siempre nos saludaba llamándonos ‘viejo’, ‘maestro’, etc. En el Colegio, era un poco nuestro hermano mayor, el de todos. Le puedo asegurar que se le quería como a tal. En su casa eran diez hermanos, nosotros éramos doscientos”.

Porque yo había coincidido con el poeta, hace casi sesenta años, en un Colegio Mayor de Madrid. Al principio, era yo de los más jóvenes allí y él quizá el mayor, con su carrera terminada. Ya había publicado libros y eso le revestía, ante mí y ante todos nosotros, de una irrebatible magnificencia. Era además extraordinariamente accesible. Recuerdo que en una ocasión le pregunté que si sabía de la existencia de un Jaime Ferrán famoso —yo pensaba en Jaime Ferrán y Clua, el ilustre médico catalán que había diseñado algunas vacunas— y me contestó enseguida: Claro que sí, viejo, soy yo.

Mencioné antes un poema de Jaime que conocíamos todos en el Colegio. Era muy sencillo y corto y, cuando nos poníamos estupendos, lo que sucedía con frecuencia, lo recitábamos coralmente, en noches inolvidables, quizá después de haber asistido todos juntos a algún episodio de Los intocables, de Elliot Ness, que daban entonces en la incipiente televisión española. Eran impresionantes las doscientas voces declamando:              

Viento
de
Tejas.
Amor
en el
aire.
Jamás
podré
olvidarte.
Y dejo
mi corazón
en prenda.

Oigo el poema, todavía, con una acuidad que no tienen las voces y sonidos de ahora. No lo he olvidado; ciertas cosas no se pueden olvidar. Jaime estaba allí, sonriente y complacido. Nos había dicho muchas veces que el poema lo había escrito durante un concierto al aire libre, una noche de verano en Tejas, que era ya, también para nosotros, inolvidable, insuperable. Lo había escrito en el estrecho margen del programa y por eso era de versos tan cortos. Lector, créeme, si cierro un momento los ojos, lo vuelvo a oír, exactamente como entonces. ¡Qué misterio el de nuestros recuerdos!

Ese viento de Tejas era ya también nuestro, incorporado a nuestro inocente y virginal pasado. Y en Tejas, según certificaba nuestro querido Jaime, que tenía mucha más experiencia en todo que nosotros, el amor —ese amor por el que suspirábamos y que nos hostigaba entre clases y exámenes y siempre— estaba allí, en el aire; es decir, libre, ubérrimo, permeándolo todo, ofrecido a todos, para quien quisiera abrazarlo y apropiárselo. ¡Ah, Tejas, Estados Unidos…! ¿Cómo sería, en verdad, el viento de allí? ¿Y ese amor que habitaba en el aire? Habría que ir a ese país alguna vez, como había ido ya Jaime. Sí, habría que ir...

El poema aún permanece en todos nosotros, los colegiales de entonces, a más de medio siglo de distancia. Se cuela en nuestros sueños, en nuestros escritos, sin que nos demos cuenta. Junto al nombre de Jaime, aquel poeta que conocimos de jóvenes, el primer poeta que conocimos, que andaba despreocupado por el Colegio, con cierto desaliño bohemio, habitante ya del Parnaso y tan accesible. En unos versos en broma, ripiosos, que escribí a un amigo, eminente médico y poeta —ahora conozco a bastantes—, se coló de rondón el famoso viento tejano, agazapado en el recuerdo, siempre esperando, pronto a renacer. Contaba yo a mi amigo, Francisco Loredo (Floredo en su antiguo e-mail), mis venturas de amor en Nueva York. La primera fue precisamente con una tejana, que trabajaba junto a mi Servicio en el hospital. Quizá es algo divertido y copio una parte; así me desvío un momento hacia lo liviano en esta última entrada:

La primera flor
de este largo cuento
de amores lejanos
era de un desierto;
porque era de Tejas,
¡qué tiempos aquellos!
Trabajaba al lado
y ahuyentó al invierno.
Yo la fui cercando,
andaba al acecho.
Un día propicio
la ataqué certero.
“Flor —le dije, impávido—,
aquí está tu tiesto”.
Luego el resultado
fue justo el inverso.
No sé si me explico,
pero yo me entiendo.
Ella me miró
y cedió, riendo.
¡Si no cegué entonces,
nunca seré ciego!
Viento
de
Tejas.
Amor
en el
aire.
Jamás
podré
olvidarte.
Y dejo
mi corazón
en prenda.
Todo está muy bien,
pero en estos versos
has pulverizado
las rimas en e, o,
puede que me digas,
querido Floredo.
Y ante tal reproche,
presto te contesto:
Es que no son míos,
estos van en serio.
Son de un poeta amigo,
del mismo Colegio,
que se llama Jaime
y Ferrán lüego.

No era el viento de Tejas, pero en Nueva York también el amor endulzaba el aire. El azar me lo trajo con una chica tejana. ¿Quién sabe qué vueltas dio el famoso viento de Jaime? Quizá lo respiró allí mi amiga y por eso fue amable conmigo. Los vientos son libres, soplan cuando quieren y hacia donde quieren y lo único que cabe hacer es aprovecharlos cuando vienen de cola y tratar de arreglarse con ellos cuando son de cara. Y encontrar, si hay suerte, el que nos envuelva y lleve durante toda la vida.

Digo otra vez que aquellos viejos versos están bien interiorizados, asimilados y rebrotan en cualquier momento. Se me asomaron a mí, contemplando no hace tanto tiempo los olivos de mi tierra:

Úbeda,
al caer
la tarde.
Azogue y plata,
los olivares.
El esfuerzo
en los surcos
y el amor
en el aire.
Volveré siempre
y dejo
mi corazón
garante.

Son versos inspirados en los de Jaime, sin su gracia. Pero no son plagio, porque, en este caso, se cumple lo que decía de las coplas el otro Machado, Manuel: y cuando las canta el pueblo, / ya nadie sabe el autor. Aquí, el pueblo somos todos aquellos jóvenes estudiantes, que un día aprendimos un pequeño poema, escrito por uno de nosotros, una especie de hermano mayor, y ya no lo hemos querido o podido olvidar.

He escrito muy recientemente de una desviación que puede darse, más o menos consciente, en algunos obituarios: que sirvan de ocasión, con el pretexto de recordar al difunto, para hablar de uno, aunque sea al explicar la relación con el fallecido. No querría, en manera alguna, que este fuera mi caso. He hablado de Jaime, de mi relación con él, porque es la más poderosa razón que me ha llevado a traerle a estas páginas. Como dije al principio, no me atrevería a analizar el conjunto de su obra, porque no la conozco con el debido detalle. En los tiempos del Colegio me la sabía mejor, y pienso que su estilo se ha mantenido más o menos constante. De todas maneras, me siento obligado a dar algunos datos de su biografía, que resumiré muy brevemente.

Jaime Ferrán y Camps nació en Cervera (Lérida) en 1928 y en su juventud formó parte del grupo de poetas catalanes que integraron la llamada ‘generación del Medio Siglo’: Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goitysolo, Alfonso Costafreda, etc. Cuando vivió en el Colegio, ya había publicado algunos libros de poemas: Desde esta orilla (1952), Poemas del viajero (1953), Descubrimiento de América (1957), Canciones para Dulcinea (1959). Por el primero obtuvo un accésit en el prestigioso premio de poesía Adonais, de Editorial Rialp, en 1952, con sólo veinticuatro años.

En 1960 marchó como profesor de literatura a la Colgate University y en 1963 empezó en la Syracuse University. Ha publicado también en prosa, ha escrito ensayos sobre Lope y Josep Vicenç Foix y traducido, con su esposa Carmen, a Yeats, Ezra Pound y Mary McCarthy. En el 2001, Ferrán reunió sus recuerdos personales y literarios en Memòries de Ponent, escrita en catalán y galardonada con el Premio Gaziel, en donde cuenta su infancia, sus tiempos de estudiante en Barcelona y Madrid y sus años de profesor en Estados Unidos.

Es triste escribir obituarios. Llevo muy mal que se mueran mis amigos. Morirse uno es más sencillo, menos complicado, más cómodo. Y no hay que asistir a ningún funeral en donde alguien, sin gran experiencia personal directa, hable de lo bien que se pasa de muerto. En este tema, la suprema sabiduría la condensó la señora aquella que argüía: Bonito el cielo, sí, pero como en casa no se está en ninguna parte.

Más en serio: ir quedándose solo tampoco es nada bueno. En un relato mío, El reino de Ta, cuento lo siguiente: Piasta, el rey de los veranos gaélicos, en una edad ya avanzada quiso viajar a Tirnanoge, la tierra de la perpetua juventud, nunca visitada por la Muerte. Preparaba el viaje cuando se le presentaron unas hadas y le preguntaron: Rey Piasta, ¿te gustaría seguir viviendo cuando ya hayan muerto tus caballos y tus canes, los maestros que te guiaron en la vida, las mujeres que te dieron su amor, los armados compañeros de las batallas? ¿Te gustaría vivir en un mundo en el que no tendrás a nadie con quien compartir un recuerdo de infancia y mocedad? El rey se llegó hasta la ribera de un río y meditó las preguntas de las hadas. Al final, después de haberlo pensado mucho, decidió no ir a Tirnagoge, y dejarse morir, cuando le llegase su hora.

Sólo queda ya la esperanza de encontrar a Jaime en algún otro sitio. De que, finalmente, el viento de Tejas nos encuentre juntos y nos arrebate a los dos. Y a Carmen, claro. Y a los colegiales que pasaron por el Colegio y lo conocieron u oyeron hablar de él. Y a las mujeres que nos acompañaron en nuestras vidas. En fin, a todos. Con el amor ya afianzado y dueño definitivo e indiscutible del aire.





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3 comentarios:

  1. Soy el hijo del poeta Jaime Ferran. Gracias por esta pagina sobre mi padre quien fallecio este ano en Atlanta, vivia conmigo. Mi padre hizo mucho por la poesia y lo hizo en dos continentes.

    Jaime Maria Ferran

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    1. Jaime, un abrazo hasta Atlanta

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    2. Estimado Fernando,

      He vuelto a ver tu pagina web y veo que has ampliado esta parte dedicada a mi padre. De todo corazon te lo agradezco. Hay mas textos y el lector puede tener una idea mas elaborada de la poesia y de la vida de mi padre; las dos, poesia y vida, estan muy unidas en el caso de mi padre.
      Un abrazo,
      Jaime Maria Ferran

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