domingo, 31 de agosto de 2014

PEDRO ENRIQUE RODRÍGUEZ [13.115]



Pedro Enrique Rodríguez 

(Maracay, Venezuela 1974) es psicólogo, profesor de la Universidad Católica Andrés Bello, es autor de los libros Oficio de lectores – Textos de detectivismo literario (2008) y El silencioso vuelo de los peces (2009). Fue ganador del Concurso de Poesía José Barroeta 2012, convocado por la IX Bienal de Literatura Mariano Picón-Salas, con el poemario La fugaz caligrafía del resplandor.


Pedro Enrique Rodríguez ganó el II Premio Equinoccio de Poesía Eugenio Montejo, 2014
Antiguas Postales del fin del Mundo: 



1.

En los años noventa,
poco antes de que se acabase el mundo,
las páginas culturales de los periódicos
(las mismas mariposas sucias de Tranströmer)
nos daban los partes del Apocalipsis.
El hombre, nos decían, había muerto.
También estaba muerta la historia,
el futuro, los conceptos.
Los lentos suplementos culturales
hacían las veces de páginas de sucesos.
Yo las imaginaba escritas por un comisario Treviranus,
triste y somnoliento,
quien redactase sus noticias en mangas de camisa
mientras un viejo tocadiscos RCA Victor
dejaba sonar un suspiro de Debussy
y un lejano estuario brillaba como arena del desierto.

Eran los tiempos de la historia policial
ilustrada con los cuadros de De Chirico.
De toda la taimada genealogía de los disparos de nieve.
Estábamos suspendidos en el centro de la nada.
Imitábamos a una ráfaga de lluvia
que se estrella contra la superficie del parabrisas
en una carretera sola del Canadá.
El final era eso. Esa quietud.
Esa desoladora trivialidad.

Me pasaba casi todo el día en una universidad,
en su biblioteca, en sus salones espaciosos y fríos,
en los cubículos de sus salas de estudio,
o tumbado en la grama bajo las ceibas
mirando el paso de las nubes.
Leía, leí, todos los libros que me fueron posibles.
En el fondo, buscaba a Mesopotamia.
La imagen de una ciudad que descubrí,
aun sin saberlo, muchos años antes
cuando era todavía un niño
en el último filón de una ciudad
incendiada por el color rojo de la tarde,
por una melancolía que solo era mía;
un mundo donde habitaba una madre triste y sola,
un padre que fumaba un cigarrillo tras otro
mirando caer la tarde,
intentando comprender la magnitud de su derrota.

Yo leía a Lyotard. Leía a Vattimo.
No les creía ni una palabra.
Fumaba mucho también.
Ignoraba que, a su manera, quería inventarme
algún gesto que pudiese diferenciarme de mi padre.

A veces, solo a veces,
intentaba hacer círculos de humo.
Un fantasma que se dibuja en una falsa bruma.
Así me sentía.
Buscaba fuerza para aprender alemán,
pero no la encontraba por ninguna parte.
Si el hombre estaba muerto,
pensaba entonces,
en verdad se le veía igual que siempre.


2.

Durante años visité una costa amplia y feraz.
Una bahía rumorosa.
A veces, en las tardes
la radio del corredor sintonizaba los ecos
de alguna emisora de las Antillas.
Curaçao, Aruba, quizá Bonaire.
Patois, holandés, variantes de un inglés nasal en amplitud modulada.
Me habían dicho que las ondas se atrapaban mejor en las noches.
A veces captaba las canciones de las novelas de la época.
Cantantes italianas que cantaban al amor y a la nada
sabiendo que ya lo habían perdido todo,
que estaban condenadas a envejecer solas y en silencio
tomando Campari y escuchando las canciones de Edith Piaf.
Una voz espectral leía poemas de Andrés Eloy Blanco
y, al otro lado del transistor,
yo le imaginaba con patillas como chuletas
vestido con un flux color crema y zapatos de patente.

Todo era, al anochecer, un playón inmenso y plano
repleto de casas con bombillas de un amarillo melancólico,
aguas empozadas donde los ranuecos
se ahogaban sin prisa dentro de la luna.
Corredores tristes y solos, aromatizados por discos de repelentes
que se quemaban en la oscuridad como cigarrillos asmáticos.
Todas las casas escondían lo mismo:
Balsas desinfladas, máscaras de buceo, bombas de aire.
Casas solas y distraídas en las que era preciso asolar la hierba
una y otra vez, con la obstinación de la Conquista.
Casas repletas de corredores, alcayatas, cocinas de juguetes.
En las noches, pequeñas parrilleras
con la forma de un Steel Ban
se encendían para asar trozos de carnes rojas y estriadas,
chorizos, vísceras que iluminaban los rostros
de los niños curiosos
como en un remoto cuadro del Greco.

La casa de mis tíos olía a la madera de los muebles.
Al lento reposo de las camas semiortopédicas.
Alirio, Aura, mamá, todavía eran jóvenes
y conversaban hasta tarde en los muebles de mimbre
bebiendo Gin Tonic,
escuchando las canciones de Air Supply,
mientras los limones amarillos descartados
daban la impresión de malogradas pelotas de tenis.

Yo me acostaba a dormir en una habitación con tela metálica.
A lo lejos, el mar hacía un sonido lento y fuerte,
como si estuviese intentando trepar sobre el mundo,
arrasar las radiografías de las palmeras.
A lo mejor lo hacía y, en las noches,
mi sueño estaba influido por sus profundidades,
por abismos azules en los que, sin saberlo,
me esperaba una hilera de recuerdos.
Una caligrafía que flotaba lenta y suave
junto al movimiento sincopado de las algas.
Una estampida de objetos difusos,
perdidos entre la bruma del agua salada
y que, sin saber,
tiempo después anotaría
en una libreta que flotaba junto a mí
y que cada día, como en un generoso acto de magia,
también amanecía seca.


5

A veces nos llegan noticias de otros sobrevivientes,
hombres consumidos por los padecimientos del cuerpo,
mujeres demacradas, con la piel escaldada por el frío de Vancouver.
Licenciadas lentas y memoriosas,
graduadas en profesiones inútiles que jamás ejercieron,
sumergidas en un tedioso arrabal de la ciudad de Perth,
donde preparan tortas en cocinas amplias y limpias
viendo crecer a sus hijos en el jardín mientras suspiran, aliviadas,
creyendo ingenuamente que en realidad escaparon de algo que llevan dentro.
Llegan cartas de los viejos amigos divorciados
que comienzan a rehacer sus vidas entre papeles notariados,
inventarios de cosas gastadas. Grecas. Un sofá cama.
Un florero en el que pende una flor absoluta.
La sala de un apartamento donde habita un fantasma con corbata,
adicto al vodka, derrumbado sobre su propia sombra
(La incómoda herencia de un bisabuelo persistente)
Mujeres todavía jóvenes que miran pasar la noche del viernes
junto a dos niños silenciosos y tristes,
atrapadas en la habitación de una ciudad que no conocen,
iluminados por el reflejo de un programa de concursos
y un pote de helado de dos litros.
Antiguas jóvenes rebeldes que ahora abrazan, con fervor,
a las imágenes de estampas milagrosas que brillan en la oscuridad;
remotas muchachas que ya no sueñan con nada,
convertidas en señoras prudentes que se aburren
y que, al entrar al baño, después de ver dormir a sus hijos,
de pronto notan que desde lejos, más allá del vapor de la ducha,
el espejo les muestra, por un instante,

el celaje del rostro desolado de sus propias madres.


8.

Durante semanas husmeé entre los estantes.
Tenía quince años, era tímido, estaba asustado,
pero sabía el valor de una edición anotada.
Un fantasma recorría Europa.
Contaba con una alianza de enemigos.
Me había tomado el trabajo de copiar sus nombres:
El papa, el Zar, Metternich, Guizot,
los radicales franceses, también los alemanes.

Yo era ingenuo y soñador
como un personaje dentro de un poema de Gerbasi,
y estaba asustado y lleno de dudas.
Pero también estaba decidido:
Debía tener ese libro.
¿Lo vendían a menores de edad?
Podía tener restricciones. Una forma de pornografía de la mente.
Hice la prueba. Pregunté alguna trivialidad al librero:
Un troskista lento y taciturno,
con efectos extrapiramidales
(efectos secundarios de la medicación antipsicótica).
No dijo que sí. No dijo que no.
Sólo me dijo que debía leer a Hegel.
No quedaba claro si era un requisito.

Tuve la duda por dos, quizá tres semanas.
En ese tiempo miré caer la tarde.
Caminé por calles donde Neruda había hecho estragos
y la gente recogía las orejas de las monjas
como trozos de duraznos confitados para la suerte.
Era joven, era tímido.
Algo quemaba dentro de mí. Era la vida.
Una tarde me decidí y entré a esa librería espectral,
a ese recóndito pasadizo al siglo XIX.
Durante un rato releí, de pie, los regalos perfectos de O’Henry
en una edición de relatos sentimentales
hasta que me creí dueño de mi propia fuerza.
(Casi me traiciono y compro, a último minuto,
una novelita de Jack London
por el sólo deseo de evitar inconvenientes).

Salí con el libro en una bolsa de papel.
Me pareció que estaba usada.
Mejor así. Asunto de tabernas,
pornografía en lengua romance. Cosas prohibidas.
De una forma supersticiosa y mezquina
me sentía un poco más hombre.
De una manera vaga y turbadora,
me parecía que entraba dentro de algo parecido a la historia.
Afuera de la librería, la ciudad crujía, traqueteaba,
se desgastaba inútilmente en una sinfonía inconclusa.
Los autobuses pasaban y tenían la misma lentitud
de un trolebús.
La ciudad era vasta y plana, y comenzaba a incendiarse
por el cielo dramático de ese miércoles 8 de noviembre.
Tenía un león dormido. Una bestia viva.
Era ignorante, pero creía en las palabras,
creía en esa luz diáfana de finales del año,
cuando las cosas tienen ese gesto angulado,
esa ingenua cualidad de levedad, de brillo.

La foto de Ceauşescu y su esposa apareció
en la primera página de los periódicos esa navidad.
Dos campesinos lentos y taimados,
arrasados por el brazo lento y seco de la metralla.
Un decrépito señor Claus a quien,
por lo visto, no terminaron por salirle muy bien las cosas.
Todo el periódico del día estaba dedicado a ese fracaso.
A eso, y a las imágenes edulcoradas
de la navidad en la puerta de Brandenburgo.
Lo leería en la mesa de madera
de la casa de la playa de mis tíos.
Varsovia, Ucrania, Bielorrusia
serían lugares de ciencia ficción.
Entraba un crudo invierno en Europa del Este,
pero a mí me iluminaba un sol blando y redondo.
Yo cerraba los ojos.
No entendía casi nada.
Pero igual hacía esfuerzos por imaginar la nieve.



11.

No hablas de ti, no se trata de ti. No se trata de esas tardes falaces que ya no existen y en las que estuviste atrapado sin saberlo. No se trata de tu historia privada. De una historia que, después de todo, no le interesa a nadie, a veces ni siquiera a ti mismo. Como en los sueños, donde están cifrados tus secretos, tus enigmas, tus vanas frustraciones, todo lo que escribes sobre el papel es apenas una forma distorsionada de fraguar un universo cerrado, un torpe círculo de cristal dentro del que cae eternamente la nieve, una dulce y conmovedora manera de ensayar un poder que no tienes y que jamás tendrás.



24.

Me gustan las venganzas que de tanto en tanto
escriben las muchachas solitarias,
esas furiosas leonas dormidas,
poetisas a las que casi nadie desea.
A las que nadie interesa publicar. A las que muy pocos leen.
Improbables invitadas a los coloquios de lujo.
Eterno público de los mediocres recitales de las plazas.
Sus venganzas son honestas:
profetas de un mundo nunca conquistado.
Mariposas fallidas,
a quienes todos han dicho con desdén que son bellas por dentro.
Artistas de la introspección
que cultivan y odian, precisamente,
ese trozo de hielo que les habita
y que conocen al dedillo,
donde solo encuentran
sustancias gelatinosas, parajes de gases cósmicos,
fotos desgastadas que conservan un grito.

Les define el temor y la tentación de la vida y de la muerte.
A veces tienen cosas importantes que decir al respecto,
pese al desdén del auditorio,
pese al fatídico ámbito de autoayuda
que intentan ofrecerle los talleres de escritura
que nunca necesitaron pero a los que,
por un furioso y tímido anhelo de compañía,
siempre pertenecen.

Son lo que son, y bien nos valdría saberlo.
Profetas que nunca lograrán dar con el número de la lotería.
Adivinadoras que chocan, en las noches,
con las puertas abiertas de los anaqueles de la cocina.
Copistas de verdades profundas que queremos ignorar
y que ellas se toman el trabajo de apuntar en sus cuadernos
pese a que la fama y el éxito corresponda, siempre,
a otras muchachas mucho más bonitas.

Todo les ocurre. Todo les daña.
Episodios psicóticos, psoriasis,
obesidad mórbida,
patologías de un triste y vago exotismo.
El recuerdo amargo y sólido
de una mañana de febrero sometidas
a la lenta tortura de una curva de la glucosa.
Malos resultados.
Un médico de pelo blanco que mueve la cabeza
y después les olvida para siempre.

Conocí a una muchacha psicótica que escribía poemas.
Leí algunos.
Cosas hermosas.
Estaba brava, estaba aturdida, estaba asustada.
Contaba sus historias con el shampoo que debía guardar
junto a su cama,
durante los meses de hospitalización.
Las hojas que caían de los árboles en el mes de mayo.
Las noches lentas y repetitivas donde la luna,
una luna que era también una oreja,
escuchaba los pensamientos eróticos
que ella apuntaba secretamente, escondida bajo las sábanas,
desnuda y fría y pálida.
Urdiendo un puñal para matar la noche.






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