domingo, 24 de agosto de 2014

FRANCISCO TOBAR GARCÍA [13.011]


Francisco Tobar García  

(Quito, ECUADOR, 1928 - Guayaquil, Febrero 1, 1997)
Poeta, dramaturgo, narrador, ensayista, periodista, crítico literario, diplomático y profesor universitario ecuatoriano, nacido en Quito en 1928. Autor de una intensa y variada producción literaria que progresa con brillantez y soltura por las modalidades genéricas más diversas, está considerado como una de las figuras más relevantes de la literatura ecuatoriana de la segunda mitad del siglo XX.

Humanista fecundo y polifacético, volcado desde su temprana juventud hacia el conocimiento de las Letras y el cultivo de la creación literaria, cursó estudios superiores en la Universidad Católica de Quito, de donde egresó con el grado de doctor en Literatura. Emprendió a partir de entonces una fructífera trayectoria docente que le condujo de nuevo hasta las aulas de su alma mater -aunque ahora en calidad de profesor-, y desde allí fue adquiriendo un merecido prestigio intelectual que, difundido por todos los países hispanoamericanos, le permitió impartir cursos, seminarios y conferencias como profesor invitado en la Universidad de La Plata (Argentina), en la Sorbona (París), en la Complutense (Madrid) y, entre otras, en las aulas superiores de la Universidad de Mérida (Venezuela). Afincado en Guayaquil, su talante abierto, extravertido y cosmopolita le impulsó a realizar numerosos viajes a lo largo de toda su vida, una veces por los citados motivos profesionales, otras por la curiosidad de conocer nuevas tierras, culturas y formas de vida, otras veces para asentarse durante largas temporadas en diversas ciudades europeas y americanas (así, v. gr., en Portugal y Chile), y en otras ocasiones, en fin, para ejercer las funciones que, en su condición de diplomático de carrera, le asignó el gobierno ecuatoriano en España, Haití y Venezuela.

En su faceta de escritor, Francisco Tobar García irrumpió en el panorama literario ecuatoriano de mediados del siglo XX con un poemario titulado Amargo (Quito: Ed. Presencia, 1951), opera prima que mereció los elogios de la crítica especializada y anunció la llegada de una nueva e inspirada voz lírica cargada de resonancias culturales y caracterizada, en su plano formal, por un sobrio y depurado hermetismo que acentuaba la independencia y originalidad del poeta quiteño respecto a la lírica ecuatoriana del momento. Esta buena impresión causada por su primera colección de versos se vio luego confirmada por la aparición de otros poemarios tan notables como Segismundo y Zalatiel (Quito: Ed. Presencia, 1952), Naufragio y otros poemas (Quito: Ed. Casa de la Cultura, 1962), Dhanu (Madrid: Oficina de Educación Iberoamericana, 1978) y Ebrio de eternidad (Quito: Ed. Banco Central de Ecuador, 1992), en los que pueden leerse versos de tan bella factura como éstos: 

"Antes de comenzar el día, 
cuando el último río de la noche 
desemboca en una mar como el silencio 
y queda el mundo suspendido, 
como si un Dios enfermo, con los brazos 
de un niño, contemplase aquel milagro 
y, jugando con él, viera en el mundo 
sólo una forma 
-esa marea de dolor, de renovada 
furia o deseo, mientras nada cesa- 
en la agonía, en la renunciación, 
puede caber aún este milagro: 
un alma que otra vez se yergue 
atónita a mirar la selva espléndida, 
porque es probable que el amor exista [...]" 

("Scorpio").

Al tiempo que desplegaba esta intensa actividad poética -desarrollada, como se aprecia en las fechas de publicación de los poemarios recién citados, a lo largo de toda su vida-, Francisco Tobar y García atendía sus labores de docencia e investigación, escribía numerosos artículos publicados en periódicos y revistas de Ecuador y de otros países hispanoamericanos, redactaba enjundiosos ensayos centrados en temas literarios y cultivaba otros géneros creativos como el teatro y la prosa de ficción. Su afición por el Arte de Talía se forjó en sus primeros años como profesor en la Universidad Católica de Quito, donde entró en contacto con el colectivo Teatro Experimental y fundó, poco después, el Teatro Independiente, una agrupación que animó la escena ecuatoriana desde 1954 hasta 1970. En el seno de esta bulliciosa compañía, el autor quiteño desarrolló una importante labor como director teatral, aunque sobresalió principalmente por la escritura de una serie de obras que dieron un auge insospechado al teatro ecuatoriano contemporáneo. Entre estas piezas originales de Francisco Tobar García, cabe recordar las tituladas Las ramas desnudas, La dama ciega, Cuando el mar no existía y Las obras para el gusano, algunas de ellas impresas en dos recopilaciones de su quehacer dramático que vieron la luz bajo los títulos de Tres piezas de teatro (Quito: Ed. Casa de la Cultura, 1962) y Grandes comedias (Quito: Ed. Casa de la Cultura, 1981).

Con el paso de los años, Francisco Tobar García fue perdiendo interés por la escritura teatral, aunque siguió cultivando la poesía e inició una brillante andadura narrativa que dio lugar a tres espléndidas novelas, en las que hizo gala de una prosa irónica y agresiva, plagada de grandes hallazgos humorísticos y enriquecida por una poderosa inventiva. Se trata de Pares o nones (Madrid: Ed. Planeta, 1979) -con la que obtuvo en España el Premio Marbella-, La corriente era libre (Bogotá: Ed. Paulinas, 1979) y Autobiografía admirable de mi tía Eduvigis (Quito: Ed. El Conejo, 1991), esta última considerada unánimemente por la crítica como su obra maestra, en la que se condensan lo más granado de su imaginación y los mejores efectos cómicos de su humor rabelaisiano. Narrador solvente donde los haya, cultivó también con singular acierto el género cuentístico, al que aportó una espléndida recopilación de relatos presentada bajo el epígrafe de Los quiteños (Quito: Ed. Central de Publicaciones, 1991).



SCORPIO


(Fragmentos)

Antes de comenzar el día,
cuando el último río de la noche 
desemboca en una mar como el silencio 
y queda el mundo suspendido,
como si un Dios enfermo, con los brazos 
de un niño, contemplase aquel milagro 
y, jugando con él, viera en el mundo 
sólo una forma
-esa marea de dolor, de renovada 
furia o deseo, mientras nada cesa-
en la agonía, en la renunciación, 
puede caber aún este milagro:
un alma que otra vez se yergue 
atónita a mirar la selva espléndida, 
porque es probable que el amor exista.

Envejecen los árboles en donde
el viento alguna vez, rotas las guías, 
se detuvo a mirar
un nido, el seno aprisionado ... 
Envejecen los labios
cansados de implorar a los dioses de sombra. 
Todo aquello que nace
está ya condenado a la vejez
y la madre que exulta, cuando ha nacido el hijo, 
en medio de su júbilo rechaza
la copia fidedigna de la muerte.
Sin embargo, ya cerca de Ella misma, 
en el terror y en la esperanza,
me ha asaltado la dicha, como una extremaunción: 
¿es cierto que mañana, de regreso a algún sitio, 
veré crecer mis manos,
acariciarte, pura y nueva forma?

..................................................................................

Y cuando al fin, rodamos en el ático,
entre la suciedad y los recuerdos de la infancia,
como una selva primorosa, donde el tigre y la serpiente 
son de un vago color de lapislázuli,
y luego nos miramos sin saber quién es el otro, 
¿hay, una mano, di, para salvarnos
de morir de terror arte el anuncio del pecado? 
¿O el ángel que guardaba el paraíso
no es más que otro fantasma de la alcoba
o nuestra madre aún, con los ojos llameantes? 
Ay sombras, sólo
sombras mudables
que el instinto maneja con gran indiferencia... 
¿Ahora lo comprendo y es muy tarde?


V

(Fragmentos)

En el bosque lejano, donde la luz purísima desbanda 
esa legión de insectos o dorados papeles,
en esa lejanía antes poblada
por ángeles y bestias, por caballos alados, 
unicornios y dulces criaturas de la aurora, 
vuelve a escucharse este silencio repetido.
Un día ellos huyeron al contemplar desnudo al hombre, 
en su imperfecta desnudez que sólo
fue un hábito siniestro,
¡luego de haber ganado inútilmente la batalla! 
Ah la vergüenza combatió su orgullo
y, en vez de rebelarse, con una mueca triste, 
aceptó su destino.
En el lejano bosque, donde la mar se vuelca... 
sobre cuya sinuosa superficie las aves
navegan hacia el fondo misterioso del crepúsculo, 
intentaré mi vida.
El terror son las manos vacilantes
en la dispersa oscuridad: los árboles son tantas
otras protestas que sostiene el silencio y el tremar 
de las estrellas. Manos de ciego, lerdas, implorantes, 
que esa fría ansiedad palpan atónitas.
¿Mas a quién invocar si hemos herido a nuestros dioses? 
¡Oh sombras, cuántos siglos nos prometen
la nueva senda v cómo desde entonces 
nada ha podido remplazaros, esculpidas 
a lo largo del viaje carretero!
Nada puede igualar a la pueril mirada de estos mudos espectros 
que en la otra orilla de la Historia claman...
Estatuas semejantes al olvido más próximo, 
quienes fueron piedad ausente y grave
¡en el ruido creciente de las máquinas! 
A ti me vuelvo, naturaleza cómplice, 
cielo cercano y enemiga del cielo en apariencia, 
del que hoy debes fingir ser prisionera y callas 
en un clamor oculto.
Oh llamas de la augusta selva de bronce 
para ser devorados por máquinas y números.
que un verde oscuro de otro infierno libra y lo lanza 
contra los muros azules y eternos.





HIMNOS A SYDIA

¿Por qué he venido a buscarte en lo más lóbrego del bosque? 
¿Acaso eres el gamo que se esconde al sonar las trompetas de la cruel cacería? 
¡Tú eres la Luz, la Vida, la verdadera vida que se opone
a las caricias falsas de quien persigue al hombre
y al fin rehuye el íntimo abrazo donde un instante asoma la 
eternidad! 
Pero también te he perseguido en otros sitios innombrables 
y he llorado de vergüenza, porque estabas desnudo,
aunque yo haya perdido esa triste vergüenza de la carne. 
Te he buscado en la senda anochecida, en los cuerpos yacentes.
de las mártires que hacen ofrenda de sus lágrimas a los dioses 
de arcilla,
en la pagoda iluminada por los bonzos flameantes y en el circo, 
mientras giraban las cometas y el Gran Oso imponía espanto en 
la salvaje muchedumbre.
A veces, en el lecho, después de haber saciado mi boca con 
inmundas promesas
y atado tu silencio a mi silencio, como un perro a la cola de 
otro perro,
creyendo que te odiaba, he llegado hacia ti... 
y aun en ese instante supremo te he negado! 
Para mí no han existido la casa más oscura ni el burdel 
suspendido en las breñas como un encantamiento; 
donde los hombres temen aventurarse,
he llegado y he visto, a través de los toscos vitrales de Chagall, 
en la vacía oscuridad tu Cabeza sangrante
y he escuchado los golpes del martillo! Y tus manos 
seguían intactas como extrañas mariposas!
Pero jamás he andado como ahora tan cerca cíe la muerte, 
en la ciudad que envuelve como una soga el río lentamente, 
complaciéndome en lentos pensamientos de lujuria y 
destrucción.
Puedo decirte ahora: que ya conozco todas tus iglesias,
donde otra oscuridad, diferente de todas, parecida a la ausencia 
es apenas un Eco de tu Voz que resuena en el desierto...

He vagado en las calles sin alma, dentro del imposible, 
alejándome en círculos de mí mismo, a sabiendas,
con esta culpa que me roe, los filísimos dientes en el pulso, 
y he estado en la mitad de la tierra
cuando los grandes vientos 
se llevan nuestras súplicas, 
se llevan de la tierra vacía, que gira inútilmente 
mientras los ebrios cantan cogidos de la mano! 
Amanecí desnudo como Tú, colgando de mi sombra 
y vi a mis pies
animales inmundos que hociqueaban entre los desperdicios!

Señor, te amé desesperadamente,
con las uñas,
con los pies y las manos, a pesar del infierno, 
con esta fuerza ajena de todos los sentidos!
Te he gritado, te he oído, te he palpado y hundido mis manos 
tus llagas:
te he mascado como un caballo el freno 
y, sin embargo,
no seguiré tu huella
y me rebelaré contra mis padres y las leyes brutales y 
ordinarias
hasta que un día tomes mi cuerpo entre tus brazos 
y des término al día y en la noche descanse 
como un perro sin amo a la orilla del Templo!






PAZ INFAME

Tú extrañas el país donde los vientos
arrancaron de cuajo los sueños verdecidos apenas, 
donde las catedrales
de piedra y de pavor 
desafiaban los siglos.
¡Oh las torres que hendían el aire casi duro 
tres mil metros
sobre la cordillera de los Andes! 
Ciudad entre la lluvia,
don su oculto pasado de barro y sangre turbia 
rufianes llegados
desde Trujillo y Cáceres. 
Aun siento el horror
del niño al mirar aquellas sombras 
y las calles y todas las iglesias
de oro precioso, de granito,
mientras las casas de los hombres eran hechas de barro, 
y llovía diez meses,
corría el agua
por quebradas hedientes, por las gargantas miles 
cortadas casi a pico
-y los horribles dientes de la piedra-; 
llovía todo el tiempo,
los árboles colgaban
como viejos abrigos
y eran todas las almas 
donde ninguna estrella
podía reflejarse.

Tú has echado de menos
la ciudad a tres mil metros de altura,
mas no puedo culparte
porque tú la veías desde lo alto
y yo la contemplaba desde el vientre,
envuelto en ese olor de las orinas, del pasado.
las creencias.
o conocía a todos sus habitantes diarios, 
sos feroces extremeños,
analfabetos, soñadores,
que luego mandarían levantar sus castillos
donde nunca vivieron, pues todos fueron muertos, 
apedazados de distintos modos,
por obra de la sífilis, 
o por sus enemigos,
simplemente olvidados, porque el sol de los páramos, 
enfermo, calentaba mejor que en esas tierras
de Extremadura.

Yo no quiero volver a lomo de un caballo 
al Pasado misérrimo,
porque todos los seres de los Andes se mueven 
con la cuidada lentitud
de los muertos.






HIMNOS

Por qué invocaron, oh dioses sombríos 
que guardáis la alameda?
¿Qué sois ahora, cuando el sol declina 
y la cansada muchedumbre 
enmudece? Quién sabe
de qué helada paciencia se nutrieron 
las manos del artífice.
Aquí, ya ciega la piedad, observa 
desde la eternidad el vano sacrificio. 
Oh, qué variable
es el alma del hombre v cómo necesita 
de este refugio inútil, y cuando se alzan 
las tumbas de la muerte!
Hasta ayer, la sumisa criatura
cantaba vuestros goces y ardiente suplicaba; 
creía en el amor y la esperanza,
si bien los concebía con dones gratuitos
que vosotros confiábais a las almas más débiles; 
mas, qué decir al hombre envejecido
que se ha sentado a contemplar el paso de los días!

(9-IV-65)



Jamás levantaré los ojos hacia el lejano límite, 
porque la prueba soportada fue terrible. 
Dejaré de soñar: en cada nuevo sueño
Sólo hay un raro instante de placer... 
después, en la caída
los pies sufren la carga de mohosas cadenas 
y despertamos
con la infinita hartura de las fechas que ruedan, 
-en la imaginación, un rostro,
es la última visión de una mujer gimiendo 
por la causa de los seres inútiles.

(6-IV-65)




Es posible que, entonces, más cruel en leja noche, 
vuestro orgullo deshecho
prepare las atroces, las supremas torturas!
Tan pequeño es el mundo o tan grande el amor 
que a su más leve inclinación, el alma
sienta que todo la aprisiona
o que toda barrera es una nube 
que traspasa la flecha envenenada! 
Ardiente es la respuesta:
en el hielo, la brasa y el gemido!

(9-IV-65)



Cuando ha dejado de llover, los álamos
adquieren un verdor casi increíble. Sobre la tierra húmeda, 
más negra aún, se ha tendido la sombra trasluciente
del sol y en el camino,
tu presencia es más dulce que el milagro 
abierto ante mis ojos, como un sueño que cesa 
y transformado en realidad,
conserva todavía esa tan breve, sutil, casi inaudita 
trasparencia que tienen
los objetos más puros en el cuenco de un sueño. 
Oh qué inmensa alegría
verte llegar,
después de tantos días de lluvia!
No has pronunciado una palabra; escuchas,
escuchas con pasión nuestros pasos debajo de las ramas 
y ni siquiera piensas en ti misma...
Eres el agua que se da en humilde 
entrega, la oración
compartida,
antes que el viento en su alular presagie mi agonía. 
Apenas deje de volar la tarde murmurante
y cien alas respondan la invocación de los árboles 
te llevaré hasta mi alma.
Mas nada ahora
acucia nuestros labios: son tan grandes 
las palabras de amor dichas sin prisa 
en el mundo imposible de la noche!
Oh Dios mío, qué bellas son las manos de los hombres, 
cuando al simple contacto
saben decir
toda la vida en ellas retenida v la esperanza!
¡Qué puras son las manos
que saben ocultar el llanto y el estremecimiento 
cuando los días cruzan
corno nubes de cinc y las palomas azules 
revolotean tristes y mueren en el cieno!

(8-IV-65)






LOS ESPONSALES

Fui a pedir la mano de mi novia,
y para esto me puse el traje recién hecho,
de lino crudo,
y la corbata negra como los zapatos;
por vez primera
un vagabundo entrado en años, blanco,
iba a pedir la mano de una mujer de tez oscura.

Muy digno estaba el padre,
apenas sonriente, sentado en un rincón de privilegio,
la cachimba de barro entre los dientes,
que daba a las palabras rico aroma;
y la madre, ¡cuán bella, con su blusa de organza!
En verdad, era altivo,
magnífico, aquel hombre que la había engendrado,
y la madre opulenta, mucha cauta ternura,
la mirada mansísima,
después de haber traído muchos hijos al mundo,
siendo mi novia
la más esbelta y delicada
- y todo esto ocurría en el recinto,
donde aún se recogen mensajes de tambor,
cerca de la frontera.

Ante el silencio regio, ofrecí mi presente:
seis cabezas de armento, dos caballos de paso,
porque a la gente negra no se puede ofender,
y mi novia bien vale por lo menos un hato;
nueve cabras llevé
y un macho deslumbrante, cuya piel
parecía remedo del follaje.

La charla fue animada, mínima la discordia;
mas si les pareciera que yo tenía otra intención,
pues las noticias vuelan, refiriendo
cómo era un hombre, yo mismo, sin tiento,
con una sola habilidad:
la de contar historias, sólo ciertas algunas,
les juré que mi mano, no mi boca,
era la que zurcía los engaños,
y de escribir, medraba.
¡Ah, todos me observaban con crueldad y asombro!
Elena, por su parte, les había contado
que yo era un ser errante, por mil trabajos hecho,
antes de hallar a la mujer exacta en color y estatura.
Y todos sonrieron cuando dije:
“nada en ella es más grato como su piel oscura”.

A la risa debían seguir lágrimas,
cuando ella, reverente,
de rodillas estuvo a recibir
la bendición del padre,
pues en la larga crónica de la familia, nunca
hubo alguien que se fuera sin la venia
de los ancestros.
La esposa, todavía de rodillas
ante la madre,
besó las manos tristes, las que humilde la hicieran:
¡ah cuán hermosas, ambas,
ese momento fueron!
Elena estaba
con su vestido de un verde ligero,
y el perfecto color hacía juego
con ese verde lento de las atardecidas
al norte de Esmeraldas.

Yo la miraba cierta, con su porte de mujer
en sí misma recogida,
sin vano alarde,
y sus dientes brillaron cuando dijo
“te tomo por esposo”,
jurando ante los miembros de la familia innumerable,
fidelidad estricta a quien le daba el apellido,
aunque siempre sería consciente de su origen,
orgullosa, por ser hija de la noche.

Y dijo el padre:
“pues que escogiste al hombre blanco, parte;
se suya buenamente, no la esclava,
ni del recuerdo inútil que hoy desechas,
ni de la vanidad;
¡aléjate al instante
de cualquier abundancia como de la miseria!”

Luego, desde rincones que nunca adivinara,
muchedumbre de ancianos, de mujeres erguidas
que encendieron mis ojos, se llegó,
cada cual con un premio, un agrado, un consejo oportuno,
y las piernas jugosas y largas de todas
esas mujeres
invitaron al baile – la marimba
estaba ya a las puertas y la noche
vino quedita.
De pronto, el ruido se mezcló
con el color de la comida:
¡ha qué mañosos fueron los muchachos
en escoger las presas del saíno!
Mas todo sucedía seriamente,
con esa pulcritud, la rara mezcla
de ingenuo regocijo y bella envidia.
“¿Cuyo es el hombre?”, preguntaba
una viejuca ciega,
y todos se reían, señalándome:
“mire, es aquél, un viejo vagabundo
que usa sandalias”.

Yo no cabía en mí.
Elena, al cabo estuvo a mi lado, fragante,
como son las mujeres del río de Zapallo
(eso que un blanco torpe llama el olor que punge:
¡tanto olvidara la ley del instinto!)
Nada dijimos;
mas los ojos de entrambos la vida barruntaban.
Los críos, mientras éramos tan quedos y felices,
se disputaban la mejor comida:
sus cuerpos eran puros y el sudor los tallaba;
nunca cesaron de reír
o de quejarse,
pues la noche avanzaba y en la linde
del bosque amanecía, y eran nubes
acariciadas por un sol lejano.

Cuando mi esposa y yo emprendimos
el viaje hacia la cumbre aún en sombras,
estaban a la puerta
los ancianos, los niños, las mujeres,
para decir adiós
a la novia que nunca tornaría
y se marchaba con el hombre
de la tez blanca.
Elena murmuró:
“esa fue buena parte de mi vida,
pero el camino me lleva contigo”.
Después, callaste:
el pasado jamás nos pertenece.
  
                 De La luz labrada (1996)




LAS MONTAÑAS AZULES

Aquí he llegado,
a la edad en que el hombre se detiene;
la cumbre entre la niebla es desafío
y debiera rendirme.
¡Cansancio de buscar irrazonablemente tanto
sin saber qué buscamos! Pero he aceptado el tiempo;
los árboles son sombras y las hojas
orecidas resbalan en la estación propicia.
A mi redor hay muerte, pero siento
que en mi espíritu nacen las primeras palabras,
las que nunca dijera porque ansiaba el olvido,
el camino más fácil.

Pocas fuerzas me quedan
la víspera del viaje a las montañas
que el azul más oscuro protegiera;
mas si ella está conmigo,
mejor dicho tan dentro, ¿cabe duda?
¡Entrambos hallaremos el sendero
pocas veces hollado pues la pereza nos retiene!

Elena dice entonces: “eres
el poeta desnudo que camina
con certeza plena de llegar a ser canto;
no cubrirá tu cuerpo losa alguna.
Tú morirás en mí, como has nacido”.

Las montañas azules,
en la profunda oscuridad, me llaman.
Si me soñaste,
y soñaba yo en ti desde la infancia,
lanzo al viento esta dicha inquebrantable:
porque somos mortales, merecemos el triunfo:
mañana serán nuestras la soledad, la altura.


                                De La luz labrada (1996)




HOMENAJE A LORD DUNSANY

Amada, ven:
dispuesta está la mesa, por el rey presidida.
Los trasgos, inocentes,
merodean incrédulos, y el decorado espléndido
sirve a los fines del huésped extraño.

Tal vez, cuanto observamos
pueda ser irreal
- una página vieja por el viento arrancada.
En todo caso, y a la cabecera,
mi Lord sonríe, bondadoso toma
tu mano entre las suyas:
hace el papel del padre que ha ordenado
estos festejos
por ser tú la primera mujer de lejas tierras
que venciera el hechizo.

Quién sabe si en la aldea
donde el cura gobierna, lo puedan entender:
¡cómo el monarca
honre a la hija del Continente profanado,
una negra, si bien
ella viste la túnica
de la real nobleza,
de un color que realza su esbeltez de pantera!
Mas, para qué pensar en lo que digan
esas ancianas gordas,
arrepentidas meretrices.
En Elfos, tal el nombre
del país descubierto por Dunsany,
el tiempo debe ser una mentira,
pues no hay noches ni días,
tampoco un calendario donde se hallen marcados
los días de abstinencia
y los propicio
para la cópula.

Libre es en Elfos
la vida, y las bestias
corren ajenas
al rigor de las leyes.

Amada, ven y siéntate
junto al rey bondadoso que compara tu cuerpo
con la noche apacible
- estrellas son tus ojos
que la humildad enciende -,
mientras llega la música.


      De Ebrio de eternidad (1991)












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