martes, 22 de julio de 2014

MARIO CARRILLO [12.442]


Mario Carrillo

Mérida, Yucatán, MÉXICO   1989. Estudiante de la Licenciatura en Letras Españolas de la Universidad Veracruzana. Su poética, existencialista en esencia, se basa en el uso de imágenes e ironías que revelan la crisis del ser en el mundo. Sus primeras obras conllevan un tono caracterizado por la coloquialidad y la mesura, bordeando con ello el terreno de la poesía conversacional. En su libro “Cuaderno de Bitácora”, hace una exploración del viaje y el exilio. Su poesía ha optado por acercarse decisivamente a un lenguaje más arriesgado y maduro, descubriendo en ello cierta pasión por la metáfora.

                   Libros de poesía: “El camino de la noche” (inédito), “La huida” (inédito), “Tres de Enero” (Tercer sitio en el Premio Regional de Poesía Felipe Carrillo Puerto 2010, Inédito), “Semanaria” (Inédito), “Cuaderno de Bitácora” (Premio Nacional de Poesía José Emilio Pacheco, 2010, próxima publicación).




En mi bolsillo un enjambre de letras
intenta escapar hacia mi garganta
y forjar una babel de saliva.

Me rehúso al sonido de mis labios,
al relámpago tiznado de mi boca
que imanta con su efluvio de carbón
espejos, telarañas y cadenas.

La palabra es una catedral de aire,
¿dónde está la columna de Cratilo?
¿alguien puede mostrarme la tumba
en la que Lázaro no vivió muerto?

Qué oscuro es el pubis de la madrugada
cuando siento que mi voz se derrumba
y los escombros caen sobre mí.

(De “El camino de la noche”)






No te conozco

He quemado la noche
persiguiendo la anatomía de tus pasos
y no te conozco.

En el mercurio tu nombre no halla eco,
inventa una piedra sin surcos,
un rostro de sol indirimible
y no te conozco.

¿Cómo hará mi aliento para hender hasta la muerte?
¿Cómo haré llegar el aullido de tus hijos,
peces insomnes ante este silencio?

Los libros reposados en el óxido
sólo contienen migajas de huesos,
letras y fotografías roñosas
como figurillas de barro inmóvil.
Y tu voz es arandela, es dragón extinto.

La ciudad dejó de ser fuego,
alimentándose con luces sordas,
difuminando los ensalmos que te invocan
y yo, no te conozco.





(Tres de enero, 1924)

“Disculpe, ¿quiere sal?
¿quiere húmeros silentes?”
dijo la muerte empalagada
“¿quiere ulular de fuegos?
Si no, yo paso a retirarme.”

La aurora bajó las pestañas.





Llena mi vaso con tu hambre, pastor de las horas,
forja el equilibrio en nuestros oídos
donde germinan la náusea y la voz.

Las manos de mis padres tienen pies escondidos,
tienen flores de polvo y henequén ahogado.
Caminan hollando el relámpago del estiércol, 
alimentando las palomas
con la cáscara de los días,
cantando:

…Salve, oh, miseria
oh, estatua azucarada
oh, pétalos de sangre
oh, ropa vieja
oh, pan tullido
oh, loca palomita
salve, oh, miseria…

Regresarás al ojo de tus hijos,
a la hacienda escamosa,
al ladrido enlutado por la brida.
Regresarás, pastor, con ochenta y seis arrugas
a consagrar el hemistiquio.

(De “Tres de enero”)









Cuaderno de Bitácora

(Fragmentos)



II

La penumbra de sabor niquelado
te recibe en su puerto:
Has despertado en el pubis de la madrugada
vistiendo un rosario jadeante.
En esta playa de latidos mudos,
intentando encender el sueño,
deambulas.

El viaje puede convertirse en una ventisca de colmillos,
sangre y cal siniestra
y no existe libación para enmudecer al cielo,
amansarlo como a una bestia asustada.

Por ello,  tomo el gozne de mi pecho
y entono una canción lívida e infértil
en el vientre de un barco
que es saeta hacia el naufragio.




III

Otra vez la noche es un temporal de alfileres
que levanta rostros y voces:
tus padres huérfanos,
los hermanos cada vez más viejos,
esa mujer que no puede recordar tu nombre,
                                                                        sus labios de vidrio…

Y por más que despeinas la memoria,
no puedes ver el camino de fatiga afable
que conduce a la puerta costurada a tus venas.

El día anuncia a mis oídos la obligación de ser reptil,
de continuar el viaje en un tren de vértebras cansadas.

Sigo el sendero salubre de los zapatos,
guiado por el ruido de la calle, en una ciudad que no es Ítaca,
pero da la bienvenida con pan y eso basta.





IV

Despunta en tus ojeras la vigilia
que de contrabando repta hacia tu cama
hallándote con la sabiduría del noctívago.

En el café diluyes los últimos bostezos
y el menstruo de la noche
recién sacudido de la almohada.

El día aguarda tu arribo en su nuca de caracol.



El paso del sol siembra cayos en el ánimo,
su  luz se enreda en el hombro de los edificios
y arrastra consigo el agrio aceite del trabajo.

La noche,  marea inevitable, derrumba los muros del día.
Es una caída ingrávida y luctuosa que reviste al viaje
como una herida tibia e inextinguible.

 (De “Cuaderno de Bitácora”)

[1] De Ernesto Cardenal.





I

(Primer canto del poemario Cuaderno de bitácora)


Al pasar de las horas, la noche se endurece
mudando a una piel álgida e insomne.
La tinta, que ya no es sino éter,
se incrusta en los resquicios de los párpados.
Desde tu ventana hambrienta, miras,
deshilvanas los versos del cabello nocturno.
Inhalas este canto de hojas murmuradas,
flama frágil sobre el pecho del viento,
y lo entierras en el silencio.
Para enfrentarse al eco ausente,
para hallar nuestro reflejo en la sombra,
para adentrarse al útero de la muerte,
para extrañar la saliva de la tierra,
para perderse en los manglares interiores,
para ahogarse en este caminar de niebla,
para olvidar que hay una puerta eterna.





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