miércoles, 16 de julio de 2014

FRANCISCO JAVIER SALAZAR ARBOLEDA [12.334]


Francisco Javier Salazar Arboleda 

Militar ecuatoriano, nacido en Quito en 1824 y muerto en Guayaquil en 1891. Buen conocedor de las ciencias y de las artes, y hombre de gran cultura, militó en las filas conservadoras, pero al final de su días evolucionó hacia un cosmopolitismo liberal. Siguió los estudios de Jurisprudencia -profesión que nunca ejerció- presionado por su padre, pero simultáneamente hizo la carrera militar que era lo que a él le atraía. Gozó de plena confianza de los presidentes Urvina y Robles; este último le mandó terminar sus estudios en Alemania, Francia e Inglaterra, cuyos idiomas también llegó a hablar con fluidez. Intervino en la primera guerra contra Colombia (1862), pero, habiendo sido derrotado en Cumbal, huyó y se escondió en una zanja. Descubierto por los adversarios, salvó su vida fingiendo ser capellán de las tropas ecuatorianas, por lo cual fue conocido con el sobrenombre de "Padre Salazar".

Colaboró con el gobierno de García Moreno quien en su primera administración lo ascendió a coronel y posteriormente a general. Las buenas relaciones de ambos se rompieron cuando García Moreno desconfió de un hermano de Salazar y lo retiró del ejército, gesto que Salazar tildó de ingratitud. Inmediatamente García Moreno le pidió la renuncia. Salazar se las ingenió para fingir una renuncia y seguir en el cargo. Siendo como era poco amigo del servilismo, a duras penas pudo ocultar de ahí en adelante su rencor hacia García Moreno, con quien sin embargo continuaba colaborando. Así, en nombre de él, en 1873 Salazar tramitó la construcción del ferrocarril ante el gobierno de Washington, la compra de buques de guerra ante el de Inglaterra y consiguió la llegada al Ecuador de las comunidades religiosas de los Hermanos de la Misericordia, los Redentoristas y los Escolapios. Tras este viaje comprendió mejor el atraso que suponía para su país la teocracia de García Moreno, atraso que creyó que sólo se remediaría con la desaparición del dictador. Así, desde su puesto de Ministro de Guerra, manejó solapadamente los hilos de la conspiración que desembocó en el asesinato de García Moreno el 6 de agosto de 1875. No obstante, Salazar perdió popularidad, y tras el triunfo del General Veintemilla, se vio obligado a abandonar el país, para vivir algunos meses en Perú y luego en Chile. Aprovechando el descontento del pueblo, regresó al país en 1882 y, con un grupo de voluntarios, comenzó una revolución por el sur, que luego se uniría a las tropas del general José María Sarasti y de Alfaro para, unidos, derrocar al dictador Veintemilla, quien tuvo que huir del país en 1883.

En seguida fue electo Presidente de la Asamblea Constituyente, la cual nombró presidente interino a José María Plácido Caamaño. En 1890 se afilió al Partido Progresista recientemente fundado, y fue proclamado candidato Presidencial por el mismo. Pero cuando comenzaba su campaña presidencial para las elecciones de 1992, atacado por una repentina fiebre amarilla, murió el 21 de septiembre de 1891.

Salazar Arboleda fue el más culto de los militares de su tiempo, por lo cual mereció el honor de ser nombrado miembro fundador de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Escribió varias obras entre las cuales cabe mencionar: El hombre de las ruinas (leyenda escrita a raíz del terremoto de Ibarra de 1868); El método productivo de enseñanza primaria aplicado a las escuelas de la república del Ecuador (1869); Táctica de artillería (en dos tomos: 1869 y 1872); Instrucción de tiro (1870); Rasgos descriptivos de varias poblaciones y sitios de la República del Ecuador (1971, fruto de sus visitas a distintos lugares desde la Comandancia General de Guayaquil); Información sobre la integración de Batallón en la nueva táctica de Infantería (1972); Prontuario Militar para uso de los nuevos Cuerpos de la Guardia Nacional (1873) y Tratado de servicio de Campañas en la guerra moderna (1885).




Plegaria


Sacred heart of the Saviour! O inexhaustible fountain!
Fill my heart this day with strenght, and submission and patience.

Longfellow


Si he de seguir en este ingrato suelo
de amargura y dolor,
rasga de lo alto el azulado velo,
¡por compasión, Señor!

Véala yo en el cielo, ángel o estrella,
vaga o radiante luz,
nubecilla, arrebol, paloma bella
anidada en tu cruz.

La hiciste una mañana esposa mía,
y gracias yo te di,
y no expiraba el comenzado día
cuando ya no la vi.

Fui dichoso un instante, y luego, triste,
lloro el perdido bien;
en espinas el mirto convertiste
que ceñía mi sien.

Siempre a mis ojos el diamante brilla
de su anillo nupcial;
mas ¿dónde está su mano sin mancilla,
su mano sin rival?

Mano que de mis labios desprendía
el cáliz del dolor,
y en copa de oro ansiosa me vertía
felicidad y amor.

¡Ah! ¿dónde está la mano milagrosa
que daba la salud
a quien yacía en soledad luctuosa
junto al negro ataúd?

¿Dónde el talle gentil, el rostro bello
que mi alma cautivó?
¿Dónde el dorado undívago cabello
que Venus envidió?

¡Ay! todo se ha acabado, amor, contento,
felicidad de ayer;
ellos pasaron como raudo viento
para no más volver.

Me estremece del día el gran bullicio,
espanto me da el sol;
es de la tarde para mí un suplicio
el plácido arrebol.

Sólo la noche de estrellado manto
alivio a mi alma da;
porque a su sombra suelto libre el llanto
que contenido está...

Al fin, Señor, me oíste; humilde y bella
pidiendo está por mí;
no es nube, ni arrebol, ángel ni estrella
ni lindo colibrí,

es la hermosa virtud recompensada,
el amor celestial;
la heroïca virtud por Vos premiada,
la paz angelical.

Y yo, el polvo amasado con el lloro,
el pobre pecador,
¡ay! no era digno de ese gran tesoro
de santidad y amor!






Resolución

Déjame, pensamiento,
déjame por piedad un solo instante;
no apures el tormento
de las penas sin cuento,
que el corazón me agitan delirante.

Bien sé que condenado
estoy a recorrer la triste vía
que el dolor me ha trazado;
bien sé que no me es dado
arrancar de mi pecho la agonía.

No se para el torrente
al descender del monte a la pradera,
ni el ciervo que se siente
herido por el diente
del hambriento mastín, en la carrera;

gimen atormentadas
las olas de la mar y gime el viento
que allá, en las enlutadas
cumbres desmoronadas,
junto a la tempestad tiene un asiento;

y gimen noche y día
las linfas del humilde riachuelo
en la floresta umbría,
do la melancolía
sonríe en medio de su amargo duelo;

si tanto el pesar dura,
la dicha es cual meteoro deslumbrante
que por la noche oscura
con viva luz fulgura,
y vuelve a las tinieblas al instante.

Es el placer risueño
la ilusión del dolor, cuando delira
en los brazos del sueño,
y su dulce beleño
sólo es la realidad de una mentira.

A las vistosas flores
Dios no otorgó el dejar de marchitarse,
y el iris sus colores,
y el alba sus fulgores
ven brillar un momento, y disiparse.

Y la apacible aurora
por el ardiente sol es consumida,
y las nubes que dora
su luz encantadora,
disípanse en la atmósfera encendida.

La virgen inocente
que su divino rostro absorta mira
de la límpida fuente
en la faz transparente,
y saltando de gozo se retira,

pronto verá eclipsado
el suave resplandor de su hermosura,
y su cuerpo encorvado,
de males fatigado,
al borde de la fría sepultura.

Mas, al fin, un consuelo
es la ilusión radiante y fugitiva;
ella esparce en su vuelo
mil flores por el suelo,
y aún al dolor engaña y le cautiva.

Su néctar delicioso
en la mecida cuna al niño embriaga,
y al joven vigoroso
y al anciano achacoso
con risueñas visiones siempre halaga.

¿Y qué no es en la vida
fantástica ilusión, grata quimera?
Lo es la mujer querida,
la gloria apetecida
y la suerte feliz y lisonjera.

Ven, ilusión amada,
cubre mis ojos con tu hermoso velo;
ven, ven, idolatrada,
a esta alma acongojada
por el soplo infernal del desconsuelo.

¡Mas ay! mi ruego es vano;
la ilusión al dolor el campo cede,
y él con su férrea mano
me atormenta inhumano,
y a la crueldad en el sarcasmo excede.

Así las sonrosadas
plácidas nubes de una tarde hermosa
en tinieblas trocadas,
vuelan desparramadas
por la adusta tormenta estrepitosa.

Dolor, a ti me entrego;
tuyo es mi corazón y tuya mi alma;
no descenderé al ruego
pidiéndote sosiego,
sino del mártir la gloriosa palma.

También algunas flores
en tu convulso seno siempre anidan,
y sus suaves olores
y variados colores
a la sonrisa del placer convidan.

Tu expresión, bosquejada
en rostro varonil, más lo ennoblece;
la mujer angustiada,
llorosa, desolada,
con tus sombras, dolor, más se embellece.

Dolor, yo te bendigo;
no me arredran la angustia y la tortura
que siempre van contigo;
desde hoy te llamo amigo
y en tu cáliz de hiel libo dulzura.

Placer, no te deseo,
porque del vicio el campo fertilizas
con sin igual recreo,
y en tus dominios veo
sombras, espectros, destrucción, cenizas.






Werther

La Aurora.

Yo le miré; cual húmedo rocío
bañaba sus mejillas flébil llanto,
el ¡ay! de la agonía era su canto,
y su albor el pesar triste y sombrío.

El Mediodía.
Yo lo miré; inextinguible fuego
su corazón y su alma devoraba;
el rayo del dolor su faz surcaba.
Mi luz era para él la luz del ciego.

La Tarde.
Yo le miré de palidez cubierto,
de la tristeza envuelto en el sudario.
Anheloso buscando y solitario
la flor de la esperanza en el desierto.

La Noche.
Yo le miré cual sombra fugitiva,
deslizarse veloz por el panteón,
y vi que del amor la llama activa
ardía en su enlutado corazón.

Quito, 13 de noviembre de 1861.







Soneto en un aniversario

Vuelves, oh sol, a señalar el día
en que viste pasar con raudo vuelo
junto a tu esfera, en dirección al cielo,
al ángel de mi amor y mi alegría;

Y a mí me viste en soledad sombría
puesto de hinojos en el duro suelo,
de la muerte implorando su consuelo
y tan sólo alcanzando su agonía.

Desde entonces, oh sol, es noche oscura
a mis ojos tu luz, y de la vida
la triste senda con mi llanto riego.

Amarga, cual la hiel, me es su ventura,
y un tormento su gloria fementida;
sólo en mi cruel dolor hallo sosiego.





POEMAS EN PROSA


El Altar

Arrojaré una mirada sobre la montaña del Altar y descifraré los sublimes jeroglíficos trazados sobre sus rocas diamantinas por la mano del tiempo.

¡Ruinas de Atenas y Roma! ¿Qué sois vosotras ante los elevados restos de la naturaleza conmovida? Humildes partículas de polvo destinadas a representar, en el oscuro horizonte de lo pasado, grupos confusos de seres humanos sepultándose con sus vicios, sus locuras y sus escasas virtudes en la noche de la eternidad.

Las columnas de Phocas y de Trajano, inmóviles a pesar del embate de dos mil años, ¿pueden acaso compararse con las dos pirámides coronadas de nieve que se elevan desde las extremidades del Altar, hasta perderse en el espacio azul?

Los capiteles y escalones de mármol que, rotos y confundidos, señalan al viajero el lugar donde solía resonar la poderosa voz de Marco Tulio, ¿significan algo comparados con los sublimes fragmentos de granito, testigos del airado acento de Jehová, repercutido en la soledad por el rugido del huracán, el retumbar del trueno y el ruido de las aguas desencadenadas un día por la cólera del cielo para castigo del mundo?... Hablad, monumentos erigidos por los hijos de Adán, ¿cuál es vuestro destino en medio de las generaciones que pasan delante de vosotros como las olas agitadas de la mar? Os comprendo: queréis hacer eterna la memoria de ciertos hombres que brillaron en la noche de los tiempos como la breve luz de las luciérnagas, para apagarse como éstas en el oscuro fango en que nacieron. Cumplid, pues, vuestro destino antes que plazca al Ser por excelencia confundiros con la nada, que yo, olvidado de vosotros y de mí mismo, contemplo absorto las majestuosas ruinas del Altar.

Los ecos repiten, en medio de los salones solitarios, formados por inmensas moles de pedernal, un nombre apenas articulado, y este nombre es lo único que atestigua la pasada magnificencia del Altar. ¡Oh montaña querida, sublime en tu abatimiento como en los tiempos de tu gloria! ¡Dichosos los que te vieron en los días de tu grandeza! Tu corona de diamante se elevaba quizá sobre las regiones del rayo, como la austera virtud sobre las tempestades del vicio.

En vano agitaría el cóndor las silbadoras alas para posar un instante sobre tu augusta cabeza; en vano las nubes conmovidas se esforzarían por eclipsar el resplandor de tu frente; y en vano el actual monarca de los Andes pretendería mirarte de igual a igual, al medir su corpulenta mole, bosquejada sobre las tersas y brillantes aguas del Pacífico. En medio de una atmósfera siempre luminosa, verías acaso al día huyendo despavorido a presencia del genio de las tormentas, y a la apacible noche cerrar antes de tiempo los ojos de la naturaleza maltratada, para arrullarla cariñosa en su tranquilo seno. Hoy tu plateada cima, reducida a pesados fragmentos, hace entrever un abismo sin fondo, rodeado de peñascos que amenazan con su caída a las vecinas comarcas; y sin embargo te alzas con orgullo sobre los picachos que te circundan, y ostentas tus deslumbrantes perfiles en una curva en cien partes hendida, al solo amago del brazo del Altísimo.

Sea que el Sol te vista con el nítido resplandor del medio día, o con la desmayada luz de la tarde; sea que el adusto invierno se siente sobre tus rocas a gemir con el viento glacial de las alturas, tu belleza me sorprende, tu majestad me enajena.

¿Quién podrá igualarse a ti en esas noches apacibles en que se deja ver el astro de la melancolía al través de ese arco infinito que sustentas sobre tus hombros, como un monumento erigido por la tierra para dar paso a la eternidad ataviada con los despojos del vencido tiempo? Plácida, como el sueño de la inocencia, recibes, cubierta con tu manto de gala, a la reina del firmamento que parece detenerse sobre tu cima para meditar en tus ruinas. ¡Oh Luna!, revélame por piedad lo que te dice el silencio de la montaña; tal vez él te refiere lo que pasaba en estos contornos, allá en los confines de los siglos que fueron. Puede ser que en los yermos campos que domina el Altar se haya oído en épocas remotas el sordo murmullo de ciudades populosas. Paréceme que miro, al pie del excelso monte, a la vil codicia extendiendo una mano engañadora al angustiado padre de familia para sepultarle después en los vaporosos antros de la miseria; a la sedienta ambición subiendo al trono por escalones de sangre, y al amor iluso degradándose en brazos de la torpeza. ¡Más lejos de esto, quizá nunca la planta del hombre imprimió sus huellas en los collados melancólicos que se presentan a mi vista! Antes como ahora, el bramido del torrente y el retumbar del trueno se habrán unido en sublime armonía al susurro del arroyo y al suspirar de la brisa que juguetea con las flores amarillas del desierto.

El delirio que atormenta a las cascadas, las furias que desatan las cadenas de las borrascas aprisionadas entre las nubes, los vientos que gimen entre la silbante paja, y la augusta soledad cortejada por el silencio y la melancolía, habrían sido, como son hasta el día, los únicos habitadores de esos palacios de bruñida plata, formados por los eternos hielos de la destrozada montaña.

Mas, ¿qué te importa, ¡oh Altar!, la presencia del vulgo de los hombres, si todo lo bello, lo grande, lo majestuoso y lo sublime encierras en ti mismo? Sobre tu cima desgarrada aparecen las estrellas pendientes del azul infinito del espacio, y las estrellas son «la poesía del cielo» y, para los amantes, las imágenes preciosas de los ojos seductores de la mujer idolatrada. Los suaves destellos de la aurora alumbran tu alba frente, antes que el melodioso canario la salude con sus trinos desde lo alto de las palmeras; el sol te comunica su pompa y brillantez, y el crepúsculo de la tarde esos tintes vagos como los pensamientos de la infancia, pálidos como la luz de la luna al sumergirse en el ocaso.

Y si el trueno recorre retumbante los dilatados bastiones de tus ruinas; si las nubes acuden a tu contorno y se apiñan enlutadas sobre ti; si el relámpago te ilumina y rápido se esconde detrás de los negros pabellones de la tormenta; si el rayo, serpenteando sobre las tinieblas que te rodean traza en ellas, con caracteres de fuego, el nombre de Jehová, y si tu amenazante mole retiembla, sacudida en sus cimientos, al ímpetu del trueno... ¡Ah!, entonces, las sublimes poesías de Dante, Ossian, Byron, y Goethe, aparecen delante de la tuya, como la tenue luz de las estrellas comparada con los esplendores del Sol al medio día...

La voz del deber me aleja de ti, montaña encantadora, y me obliga a lanzarme de nuevo en el torrente de la sociedad que, envolviéndome en sus amargas ondas, me empuja de escollo en escollo, hasta estrellarme en breve en las puertas del sepulcro. Allí mis huesos se confundirán con el polvo del olvido, y tú continuarás siendo el templo augusto de la Creación, el verdadero altar en que la naturaleza arrodillada se ofrecerá al Señor en holocausto para aplacar su enojo en el último de los días.




El Chimborazo

He ahí el coloso de los Andes, elevado como el pensamiento de Bolívar, majestuoso como la creación todavía informe, surgiendo del caos al empuje del omnipotente brazo de Jehová.

Sombrío y solitario, se parece al Satanás de Milton cuando en su descenso al infierno hizo alto en la tierra, y dirigió la palabra al sol con el lenguaje del remordimiento y la desesperación.

Monarca de las montañas, contempla a sus plantas los picachos más altos de la cordillera occidental, toca al cielo con su cabeza, y ostenta a la faz de una gran parte del pueblo ecuatoriano su nítido ropaje, en cuyos anchos y variados pliegues se hallan, casi desprendidas, rocas de diversas figuras y tamaños, en ademán de lanzarse de un momento a otro a las profundidades del abismo.

Inmóvil en medio de la soledad, se presenta a cada paso a los ojos del espectador en actitudes y formas cada vez más sorprendentes y sublimes.

Despejado, como el firmamento en una tarde de verano, es un prisma inconmensurable cuyos lados, refractando la luz del sol, se revisten de los brillantes colores del iris. Por su magnitud y hermosura se diría que es un nudo formado por los dedos del Altísimo para unir el Cielo con la Tierra.

Cúbrese, luego, con su manto gris y nebuloso, como para concentrarse en sí mismo y meditar tristemente en que algún día debe desaparecer su corpulenta mole al soplo de la ira del Señor.

Óyense, en efecto, sus gemidos melancólicos y prolongados que vagan en el espacio en alas de los vientos, y resuenan en las cóncavas grutas de las inmediaciones. En su despecho sacude la encrespada cabellera y arroja de ella millones de partículas de nieve, las cuales, al pálido esplendor de un sol opaco, parecen otras tantas perlas descendiendo en vistosa lluvia sobre los campos circunvecinos.

Sus rugidos son entonces más imponentes y continuos: ellos abruman el alma, sobrecogen el corazón, y hablan a la inteligencia con más energía que todos los oradores y poetas que ha producido el globo en que habitamos.

Sólo el que supo decir a las generaciones «Yo soy el que soy», es más sublime en sus palabras que el titán americano en su lenguaje inarticulado.

Rasga, de súbito, el manto que le oculta a los ojos del viajero, y aparece tras un velo diáfano como el tul para echar una mirada severa sobre sus dominios de plata. El sol, sin nubes interpuestas, ostenta toda su brillantez, y el silencio sucede al eco atronador de los vientos.

Mas el «Rey de los Andes», como si estuviese celoso de compartir su imperio con el monarca del día, o como si se enfadara de que éste se atreviese a espiar sus misterios, llama a sí con nuevos bramidos a las lejanas nubes; ellas acuden con la rapidez del huracán, y le envuelven por todas partes en sus densos vapores.

Concentrando en este modo todas sus fuerzas, se prepara a la lid y lanza en derredor sus falanges de nubes, las cuales se precipitan sucesivamente en espesas columnas, como rápidos torrentes, y luego ascienden al espacio formando fantásticas figuras: ya es un cóndor de gigantescas alas, duplicadas en la movible sombra que hacen en la plateada llanura del arenal; ya es una cadena de titanes en ademán de escalar el cielo; ya, en fin, una serie de montañas que, rodando por el espacio, amenazan al mundo con su próxima caída.

Las parciales columnas forman después en un solo cuerpo y, desplegándose majestuosamente en las regiones superiores, roban al sol de la vista del viajero, y dan al día el aspecto sombrío del crepúsculo.

Se extienden, luego, sobre la elevada plataforma del monte, y a manera de un transparente velo, dejan ver de hito en hito al astro rey que, despojado de su vivo esplendor, aparece pálido y melancólico, como la luna en la mitad de una noche de invierno.

Entre tanto, el gigante de las montañas comienza a despejarse por su base, y su cabellera de nubes le asciende por la espalda a la cima en marejadas semejantes a las de la mar enfurecida; le cae luego sobre la frente, como las frenéticas y espumantes aguas de una catarata, y se esparce al fin graciosamente sobre los hombros en brillantes y caprichosos rizos. La antigüedad le habría tomado por Neptuno, aderezando su cabello, descompuesto por la furia de las tormentas, para asistir al banquete de los dioses.

Torna a esconderse tras el negro pabellón que le rodea, y con su aliento de hielo estremece a las acémilas que, con las orejas tendidas hacia atrás, el cuello prolongado y el ojo moribundo, marchan con paso vacilante, manifestando con tristes quejidos su fatiga y abatimiento.

Fuera del silbido de los vientos y del susurro de varios riachuelos que se deslizan por entre los peñascos, se oye alguna vez el penetrante grito de un arriero. Falto de abrigo y de aliento, marcha el infeliz con la planta desnuda sobre la escarcha y la nieve, conduciendo algunos cereales y unos cuantos cestos de pan, amasados con sus lágrimas, a trueque de una ganancia mezquina e incierta.

El área inmensa dominada por el Chimborazo se halla, en lo bajo de su parte occidental, llena de matorrales de paja, en medio de los cuales se ven de cuando en cuando algunas flores amarillas, y rara vez uno que otro árbol enano y poco frondoso, inclinado sobre las pendientes de los despeñaderos. Estas plantas cubiertas de nieve, ofrecen por varias leguas el aspecto de una vegetación artificial, cuyos troncos, ramas, hojas y flores parecen de bruñida plata.

Más arriba, la vida vegetal desaparece, y una llanura de arena muerta como una gran alfombra de cristal encanta por su hermosura, y hace un espléndido contraste con los campos de esmeralda y oro que se divisan allá, en lontananza, por la parte oriental.

Al costado de la cuesta que conduce al Arenal se halla una elevada galería, con enormes peñascos volados sobre el camino. En ella se ven de trecho en trecho algunos hombres rendidos por el cansancio y la intemperie, en grupos más o menos caprichosos.

Por mitigar los rigores del hielo han atado la cabeza con un chal, a manera de turbante, y se han envuelto en sus grandes ponchos rojos salpicados de nieve, o medio enterrados en ella; sus miradas lúgubres y penetrantes, y sus fisonomías adustas y concentradas revelan la melancolía del desconsuelo o la amargura de la desesperación. ¡Ah, Miguel de Santiago!, si en este momento pudieseis desde la eternidad confiarme vuestro magnífico pincel, el cuadro sería indudablemente digno de vuestro renombre.

Con pesar dejo el grande espectáculo del Chimborazo; él ha arrebatado mi espíritu a las regiones de lo infinito, y ha suspendido, por algunos momentos, en mis labios el cáliz del dolor que el destino me hace apurar en todos los instantes de mi existencia. Quiera la fortuna que antes de bajar a la tumba, vuelva yo a encontrarle en medio del frenético furor que ahora le agita. Sólo entonces ostenta toda su magnificencia, y es para el alma un manantial inagotable de sublimes inspiraciones.




Mi estrella

Mir erloschen ist der süszen
Liebessterne goldne Pracht,
Abgrund gähnt zu meinen Fuszer...
Nimm mich auf, uratte Nacht!


I

Vine al desierto de la vida y en él crecí sin ver otros objetos que las nubes del cielo y las arenas de la tierra.

Alimentábame con las amargas raíces de la desventura y bebía en el cáliz del dolor una agua turbia y salobre que devoraba mis entrañas.

Errante un día por la inmensa y monótona llanura, fatigado y sediento, me tendí en el suelo, apoyé la frente sobre las manos, y un raudal de lágrimas rodaba por mis pálidas mejillas.

El sueño descendió al fin sobre mis ojos, como una montaña de plomo, y los rindió.

De repente, una deliciosa fragancia pareció despertarme, como despierta el aliento de la madre al hijo que duerme en la cuna cuando imprime en sus labios el beso del amor.

Volví la vista a mi derecha y encontré a mi lado una azucena más blanca que la nieve, suspendida sobre su tallo de esmeralda.

Un ángel resplandeciente y hermoso, como la aurora boreal, vertía sobre ella con una copa de oro el rocío de la mañana.


II

Y yo le dije, puesto de rodillas: no la desamparéis; porque sin vos los rayos del sol la agostarán, y el aquilón de la tarde, arrancándola de cuajo, la sepultará en la arena abrasadora del desierto.

Y él me respondió: despréndela de aquí y plántala en tu cabaña. Con esto desapareció.

Apresureme a obedecerle; mas al tomar la preciosa flor tornose ella en una mujer de esbelto talle y rostro semejante al del ángel que la cuidaba. Sobre su torneada espalda flotaba en hebras de oro su larga cabellera; en sus ojos resplandecían los encantos del amor, y de sus labios de coral brotaban raudales de armonía.

Absorto en su belleza le pregunté: ¿Quién eres tú? Y ella me dijo: Dios me envía.

Y, al punto, el desierto se convirtió en vergel; vistosas flores, mecidas por suave brisa, embellecían el suelo y llenaban el aire de fragancia; cristalinos arroyos serpeaban en fajas de plata por el florido césped; avecillas de espléndido plumaje se columpiaban en las flexibles ramas de olorosos rosales, y un cielo azul y sin nubes se extendía hasta el horizonte, como un inmenso pabellón de zafir.

Así, ella había hecho un paraíso del desolado campo de mi existencia, a la manera que los resplandores del Rey de los astros dan alegría, calor y belleza al hondo valle envuelto en las pavorosas sombras de la noche.

Dos ángeles me acompañaban en el destierro: el uno, invisible, cuidada de mí, y el otro visible la embellecía.

El infortunio, envidioso de mi dicha, venía con frecuencia a sentarse a mi lado; mas ya era impotente para angustiar mi corazón y sólo me causaba esa vaga melancolía que los rayos de la luna producen en el amante correspondido que suspira en el silencio de la noche al pie de la ventana de la estancia en que duerme tranquila la mujer por él adorada.

Si esto era ilusión de un sueño o hermosa realidad, no sabré decirlo; mas, es lo cierto que ello pasó como el relámpago, dejándome de nuevo en el desierto de la vida, sin ver otros objetos que las nubes del cielo y las arenas de la tierra.

Y en el cáliz del dolor incomparable con que tortura mi alma el recuerdo de mi dicha de un instante, bebo sin cesar mis propias lágrimas.

Lima, septiembre de 1882.




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