viernes, 27 de junio de 2014

FABIO CASTILLO [12.077]


Fabio Castillo

Comayagua, Honduras, poeta y gestor cultural. Miembro fundador del movimiento literario LIENZO BREVE.
Reconocido como parte de la nueva muestra poética de la ciudad de Comayagua, fue miembro del Círculo Literario de Comayagua, co-organizador de los certámenes literarios «Edilberto Cardona Bulnes». Sus trabajos han sido antologados en «Sociedad Anónima» (2007) y seleccionados para la antología «Herederos del pánico» (2013). Miembro fundador del movimiento literario «Lienzo breve», un colectivo poético que se alza como voz de protesta y de dinámica literaria ante una sociedad que se niega a brindar y promocionar espacios para la manifestación cultural.




26

Te he
estado esperando
en medio
del silencio
que me grita.
Las horas
se parecen al jade
y se derrite
este tiempo que
pasa.
Hablo, hablo
y hablo,
pero no me escuchan
los oídos despiertos.
Estoy
parado
en
el centro de la palabra,
y te sigo esperando.








La plaza

Pude ver
la piedra que envejece
con todo y con nada,
mientras un niño sacrifica
mis labios.
No quiero irme,
Pero al descalzar
mi mirada
se forman nubes
en la frente
de la pequeña
brisa que nos apremia.
No sé
mucho.
Sólo sé que
en un maldito rincón
reposan las ratas
con sus oprobios
y nosotros nos lamentamos
de no ser un océano de dudas.
No ha pasado
tanto rato
cuando
la dama del tiempo
me tira
las horas en las pantorrillas
mientras me pregunto
si mi bandera se remienda los años
(los viejos van hacia la nada).

  



A la distancia

Mi casa como una pirámide, ha de ser templo funerario.
Ramón Valle-Inclán
Me duele danzar en la arena,
y ver
que tus pasos se derriten.
Me atemoriza el hecho de saber
que pronto
serás una sirena 
que cabalgue estas dunas.
Será un momento hostil y amargo
que puede fundir mi aliento
con las estepas que se multiplican
y derraman mis pies.
Siento que te debo buscar en esa luz danzante
que noche a noche
se desnuda en mi ventana
y que lentamente se retuerce,
negándome su claridad.
Siento que no debí dejar que las espinas se clavaran 
en mi frente,
ni que la acidez de tu mirada
descansara sobre la mía.
Siento que no debí dejar 
que esta casa envejeciera,
ni que los pasillos sonrieran en tu ausencia
ni que nuestros pasos se hicieran más estrechos.
Siento que hubo mil cosas que pude haber hecho 
para que la brisa cansada 
se posara sobre nuestros nombres 
y conjugara la frase correcta.





Poema para mi padre

Su figura es silente,
cautiva, 
retraída en espasmos de ternura.
Sus pasos
adormecen la brisa
y trazan la senda que he de recorrer
día a día,
minuto a minuto.
Mi padre depositó
en mis manos
los versos
que le arrancó
a la noche
y que hicieron
que mi amanecer
se conjugara
con su sonrisa.
Procuró que su palabra
se deslizara
entre mis versos
para que su voz resonara
en todas mis
canciones.
Mi padre es una mañana
llena de orquídeas,
bautizadas con olor a pino,
a bosque sacro,
y deseo de volver a ser niño;
ese niño que crece en sus ojos,
y que aún habita en sus manos breves.
Mi padre es una figura eterna,
pequeña,
gigante.
Capaz de atrapar al sol
para que ilumine mi frente
y despertar las horas
para que apuren mis pasos.

Mi padre 
es una gota de silencio
que describe mi alma.







Mi madre

Mi madre supo llamar 
las 
aves al
atardecer
y supo
esconder en su regazo
el rocío de la noche
para que 
no me faltara
cuando el sol
despertase
y la nubes separaran sus manos.
Supo
detener el tiempo
en sus labios
para cantarme
las horas al oído
y procurar que
que el viaje de vuelta
no fuese muy tarde.
Quiso 
regalarme 
un cometa
un 
estrato
un puñado 
de viento,
los días de la 
semana
en 
las puntas de sus dedos
el canto de la sirenas
en la playas
del universo
la
sonrisa
de un anciano
despidiéndose
de sus años,
la danza del cisne
sobre
mimar de lágrimas,
Mi madre 
me ha llevado 
al
centro 
de
la lluvia,
y se ha quedado ahí 
conmigo.






Nocturno

Me hablaste 
en medio de tus silencios.
Me hiciste crecer en medio
de las brumas
de tu palabra.
Una vez contemplé el mar
y me di cuenta 
que sus olas
cantaban
himnos de esperanza.
Porque ya habías
cabalgado 
la más alta
de sus mareas,
y habías depositado
en mis
manos dormidas
el canto
de los niños 
cuando
duermen.
Cuando sueñan
y se comen las
mañanas
en sus párpados
sonrientes.
Una vez contemplé
la noche.
Y me di cuenta 
que ya 
tenías  la palabra
de la mañana
siguiente.
Rauda. Irreverente.
Pausada y tajante.
Que cortó 
el día en dos  partes
para que ambos tuviéramos 
que comer,
cuando la sal
de ese mar
nos alcanzara
y que esa noche
nos dejara 
sin el verbo.
Sin la palabra.
Sin la vida misma.





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