jueves, 12 de junio de 2014

ARMANDO GONZÁLEZ TORRES [11.895]


Armando González Torres 

(Ciudad de México, 1964) es el ensayista más talentoso de su generación. Sus escritos combinan la reflexión estricta y sin concesiones con un ritmo poético que le da una presencia vigorosa en las letras mexicanas.

González Torres estudió en El Colegio de México. Es autor de los libros de poesía: La conversación ortodoxa, (Premio Nacional de Poesía Gilberto Owen, 1995); La sed de los cadáveres (1999); Los días prolijos (2001); Teoría de la afrenta (2008); y La peste (2010); así como de los libros de aforismos Eso que ilumina el mundo (2006) y Sobreperdonar (2011).

Ha publicado los ensayos: Las guerras culturales de Octavio Paz (Premio Nacional de Ensayo Alfonso Reyes, 2001); Instantáneas para un perfil de Gabriel Zaid (Premio de Ensayo Jus 2005 Zaid a Debate); ¡Que se mueran los intelectuales! (2005); La pequeña tradición. Apuntes sobre literatura mexicana en los márgenes (Premio Nacional de Ensayo José Revueltas, 2008); El crepúsculo de los clérigos (2008); y Del sexo de los filósofos (2011).



Insomnio

 Los desvelos y los amaneceres de la ira y la ebriedad
 noches sordas, albas del desgano, el estrépito y el rumor,
 este presentimiento viscoso, esta proterva duermevela
 esta cavilación, este examen incesante
 esta estéril inquisición en el presagio.
 Si conquistado el sueño, viene el afán insomne, si el cansancio
 abruma, espeta el hastío del vientre su discorde melodía
 quién tuviera onzas de opio para la odiosa lucidez del músculo
 quién le diera dormidura a este sucio seso enardecido

de “La peste” 





¡Y ay de aquel poeta que repita insospechadamente su balbuceo! 
Quedarás cercado por la tierra, imantado de tierra, privado de aire, de altura. 
Con qué puñados de polvo platicarás ahora. 
Dicen que hay tierras murmurantes, que sólo profieren amenazas. 
Tu reloj ahora es el flujo y reflujo de la tierra. 
Ojalá / a tu humedad / le fuera devuelta / siquiera / una brizna de luz. 
Pero en tu humedad ya no se reconoce ni tu más remoto recuerdo. 
Eres ese àsado sin cuerpo que ahora vaga temeroso de sí. 






Tardes iguales

Las tardes de estos días el alma estorba
el alma es torva pues en las ciudades
sujetas a una férrea cuarentena
vagan torpes homúnculos erectos
unos sueñan al trasgo de la brisa
otros son víctimas de la modorra
languidecen sus grasosos semblantes
con el letargo de los animales.
A veces se compadece la sombra
se reaniman los rostros marchitados
las venas secas vuelven a imantarse
acude el lustre del deseo a los sexos
nuevos acontecimientos se añaden
a esa leyenda amarga y aleatoria.

de “La peste” 






La sed de los cadáveres (Centro Cultural El Juglar / Ediciones del Ermitaño) 

Por la delicada red del misterio 
por el sutil círculo aleatorio 
que gobierna los instantes sublimes  
que preside la fe, el deseo y la lágrima 
por ese azar fiero o compasivo 
fuimos siervos del signo sometido 
inquirimos remotos alfabetos  
que envilecían la lengua de la tribu 
probamos con retóricas espurias 
que enfermaban de labia la garganta.  
Esos años de fuego convulsivo 
esas tardes de ansia y paradoja  
conocimos la sed de los cadáveres 
y bebimos el líquido piadoso. 







Lastimosa lascivia hace frágil el linaje
que arrastra indelebles máculas pues el patriarca
para estuprar enarbolaba un lábaro falaz:
cebaba a su víctima con pervertidos néctares
fingíase efigie desvalida o apacible forma,
volvíase tal vez hombre bestial o bestia mansa
que inducía a su propia, muelle y dulce descendencia
y en cópula infeliz decretaba el cruel destino
de una estirpe inaudita por deliquios agobiada.






Que las lluvias no escapen de ese verano que trabajosamente las contiene; que los animales permanezcan en su amenazada huida o vergonzosa servidumbre; que la prisa de los transeúntes, el asfalto mojado y la silente exclamación de las fotografías se transformen en una plegaria:  “hágase pronto la noche; aspírese su oscuro aroma, piérdase el alma en sus brumas”.

De La sed de los cadáveres, México, Daga, 1999.






Las tribulaciones del héroe

Esos días ofuscados, premonitorios, en que no se atrevía a mirarse al espejo. Esos días en que pretendía desertar y terminaba jadeando, acorralado ante un abismo, atemorizado por su sombra porfiada y veloz. Esos días en que se unía al festejo de la muchedumbre ebria y salaz en un vano intento por amar la causa que todos secretamente repudiaban. Esos días en que, para evadir la batalla, se vestía de mujer e hilaba con sus hermanas, pero la barba y su curiosidad por las armas terminaban por delatarlo.




El ejército extraviado

Caminamos entre ruinas de lo que fueron ciudades opulentas. Siempre se escuchan lamentos interminables de deudos que no se acostumbran al sonido de la palabra ausencia. Nosotros también lloramos nuestros días insepultos. Arrugas infértiles surcan nuestros rostros secos. No hay duda: la muerte deshidrata y lo peor es que, contra lo que afirman ciertos beatos, no hay manera de florecer en los sarcófagos.




Salve

Salve, Marco Aurelio, decides edificar una nueva ciudad, fracasas en tu misión civilizadora y regresas a tu campamento de alacranes a consolarte con un pensamiento. Entre los rapaces, los débiles mentales y los estoicos eliges a los últimos y te dejas tatuar por su doctrina. Divino emperador, que ejerces el poder sin rabia, con una sonrisa resignada, atado a tu decrépita misericordia y a tu sabiduría pesimista, sin contar con una ambición, con un deseo mordaz, con un rencor que te supure y te sirva de motivo navegas en las guerras como un Dios refinado entre las bestias y resistes las intrigas, resistes las murmuraciones, resistes las conspiraciones con un vigor que ya no es tuyo, con una fuerza que ya no te pertenece.





La señal

Mis trofeos: huesos y vestiduras del enemigo, recuerdos del extático saqueo de las ciudades, del júbilo que provoca la extorsión a pueblos arrogantes e inferiores. De mi hacienda quedan  despojos y recuerdos personales; quiero compartirlos con mis fieles guerreros y letrados. En mis habitaciones, rindo sacrificios y oración a los dioses que acompañaron mis expediciones en esos veranos que parecían inextinguibles. No guardo rencor por el hecho de morir de una fiebre que mata a niños y ancianos, cuando sobreviví a las más duras y definitivas batallas de mi tiempo.  Por lo pronto, me aseo diariamente mientras espero la señal definitiva y despido a  los hombres de mi séquito con un gesto apagado mas patente, que a cada cual agradece y reconoce en su distinta jerarquía.





El exilio

En ese departamento, en donde el sol se demora extrañamente en las tardes otoñales, residen en su exilio los dioses paganos.  Tú sabes, los grandes dioses de la guerra y el placer perdieron la batalla ante el celo y la astucia de los soldados de Cristo, que ahora dominan las mentes y las finanzas del mundo.  No obstante, los derrotados sobreviven, subsisten de manera modesta, pero sin sobresaltos, gracias a un pequeño patrimonio invertido en operaciones de renta fija.  Pasean su ocio por los jardines del vecindario.  Son amables, aunque huraños: ni en sus frecuentes ebriedades traicionan su apacible silencio.  Puedes reconocerlos, sin embargo, por la majestad incólume de sus movimientos cansados, por ese incesante susurro de mar que acompaña sus pasos, o por la agonizante luz que despiden sus bellos rostros depuestos.




Confesión del nómada

Recorrí países salvajes en pos de la ventura. Parece mentira, pero me ocultaron el don de la dicha y el beneficio de la riqueza.  Es cierto, se solazó la carne amarga –no olviden que acudí a una tierra de sensaciones agudísimas- el cuerpo probó todas sus posibilidades, se desarreglaron los sentidos, la mente se hizo adulta, en fin, no reniego de esos días.  Sin embargo, fue mayor la mortificación que el gozo: los moscos insaciables, las distancias insoldables, el hambre apenas satisfecha con comida escasa y rancia y, sobre todo, la nostalgia de aquella vocación aborrecida, de aquella vida tediosa y sedentaria que maldije en la partida.





La caricia inútil

Morena, casi seca por el sol, férreamente huesuda, la mano de mi abuela me guiaba por el camellón luminoso de la infancia, me preparaba sabrosas naderías, me aferraba con la extrañeza con que se acoge a una estirpe no esperada.  Apenas recuerdo sus palabras, si es que hablaba, aunque entiendo que su boca desdentada sólo le servía para ensayar gestos de duelo o de resignación y para emitir los insultos de hienas con que ella y mi madre a veces se desgarraban.   La mano de mi abuela, que preparaba una comida simple y nutritiva, aunque hubo un momento, niño melindroso, en que ya no me gustaba que cocinara porque olvidaba asearse  y los platillos sabían a mugre o incluían algún insecto.   Esa mano que acariciaba toscamente el cuero cabelludo con el peine, que pedía limosna, que solicitaba un vaso de agua cuando se encontraba postrada en el lecho de su prolongada agonía.  La mano de mi abuela que parecía desvariar, mano admonitoria que con su bamboleo me recordaba que, por jugar fútbol, yo había olvidado administrarle su medicina.   Esa mano cuyos dedos trazaron tantas veces la cruz en señal de despedida y que, sin embargo, seguían hurgando infantilmente en lo vivo, con sus fuerzas y su curiosidad menguadas.    Mano debilitada, ya no morena, amarilla; ya no huesuda, casi yerta, que se posaba en mi frente sin reconocer a quién acariciaba.




El ocaso del nihilismo

El director de la modesta academia presentaba a los alumnos, aspirantes a filósofos, ante su nuevo maestro: “A. no desea el éxito, sino la morigeración, anhela tardes idénticas, calmas y virtuosas; B.  tiene un afán de simetría, busca un equilibrio en el decir y el hacer, camina con brújula, balanza, termómetro y cinta de medir; C. adora el tráfago, quisiera agotar la realidad con todo y sus simulacros, apurar a borbotones la vida y luego exhalar parsimoniosamente los vapores resultantes”.

El viejo mentor contestatario saludó con cierto desgano a sus jóvenes interlocutores, se sentía un poco cansado, pero estaba consciente de que era el momento preciso para motivarlos e intento propiciar una primera revelación con esta arenga: “El dominio de uno mismo es una sugestión o un engaño: soñamos que nos regimos por la razón y despertamos en un país impreciso y anárquico; ignoramos que, al dominar las pequeñas pasiones y caprichos, sólo cedemos a una pasión enorme y disoluta. Sin saberlo, escribimos un silogismo con bilis, resolvemos una paradoja con sangre y adornamos un discurso con la salivación del deseo y de la envidia”.

Como dictaba el protocolo de esa academia, los alumnos se pusieron de pie, un tibio aplauso coronó la intervención del orador y un tufo a pensamiento exhausto y a iconoclasia macerada inundó el aula desvaída.




Parábola del extravío

A mitad de la vida, me pierdo y luego me encuentro en un camino fresco en medio de un bosque afable donde, en un claro, se erige lo que me dijeron era la Iglesia.  Ignoro que tipo de Dios preside esta religión, pero me gusta el olor de las flores que circundan el claro y me simpatiza esa multitud de perros mansos que dan la bienvenida con su cariñoso ladrido. Intuyo que no hay más feligreses, ni mentores; sin embargo, un ejército benigno parece proteger este sitio.  Estoy seguro que no extrañaré a la familia ni a los amigos y que, con un poco de suerte, podré convertirme en mi propio padre y mi madre, en el esposo, la esposa y la descendencia.




Parábola de la esperanza

Despertó de su dormitar nervioso cuando la película había terminado y en la televisión únicamente transmitían anuncios. Sudaba frío y tenía esa molesta sensación de vértigo en la punta del estómago.  Trató de ayudarse a conciliar nuevamente el sueño bebiendo grandes tragos de vodka, directo de la botella que estaba al borde de su cama, pero sólo encontró orines.  Comenzó entonces a masturbarse maquinalmente para relajarse un poco, pero nunca logró una erección satisfactoria. Pronto comprendió que ya no dormiría.  Se irguió, se recargó en el respaldo de la cama, prendió la luz, concentró sus ojos en un punto fijo y trató de hacer un balance.  Los últimos días, la debilidad, los actos equívocos y la culpa lo colocaban en el filo de la navaja. Era necesario restablecerse,  emprender una purificación, cambiar las rutinas, pero era tan difícil sobrevivir sin la presencia de lo repudiable.  El sólo recuerdo de la placidez lo excitó y el imaginar un mundo sin gratificaciones lo llenó de temor.  Para ese entonces, el sentimiento de necesidad violenta ya lo había embargado. Imaginó esposarse a la cama o ensayar una rogativa a una virgen de su paradójica devoción, aunque en realidad lo que menos deseaba era disuadirse de ese propósito que se instalaba irreversible. Conquistado por su poderosísima apetencia, sin ánimo de pensar ninguna justificación, se dirigió febrilmente al escritorio, sustrajo la jeringuilla y se inoculó con rapidez aquello por lo que su cuerpo sometido abogaba.  Un sentimiento de reconciliación inmediata lo invadió y tuvo que detenerse de un mueble para soportar esa vigorosa inundación de bienestar y equilibrio.  Cierto es que, aun en el instante de mayor placer y  exaltación, pensaba con pesadumbre en la palabra empeñada que había dejado sin honrar; no obstante, se reconfortó imaginando que, al amanecer, en unas pocas horas, todo sería distinto.

De  Teoría de la afrenta, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2008.







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