lunes, 26 de agosto de 2013

LILVIA SOTO [10.378]


Lilvia Soto, poeta mexicana

La Universidad de Harvard es el lugar más sui generis del planeta. Como todos los centros del pensamiento humano, concentra lo mejor del ingenio, la cultura, el arte, la historia y la ciencia. Uno camina sus pasillos encontrándose con profesores, investigadores y estudiantes del mundo entero que han venido a estudiar de día y de noche, hacer experimentos que cambiarán la vida de las nuevas generaciones, analizar objetos artísticos cuyo origen se remonta al principio de los tiempos, y a vivir cada día con una energía inenarrable.

Su entorno, la ciudad de Cambridge, Massachusetts, es un laberinto de callejas estilo inglés, con casas victorianas y edificios contemporáneos donde las librerías son espacios concurridos que cierran a la medianoche; en la estación del metro tocan cuartetos de cuerdas formados por músicos excepcionales, y en el quiosco de periódicos hay publicaciones en todos los idiomas. Los restaurantes ofrecen especialidades orientales, europeas o sudamericanas, y en ellos trabajan meseros que por la noche actúan en obras de Shakespeare o escriben sus tesis de doctorado, mientras afuera hay taxistas políglotas que pergeñan guiones de cine, y científicos que están a punto de encontrar la fórmula milagrosa que cure dolencias de siglos.

En la Facultad de Lenguas Romances, en aulas de madera venerables y viejísimas, a mediados de la década de los ochenta se encontraban dos mexicanos excepcionales: Carlos Fuentes el novelista, y Lilvia Soto, profesora que daba clases de Literatura Hispanoamericana y estudiaba la obra del novelista.

Lilvia Soto, tengo que decirlo, brillaba con luz propia entre los premios Nobel y las leyendas vivientes que eran sus colegas. Además, estaba desprovista de esa arrogancia y en algunos casos amarga visión del mundo que caracteriza a los genios. Son seres solitarios, celosos de su sabiduría, condescendientes ante los demás, que éramos simples mortales sin su fama y profundidad. Muchos profesores causan un efecto similar al que debieron haber provocado los santos y profetas de la Antigüedad. En algunas de sus clases no comparten sus hallazgos con sus alumnos, sino hasta haberlos publicado en un libro de su autoría, o patentado en la oficina de registros.

Sin embargo, la doctora Soto, bella mujer de cuarenta y tantos, era generosa y tenía una mirada resplandeciente. Se presentaba a clases vestida con elegancia y propiedad, toda ella revestida de dignidad. Nos invitaba a comer al Faculty Club, el comedor exclusivo donde los académicos se envolvían en un halo, nimbados por su prestigio.
Lilvia Soto nos llevaba a sus estudiantes a ese pequeño Olimpo, sin tanta faramalla.

Más tarde, estudió un post doctorado en Cambridge, Inglaterra, y fue profesora de otras universidades, y también directora fundadora de La Casa Latina, un centro de excelencia para estudiantes hispanos de la Universidad de Pennsylvania.

Hoy, la poeta Soto ha regresado a su país, México, a su estado, Chihuahua, y vive en Casas Grandes, raíz de su tronco familiar.

Lilvia Soto escribe sobre sus querencias y su tierra, y lo que dicen sus versos nos llega a todos al alma:




II

El  no conoció las tuyas,
tus sandías rojo sangre
irrigadas de los pozos que tu padre cavó,
maduradas en el calor del desierto,
saboreadas con tus hermanos
en el patio trasero,
sus semillas escupidas sobre la tierra desnuda,
pedazo tras pedazo de jugoso sol de Chihuahua
que te corría por la barbilla
consagrando la tierra de tu padre,
el trabajo de tu padre.

 (Del poema “Mi madre y Tamayo”).




La autora ha publicado cuento, poesía, crítica y traducción literaria en México, España, Chile, Canadá, Perú, Venezuela, Estados Unidos. Acaba de terminar dos colecciones de poemas sobre las guerras estadounidenses en Irak y prepara una sobre su regreso a México.


Sobre una de sus estancias en España, escribió:



es abril
es abril y Andalucía
con su túnica azul violeta
que es azul aura y azul llama
luciérnaga
y vuelco del corazón
que es jacaranda en flor
y primavera en el paraíso
porque el árbol del paraíso
no es el manzano
no, el manzano es invento
de los escribas que ocultan la verdad
los escribas y los exégetas
que quieren secreto y sólo para ellos
el árbol de la tentación
el árbol que es costilla, nervio y médula
el árbol que es piel y arteria
y brazos que claman al cielo
y bocas que iluminan la noche
labios y lenguas y dientes que susurran
y tiemblan
y son las mil bocas del árbol-deseo
que es el color lila y azul lavanda
y todos los azules
del jacaranda de Andalucía.







«y todos los tzotziles de la tierra...»


I

De mañana, la comunidad reza.
Piden justicia. Piden respeto.
Y las balas son su respuesta.
Y las balas expansivas y los machetes son su respuesta.

De hinojos está el pueblo cuando suenan los tiros.
Con sus machetes los hieren, con sus rifles los matan, 
con sus metralletas los masacran.

A tajos abren a una mujer, del vientre le arranca a su hijo.
Una bala expansiva destroza el cráneo de un niño. 
Al lodo, dispersos, caen sus sesos.
A machetes matan a Susana, 
roban sus enaguas blancas y su hermoso huipil. 
Por el lodo arrastran su cinturón bordado de rojo.

Descalzos, empapados, resbalando en el lodo de sangre
los tzotziles huyen por el monte.
El hedor de la sangre llena la barranca.
Las entrañas abandonadas en el lodo alimentan a las moscas. 

El llanto de los Tzotziles suena todo el día.
Alrededor de la tierra se oye su lamentación por los muertos.
En la barranca anochecen los helechos 
salpicados de coágulos y de lágrimas de luna.

Mariano llora a su mujer y reparte crisantemos blancos.
En terreno sagrado reúnen a sus muertos.
Mariano llora a sus tres hijas y reparte crisantemos blancos.
En terreno sagrado los entierran,
en cuarenta y cinco ataúdes cubiertos de moscas y de sangre.

Mariano, con su único hijo, llora a su mujer. 
Llora a su mujer y a sus tres hijas y reparte crisantemos blancos.
En dos fosas comunitarias los entierran, 
en cuarenta y cinco ataúdes cubiertos de moscas y de crisantemos blancos.

El llanto de los tzotziles suena toda la noche.
Alrededor de la tierra se oye la lamentación por sus muertos.

En la barranca amanecen los helechos 
salpicados de coágulos y de lágrimas de luna.


II

Los choles, los zoques, los chamulas, 
los tojolabales, los tzeltales:
los indígenas de Chiapas
lloran a sus tzotziles.

Los toltecas, los mixtecos, los nahuas, los huicholes, 
los zapotecas, los yaquis, los mayas, los rarámuris:
los indígenas de México
lloran a sus tzotziles. 

Los taínos, los mapuches, los araucanos, 
los nazcas, los aymarás, los incas, los guaranís:
los indígenas de Latinoamérica
lloran a sus tzotziles.

Los cheyennes, los pueblos, los hopis, los inuits, 
los pimas, los navajos, los cherokees, los apaches:
los indígenas de América
lloran a sus tzotziles.

Los indígenas de Quebec, Los Ángeles, Roma, Coímbra,
Tokio, Bagdad, Moscú, Atenas, Sevilla y Perth:
los indígenas de todos los pueblos de la tierra 
lloran a sus tzotziles.

Los indígenas piel roja, los piel amarilla, los piel negra, 
los piel blanca,
los indígenas de los maizales, los ríos, las montañas, 
los desiertos y los mares: 
los indígenas de todos los rincones de la tierra 
lloramos a nuestros tzotziles.

Y aún hoy 
en la barranca de Acteal
anochecen los helechos salpicados de coágulos
y de lágrimas de luna.

Acteal, San Pedro de Chenalhó, 22 de diciembre de 1997







«Rojo en la arena»

Con el resplandor en los ojos
al son del paso doble
das vuelta al redondel
sereno, despides a tu cuadrilla
contra su aliento de fuego
lucharás a rojo vivo.

El ascua en sus ojos
te llama
tu onda de rojo lo atrae 
y en su noble cuello
con maestría
clavas
buenos pares de fuego.

Gotas de furia
siembran la arena
con el rojo amargo
olfateas
para acallar su bramido
con muestras de arrojo
alanceas, indagas, revuelves.

Con rojo ciego te mira
sigue tu mano encarnada.
La cadera doblada
cargas la suerte
y entrelazados, sin aliento
fijan 
el sol en el firmamento.

Sobre la Torre de Oro
la luna 
desnudez de plata
fulgura
se derrite
fluye.

Tu espada de fuego 
incierta
tiembla
corta.
Su espuma insumisa
florece
alumbra el Guadalquivir.

Sus fieras astas
duras como el amor
suaves como el amor
mugen las tinieblas
cantan el corazón del olvido.
Tu estocada certera
te salpica de rojo ceniza.

Con mirada de lentejuela
y labios al rojo vivo, sonríes
has cortado la flor de la vida.
El cielo se cubre de negro
porque en Sevilla
las golondrinas lloran
al rojo toro de amor.

Ufano
limpias tu estoque caliente
y raspas los claveles
de tu traje carmesí
mientras a él lo arrastra
el tiro enjaezado
resonante de cascabeles.

Al son de los vítores
arqueas la espalda
con gesto bravío
pisas las amapolas en la arena
y alto, muy alto
enarbolas su oreja.







«Chanates y buganvilias»

Al abrir mi puerta
veo los chanates 
que nadan en la brillante franja de luz que corre frente a mi casa. 

Cuando comprendo que son sombras 
de los que vuelan sobre mi techo, 
en la transparencia del aire veo 
el negro azabache de su plumaje 
con su iridiscencia azul violeta 
y escucho su ronca y desafinada voz 
decir que, milagroso, ha llegado otro día, 
que todavía late 
vida en el pueblo. 

Junto a mi puerta florece 
el rosa violeta de la buganvilia 
y el aire fresco de la mañana no arrastra 
el iridiscente olor de la sangre que se derrama
 en las noches negro azabache. 
No hay nubes grises que oculten 
la luz del nuevo día
y los chanates carraspean
que puedo guardar 
mis preocupaciones de anoche, 
que tal vez no lleguen hoy 
noticias de nuevas muertes, 
de padres que lloran a sus hijos ajusticiados
 por los soldados del narcotráfico 
o los del gobierno que, casi niños, 
cometen también nefastos errores. 

Tal vez esta tarde no tañan 
las roncas campanas de San Antonio, 
quizá el señor cura no tenga que consolar hoy
 a la madre de un joven de quince años, 
como hizo hace tres días. 

Su tumba fresca aguarda una cruz nueva
y el carpintero jura que no volverá 
a defraudar a jóvenes padres, 
que está ya listo con nueva madera, 
con pintura blanca y finos pinceles 
para escribir con letra negra 
el nombre y la fecha. 

Las beatas saben que aunque ha pasado 
el Día de Difuntos 
no habrá este año descanso para sus viejas manos 
y todas las tardes se juntan 
con tijeras y pegadura
para confeccionar coronas, cruces, guirnaldas, 
de rosas blancas, moradas y rojas 
para las nuevas tumbas. 

Al sepulturero, 
hombre ya viejo, 
le duele la espalda,
algunos días son siete las tumbas. 
Sus manos sangran de tanta tierra, 
y de las ampollas de la pala y del azadón. 

Esto va para largo, dice, 
y yo solo no puedo, 
con más de tres no puedo. 
Pide que le contraten un ayudante, 
un hombre maduro 
sin grandes ambiciones,
alguien que no se aloque 
con el poder del revólver, 
con el oropel de la droga, 
alguien que le dure,
pues esto va para largo.

Un padre de hijas prefiere, 
hasta un joven abuelo,
asegura que no quiere
 un hombre que tenga un hijo, 
no quiere tener que ayudar a cavar 
el sepulcro de un hijo. 

En el ocaso, 
la iridiscencia de los chanates 
adquiere reflejos cobrizos, 
como de brasas, como rescoldo, 
como cenizas. 

Como drogados, 
dan vueltas sobre el panteón, 
como si tropezaran,
como si les faltara el aire, 
como cortejo fúnebre
 que no quiere fijar la mirada 
en el hoyo doble 
que escarba el sepulturero. 

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