viernes, 8 de marzo de 2013

ACACIA UCETA [9368]



Acacia Uceta (Madrid, 1925-2003) destacó entre los poetas de la memoria histórica, solidarios con los más humildes, comprometidos con la vida, con el amor al trabajo, la belleza, la paz y la justicia.
Aunque nacida en Madrid en 1925 se incorporó activamente a la vida cultural conquense tras su matrimonio con el también escritor y periodista Enrique Domínguez Millán. Fundadora y vicepresidente de la Asociación de escritores de Castilla La Mancha y, durante los últimos doce años de su vida presidenta de la SecciÓn de Literatura del Ateneo de Madrid, su labor literaria se vio reconocida por numerosos galardones y premios. Incluida dentro de la llamada “generación de los 50”, cultivó la narrativa, el ensayo y la crítica literaria pero se centró especialmente en la poesía con títulos como El corro de las horas, Frente a un muro de cal abrasadora, Detrás de cada noche, Al sur de las estrellas, Cuenca, roca viva, Árbol de agua, memorial de afectos o Calendario de Cuenca (libro póstumo) Junto a ellos dos novelas, Quince años y Una hormiga tan sólo. Pronunció su discurso de ingreso en la RACAL el 30 de noviembre de 1987 con el título Luz, equilibrio y asimetría de Cuenca. falleció el 10 de diciembre de 2002.





POR EL HOMBRE

Voy a cantar al hombre,
al hombre sólo.
Tapaos los oídos con cera los cobardes,
volved la espalda los indiferentes:
no callaré por eso.
No podría callar aunque me echaseis
un puñado de rosas a los ojos.
Imposible es hallar cumbre o crepúsculo
que arrasar no quisiera
por levantar del polvo a un desvalido.
Apagaría todos los luceros
por devolver a un ciego la mirada,
a un triste la esperanza,
o simplemente
por llevar un minuto de alegría
al ser más humillado de la tierra.
Sólo el hombre me importa,
sólo el hombre:
su vacío infinito,
su valentía y su temor trenzados,
su alma interrogante
azotada de siempre por la duda,
atada a una cadena de preguntas
sin posible respuesta;
su postura intermedia
entre la Nada y Dios
y su impotencia
para negar el pecho a la tristeza.
Tan sólo por el hombre,
por nosotros, hermanos, los pensantes,
los desvelados y los oprimidos,
seguiré golpeando y golpeando
en la hermética puerta clausurada;
seguiré suplicando
desde todas las voces ignoradas,
desde todos los nombres conocidos,
por los que han de venir y los que fueron,
por los niños enfermos,
por los soldados muertos,
por los muertos en el comienzo mismo de la vida,
por los triunfantes y los ajusticiados
de todas las prisiones de la tierra,
por el hombre de siempre
con su destino oscuro
abierto a los confines
lo mismo que una cruz irrevocable,
por su infancia marchita,
ensuciada por todos
sin compasión alguna a su pureza;
por su alocada juventud vencida
a golpes de renuncia y de fracaso,
por su vejez de plomo
vertiendo como alero
su mínimo caudal en el vacío…
Por esta sucesión interminable
de pasos vacilantes monte arriba,
por esta des de altura
de la que siempre fuimos rechazados,
por esta sumisión agradecida
hasta el límite mismo de la muerte,
yo vuelvo a alzar mi ruego
y vuelvo a alzar mi canto
en millones de voces repetido.
Y hablo otra vez del hombre,
de nosotros, hermanos,
en un plural abierto
sin frontera de tiempo ni de raza.
Y ahora que el ademán es aún pujante
sobre esta tierra dura que me aguarda
y bajo estas estrellas que me ignoran,
me descubro la herida,
la herida mía y nuestra,
tan vieja y tan dolida como el mundo,
a ver si la ve Dios, a ver si existe
una gota de gracia que la cure.

Frente a un muro de cal abrasadora, 1967.








Vuelvo a ti

Vuelvo a ti, Cuenca, como vuelvo al día,
a esta tu soledad frente a mis ojos
tan luminosamente derramada,
a esta fusión de todo lo existido
en la masa compacta de tu piedra.
¡Qué individual y múltiple
tu elocuente presencia
donde canta el ayer como un susurro
su eterna melodía indescifrable!
Residencia de todo lo vivido
construyes sobre el tiempo tu morada,
abres tus puertas y me llamas quedo
para que vuelva a ser en tu recinto.
Cuenca:
puerto de un mar de piedra innavegable
donde tengo mis anclas sumergidas.

Calendario de Cuenca (2004): Diputación Provincial de Cuenca.





A DIOS

Amo la luz que llega a mi ventana
y te saludo en ella cada día.
Y te respeto con la flor humilde
que se ofrenda a mi planta cuando paso.
Hallo tu gracia en la inocencia
que vuelve a las pupilas del anciano
y encuentro tu bondad en el olvido
del sueño y de la muerte.
Reconozco tu fuerza en el silencio
en que envuelves, celoso, tu Misterio.
Y está tu voluntad en la tristeza
con que el hombre se busca por hallarte.
Entre el vasto universo que me cerca
y la brizna de hierba
que se levanta al sol casi triunfante,
Tú me sales al paso.
Cuando intento doblar por las esquinas
que llevan a la Noche;
cuando quiero escapar y me retienes
en la sonrisa cálida de un niño
o en un alero lleno de gorriones;
cuando muestro mi mano vacía de esperanza,
Tú llegas hasta mí. Y es tu presencia
sustento de este Amor que me redime.






Madrid, primavera de 1938

Y floreció entre los escombros
Era la primavera
y por el muro más acribillado
creció una enredadera fugitiva.
Briznas de hierba
besaron la ciudad martirizada.
Un sol tímido,
un sol avergonzado de su brillo,
se posó en los andrajos,
en las manos moradas,
en los muñones de los mutilados,
y entró por las ventanas sin cristales,
por puertas arrancadas a la noche.







LA POESÍA MÍSTICA DE ACACIA UCETA


Luis ARRILLAGA *:


Acacia Uceta (1925-2002) fue una escritora polifacética que cultivó diversos géneros con gran acierto: narrativa, ensayo, crítica literaria y, sobre todo, poesía. Madrileña de nacimiento y conquense de adopción, tuvo que elegir muy pronto precisamente la poesía en detrimento de la pintura, pues para ambas sentía una intensa vocación.

En lo que respecta a la producción lírica de nuestra autora, digamos que posee, en líneas generales, un estilo directo y sencillo que prescinde de adornos inútiles, pero se trata de una poesía plena de bella elegancia, original simbolismo, carga emocional y plasticidad expresiva, virtudes todas ellas dentro de una fecunda herencia clásica que Acacia sabe actualizar sabiamente.

La obra poética que aquí comentamos posee, además, una gran riqueza de temáticas y registros: el optimismo existencial, el amor de pareja, la vena existencialista, la poesía social, la poesía ecologista, la sabiduría humanista, el neopopularismo y, de una forma especial, la espiritualidad. Por ello, ésta última es la temática predominante en la poesía de nuestra autora, pues toda ella está traspasada por una religiosidad de tan hondo calibre que alcanza una verdadera altura mística y es capaz de requerir por sí misma toda nuestra atención con carácter casi excluyente, hasta el punto de que estamos casi seguros de que Acacia Uceta no se inventa las experiencias religiosas plasmadas en su poesía, en su mayoría dentro de la cosmovisión cristiana, por lo que es pertinente realizar ahora por nuestra parte unas reflexiones de teología espiritual.

En primer lugar, su fe religiosa indica ya desde los inicios una profunda vida espiritual. En “Testamento”, del libro Frente a un muro de cal abrasadora (1967), aparece esta constante de la referencia a Dios, siempre presente en la relación de la poetisa con el mundo: “…estoy erguida sobre mi estatura / de cara a Dios y de perfil al mundo”. Y esta referencia a Dios se define, sobre todo, por una exigencia de fidelidad: “no es posible / volver a Dios la espalda”, dice Acacia en la pág. 45 del libro Detrás de cada noche (1970). Esta relación de fidelidad con Dios crea un espacio esencial en la vida de la autora: “Hay una dimensión que yo domino / donde las rosas son inmarchitables”, leemos en el poema inicial del libro Íntima dimensión (1983), versos que expresan una plenitud de vida espiritual en una suerte de Paraíso anticipado (las “rosas” simbolizan, indistintamente, plenitud y trascendencia). Finalmente, esta fe religiosa, basada en una relación auténtica con Dios, culmina en el libro Árbol de agua (1987), el de mayor hondura mística. Así, partiendo de la experiencia gozosa de la presencia divina en el poema VI de “Absoluto”: “Puedo estar sola / sin que me abandones”, camina la autora hacia la “ansiada claridad definitiva”, es decir, hacia la unión final con Dios, pues la vida del creyente consiste en “vencer la noche de tu ausencia”, para lo cual “…sólo tuve / la luz de la promesa que me hicieses”, dice Acacia en el poema III de “Encuentro”, bella definición de la fe como salto en el vacío en el cual el creyente se fía de Dios.

Esta fe, no obstante, nos presenta a un Dios conocido-hasta cierto punto-, pues, a veces, aparece claramente la figura de Cristo, sobre todo en el libro Árbol de agua: “los que abrieron recuerdan / que se quedó habitando / para siempre en su casa”, leemos en el poema III de “Amor”, que expresa cómo Cristo vive en el corazón humano. Y en el poema VII hallamos una bella definición de Él: “Eres / luz que no ciega al ojo que la mira”. Pero Cristo, o Dios Padre indistintamente, también es el Otro con mayúsculas, el Desconocido, el permanentemente inaprensible, como vemos en estos versos del poema IV de “Ciencia”: “siempre estás / un poco más allá de lo que avanzo”. Por esta misma razón, y según el Evangelio, Dios aparece siempre sin avisar: “Cruzaste sin llamar / el umbral más altivo de mi reino”, leemos en el poema V. Finalmente, toda esta relación con Dios sería pura palabrería si no estuviera avalada por el cumplimiento del mandato esencial de Cristo: el amor y el servicio al prójimo, por lo cual dice Acacia en el poema VI: “Mi amor precisa, para que amor sea, / que volcado en los otros se acredite”. Este amor a Dios aparece especialmente en ciertos poemas del libro Íntima dimensión, que rozan la mística y que indistintamente pueden estar inspirados en un amado de carne y hueso, destacando los poemas III, IX, X y XI de “Círculo”.

Otro tema religioso de interés es el silencio y la ausencia de Dios. Así leemos al principio de Detrás de cada noche: “…aceptar aquél silencio / de Dios con alegría y Estaba sola en medio de mi nada”; y en el poema “A Vicente Aleixandre”, publicado en la Antología Corona poética a Vicente Aleixandre (1979), dice la poetisa: “¡Qué diálogo imposible has intentado / con todo lo que existe / y no responde nunca a la llamada!” Esta utopía de la comunicación-aunque frustrada-con el Absoluto es una realidad que vive el creyente, en este caso con aceptación, distanciándose así de la angustia existencial de algunos grandes poetas de agónica religiosidad (Unamuno, Dámaso Alonso o Blas de Otero, entre otros).

Acacia Uceta también sabe hacer teología, pues a veces acuña certeros conceptos teológicos con sus versos. Citemos como muestra algunas verdades teológicas del libro Árbol de agua: en los dos poemas iniciales de las Secciones “Absoluto” y “Encuentro” se desarrolla bellamente la tesis paulina-ampliada por san Agustín-de que procedemos de Dios y a Él volveremos, siendo la vida humana en realidad un viaje de ida y vuelta: “Agua somos nacida de tus aguas /…/ única isla tú para el regreso”, leemos en el primer poema-de cierto talante juanrramoniano-; y en el segundo: “Este viaje en que vivo mientras sueño, /…/ va doblando distancias por fundirse / de nuevo en tu latido”.

El poema inicial de la Sección “Ciencia” nos introduce, por su parte, en una importante realidad del siglo XX: el diálogo entre fe y ciencia, a partir de la apertura de la Iglesia Católica al mundo con el Concilio Vaticano II (1962-1965); veámoslo: “¿Quién dijo que la ciencia y tu mensaje / no podían fundirse en un abrazo?”, y también: “…acercar la razón al infinito”, pues, efectivamente, la fe es complementaria de la razón, distinta pero no opuesta, ya que posee un importante componente racional. Y el poema VI ofrece otra gran verdad teológica: es necesaria la respuesta del creyente a la llamada de Dios como parte de su proceso de conversión, pero, no obstante, Dios siempre respeta la libertad humana en su relación con el creyente: “Obligada me siento / a crear la respuesta que en mí esperas, y: ni alteras el fulgor de mi albedrío”. Digamos, por último, que el poema V de la Sección “Belleza” vuelve a presentar otro concepto de la teología paulina, cuando el Apóstol afirma que el cuerpo humano es “templo de Dios”, pues su Espíritu habita en nosotros (Rom 8,9 y 1Cor 3, 16); así dice Acacia: “sólo porque elegiste mi envoltura para alojar en ella tu destello”.

Pero es, sobre todo, en la sabiduría mística donde la poesía de nuestra autora alcanza sus más altas cotas. En ciertos poemas de Íntima dimensión hallamos algunas muestras modélicas deudoras de la lírica sanjuanista; por ejemplo, el poema VIII de la Sección “Esfera” desarrolla la tesis del santo de que Dios humilla el alma de sus elegidos y la oscurece para luego levantarla e iluminarla (Noche oscura, Libro II, “Noche pasiva del espíritu”, cap. 9 y 12), cuando dice Acacia: “Nunca el barro se alzó / con tanta fuerza, / se amasó con la luz de igual manera”; y en el poema XII también resuenan los ecos de la comunicación amorosa con Dios típicamente sanjuanista, cuando leemos: “y, al sentarme debajo de sus ramas, / regalándome fue con su silencio / la secreta razón de su armonía.”

Otra mística importante, santa Teresa de Lisieux, también tiene cabida en la obra de nuestra poetisa, como vemos en el poema V de la Sección “Amor” (Árbol de agua), que desarrolla la tesis de la santa de que para llegar a Dios es necesario recorrer un camino estrecho y difícil de dolor y sacrificio (Historia de un alma, Ed. Monte Carmelo, Burgos, 1978, págs. 271, 276-277); dice Acacia: “Cuando busqué los fáciles caminos, / llegué triunfante / y no estabas allí donde pensaba”, porque-añade-son las “sendas estrechas y vencidas las que indican el exacto lugar en que tú estabas.”

Y no podían faltar, por supuesto, las conexiones generales con el pensamiento de santa Teresa de Jesús. Citemos especialmente dos poemas de Árbol de agua: el nº II de la Sección “Ciencia”, que expresa la libertad del espíritu humano en su unión con Dios, cuando afirma la autora: “te habito sin sentirme retenida y En libertad total / sigo la senda del conocimiento”; el otro poema, nº III de la Sección “Encuentro”, presenta igualmente un delicioso talante teresiano cuando describe la espera del regreso de Dios después de haberse producido algún encuentro anterior.

También podemos destacar, en otro sentido, el poema IV de la Sección “Absoluto”, que plantea una verdad constante de la mística: hemos de renunciar al yo para crear en nosotros un vacío interior en el que Dios pueda entrar; así, dice la autora: “El inmenso vacío en que me miro / sé que puede llenarlo tu presencia”. Y el poema V nos invita a lograr uno de los objetivos de la purificación espiritual: volver a la inocencia humana original, cuando leemos: “volviendo a la pureza, / al instante inicial de la partida”. El poema IV de la Sección “Ciencia”, por su parte, manifiesta cómo el conocimiento intuitivo de la mística vislumbra esa otra realidad desconocida donde habita Dios o “cuarta dimensión”, como dice la poetisa. Finalmente, en el poema V de la Sección “Encuentro” vemos cómo el creyente debe identificar las huellas de Dios en la vida mundana: “¡Qué difícil ha sido-tú lo sabes-, / entre el brillante carnaval, / diferenciar la llama del espejo!”

Otro aspecto místico de vital importancia es la vivencia de la cruz o “noche oscura”, según la terminología sanjuanista. A este respecto, el poema “Testamento”, de Frente a un muro de cal abrasadora, ya avisa precozmente de una verdad mística universal: el sufrimiento es necesario como vía de llegada a la unión con Dios (siempre que no se busque de forma masoquista, sino que se trata de aceptarlo cuando aparece en la vida), cuando la autora afirma que la espina de la rosa “hace posible su frescura intacta”. La Sección “Esfera” de Íntima dimensión presenta diversos poemas que profundizan en esta misma línea. En el poema III reaparecen algunos ecos del proceso místico de santa Teresa de Lisieux, que habla de un “túnel oscuro” y de la “mesa de los ateos” o pecadores (obra citada, págs. 276-277); de igual manera, Acacia alude a “el espejo terrible de la Nada / poblando con la noche el infinito”; unos y otros términos son expresión de un punto álgido en la experiencia mística: bordear el límite del ateísmo, experimentar el absurdo de la ausencia total de Dios como Cristo en la cruz-“Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46)-, tras lo cual la fe sale fortalecida, pues se supera la noche oscura y se vence la nada, según dicen los versos finales: “Y le cerré la puerta a tanto miedo. / Y abrí la dimensión de mi esperanza”. El poema V describe el proceso por el cual el creyente, en su experiencia de cruz-participación de la cruz de Cristo-, se halla con un muro que, en principio, le impide ver la luz, pero que al final conduce a ella:

                          Y había una pared infranqueable
                                no sé por qué dolor tan laminada,
                                por qué dureza tan cristal y fría,
                                por qué feliz milagro transparente.
                                Y ella evitó que fuera devorada
                                o que me uniera ciega a la jauría,

como asimismo acontece en el poema VI, donde leemos:

                                sobre un río de sombras
                                puede el amor cruzar a la otra orilla
                                y se puede llegar hasta el abismo
                                y ser rayo de sol,
                                perfecta vertical sin sombra alguna.

Y finalizamos con la experiencia mística de la iluminación, que es un fenómeno singular susceptible de diversas interpretaciones. Puede ser la feliz conclusión de un período de “noche oscura”, aunque el acontecimiento luminoso más frecuente en la mística cristiana es el que acaece al principio del proceso de conversión, o bien poco después de los inicios del mismo. Se trata de una profunda experiencia religiosa en la que el creyente recibe el Espíritu de Dios o Espíritu Santo, experiencia cuyo modelo hallamos en las “lenguas de fuego” de Pentecostés (Hechos 2, 1-4) y que han vivido, igualmente, numerosos santos y profetas, generalmente en su época de juventud.

En este sentido, en el libro Frente a un muro de cal abrasadora, el título del excelente poema “Tránsito” manifiesta claramente el paso de la “noche oscura” a la luz:

                                Un relámpago corta en dos mitades
                                el telón de la noche que me envuelve.
                                La tempestad desgarra mi silencio,
                                libera mis cien pájaros cautivos.
                                                      …/…
                                El aluvión de muerte, al retirarse,
                                ha barrido la puerta de mi casa.
                                                      …/…
                                Allá, a lo lejos, sobre el campo pardo,
                                una amapola se cimbrea al viento,
                                efímera y total, como respuesta;

este “relámpago” es símbolo inequívoco de la Luz divina que destruye las tinieblas iniciales de la conversión, Luz que “corta… el telón de la noche” y que, como consecuencia, detiene “el aluvión de muerte”, porque la “respuesta” a sus preguntas previas existenciales es esa amapola-símbolo de la divinidad-o Luz “efímera y total”, “efímera” por tratarse de un breve instante de iluminación y “total” por ser la Luz infinita del Espíritu de Dios.

Esta Luz aparece de nuevo en el apartado “A Dios” del poema “Tríptico del amor en mí”, en el mismo libro anterior:

                             Amo la luz que llega a mi ventana
                                y te saludo en ella cada día.
                                                      …/…
                                Hallo tu gracia en la inocencia
                                que vuelve a las pupilas del anciano
                                y encuentra tu bondad en el olvido
                                del sueño y de la muerte;

fragmento en el que los términos “inocencia” y “bondad” expresan aquí, posiblemente, algunos de los efectos que produce en el creyente la iluminación.

Por último, en este mismo libro, en el poema “Única respuesta”-respuesta de Luz divina a la “noche oscura” del creyente-, se repite varias veces, a manera de anáfora, el símbolo de las “rosas”:

                          No he de besar más que estas rosas,
                                y su inmensa belleza…
                                                      …/…
                                En estas rosas
                                quiero apoyar las manos y los ojos,
                                en su color quisiera ahogar mi noche,
                                en su limpio rocío
                                apagar esta sed devoradora.
                                                      …/…
                                Ellas tienen la clave de lo eterno…;

“rosas” místicas que aquí expresan plenitud espiritual, felicidad, encuentro con Dios, fin de la “noche” y de la “sed devoradora”, Luz eterna de Dios que inunda al creyente, aunque sea de manera efímera.

Estos son algunos de los registros de la poesía espiritual o mística de Acacia Uceta, pero el mundo de su religiosidad expresada en verso es mucho más amplio, por lo que invito al curioso lector a acudir a mi reciente libro Palabras de fuego, La obra literaria de Acacia Uceta, publicado en 2009 por la Diputación Provincial de Cuenca.

(2010)

* Luis ARRILLAGA, licenciado en Teología, es profesor, poeta y ensayista. 


(FDP238)

[POESÍA ESPAÑOLA]  [MÍSTICA]  [UCETA, ACACIA]  [ARRILLAGA, LUIS]


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