sábado, 24 de marzo de 2012

MARCO ANTONIO MURILLO [6.331]


MARCO ANTONIO MURILLO

Marco Antonio Murillo (Mérida,1986). Estudiante de la maestría en Creative Writing por la Universidad de El Paso, en Texas. Premio Nacional de Poesía Rosario Castellanos en 2009. Premio de Ensayo de Crítica Universitaria (CONARTE), segundo lugar en el Premio Regional de Poesía José Díaz Bolio, ambos en 2011. En 2013 fue campeón del torneo express de poesía Verso destierro, realizado en Campeche. En la revista digital Círculo de poesía publicó Las formas de la nube: Antología de poetas yucatecos nacidos en la década de los ochenta. Autor del poemario Muerte de Catulo (El Drenaje 2011, Rojo Siena 2013) y de La luz que no se cumple (Artepoética press 2014). Fue incluido en el libro En la orilla del silencio: Ensayos sobre Alí Chumacero (Tierra Adentro, 2012). Actualmente es editor de la revista bilingüe Río Grande Review.


NARRACIÓN EN SEPIA

1

No camina de la mano de sus padres
un niño que va al cine,

persigue sus imágenes
en una calle más larga que su memoria,

persigue la voz de cada uno de ellos,

y sólo consigue guardarse
en la penumbra de los bolsillos
un par de caramelos que no pesan.

(Ante la luz que va dejando el sereno,
lo único que pesa
es la sombra del niño y sus padres,
contra el asfalto
y los muros de concreto.)

Mientras camina, no recuerda el cariño
ni el dolor de sus padres.

Su principio es la calle
donde el color de los bolsillos y las manos
se extinguen luminosamente.

Su precipicio es el cine

como un árbol rojo y negro que crece,
y se dilata
en las arterias de los ojos.


2

Adentro todo está oscuro:

las personas se van apagando
contra las fibras del celuloide;

su quietud
es más frágil que la muerte de un hombre.

El niño mira, escucha:
madre,
qué árbol es éste.

Negra, la soda
cae sobre la camisa del niño.

Al frente alguien cayó herido de la vida:

saca caramelos por la boca,
y al fin solo deja un charco de alacranes.

El hierro lo tomó por sorpresa:
madre,
qué heridas son estas.
                                                                              
La muerte también es hierro en la lengua del niño:

no puede decirle a su madre
dónde termina el cuerpo derramado del hombre,
dónde empiezan sus manos empapadas.

No comprende por qué, durante el deshielo,
la soda es más fría que el agua.

Al frente alguien lanza tierra sobre el cadáver
dejando un rastro de óxido y tristeza
en los secos sonidos del proyector.

Para el público, morir no es parte de esta vida,
es apretarse los ojos
en los claroscuros de una película.
El niño llora, el cine se ha vuelto un árbol
de imágenes que se enraman en el estómago
y se marchitan angustiosamente.

Pero la familia decide huir de la sala.

Nadie los ve ni escucha.

No saben que las calles de regreso  
son una misma sombra
que se extiende en la memoria por años.


3

La escena siguiente son los padres
obligados a abandonar su lengua y sus manos.

El niño desearía soñar con una plaza
apenas tocada por el aire de junio.

Sus padres tendidos en la acera,
tienen la boca llena de caramelos
y la sangre envuelta en alacranes:

madre, qué árbol es éste, qué heridas son estas.

Nadie escucha los sonidos de éste hierro.

Adentro del cine,
las fibras del celuloide ya no tienen orillas.

Entre boletos rotos, paletas masticadas,
y la soda aún fría, a medio secarse,

llora el niño.

De nada sirve guardar en los bolsillos
los restos de su infancia.



*


Escribo estas palabras, puñaladas de tinta, en venganza mía y en honor de Catulo, a pesar de nunca haber leído, ni saber para qué le habría servido la poesía. Y después de muerto.

I

Qué diría el César y su concubinato de críticos si supieran que los versos del gran poeta de Roma son plagio de otro más antiguo que las antologías; que dirían si supieran que mientras Lesbia transcribía cada uno de esos versos que tanto amaría Roma, el poeta sentenciaba al fuego cualquier rastro de su anónimo colega:


II

Oscuros en la solitaria noche, abrimos plaza. Ungüento de amor, antídoto, tuviste, Sibila, todos los nombres posibles. Y era el juego en el que nos consumíamos, y yo te decía vivamos y amémonos, y tú me respondías aunque arremetamos contra lo escrito, aunque los dioses celosos e impotentes acaben con Roma y con nosotros.


III

EL sol se pone cada tarde y sale al día siguiente, pero nosotros, cuando se nos apague la vela, dormiremos una noche sin fin.



Tomé estas palabras prestadas para ti,
en lugar de decirte
una botella inscrita, un barco de periódico,
o un cadáver lanzado a la deriva.

Y es que nunca me hubiera preguntado
cómo es posible que la suma de todo lo vivido
se resuma en una imagen sepia;
cómo es posible que de algún muro de la plaza,
entre ilegibles garabatos y grafitos,
haya tomado todo lo que un día
quise decirte y no pude.

Ahora recuerdo cada una de esas líneas
sagradas, intactas casi,
como el agua efímera del Tíber.

Por su préstamo, no ruego el perdón de los dioses.
A fin de cuentas, las palabras escritas en los muros
terminan borrándose
por el sol y nuestros ojos; ya sólo queda
devolver en ruinas
todas aquellas cosas que nombramos.

Al amarte, yo mismo me he nombrado.


IV

Una vez al año el Tíber se desborda. Conquista nuestra ciudad, invade sus calles, se lleva al mar todo de vuelta. Y al fin sólo nos deja noticias de otros exilios: naufragios más allá del estuario.


Para qué llorar por Roma. ¿Acaso el Tíber ha llorado por nosotros?


Nosotros que sólo somos tierra y agua: piel desnuda mezclándose a orillas de un río que jamás desemboca.



V

Cuerno de la abundancia

Pobre Valerio Catulo:
Mientras se recluye en su aposento
para escribirle a la castísima Lesbia;
Anónimo, el peor de todos tus imitadores,
no pierde el tiempo
y ejercita en ella sus propios dones.


VI

Al final de la noche, ella
tuvo la palabra final.
otro fue favorecido: el sujeto
de aquellos versos por los que un día me hice
odiado y a la vez famoso.

Producto de aquel vergonzoso hecho,
escribiría el mejor epigrama de mi vida
y de todo el imperio:

Esta será mi venganza:
Que un día llegue a tus manos el libro de un poeta famoso
y leas estas líneas que el autor escribió para ti
y tú no lo sepas.[1]


Pero ¿a quien engañar? Lesbia lo sabe.

Ella ha leído en periódicos y muros,
e incluso de la boca de otros amantes,
cada una de esas líneas.

No le importa quién las escribió.



VII

Roma, 476 d.c.

Más que esta ciudad arrasada por un amor de hierro me conmueve que escribas en el aire, porque no volverá su brisa de olivos y viñedos a rozar tu piel. Me conmueve que con estas líneas que a duras penas logras esbozar pretendas salvarte del fuego que ya ha consumido las estatuas de nuestros dioses y anonadado el Imperio.


Cuando el fuego haya fatigado cada piedra con su arco de luz y silencio será el eco del aire levantando cenizas astillas y humo lo único que perviva. La única voz que logre preguntar entre los muros y pilares avasallados.


Qué será más importante: ¿Escribir lo que poetas y cronistas no podrán decir. O mirar por última vez la caída de la lluvia mezclando sangre y óxido de otras batallas


VIII

Porque mis versos no fueron amar, y aunque utilice aún la palabra Lesbia como la más hermosa lección de pirotecnia, tu nombre, poco o nada tiene que ver ya con aquel otro terrible. Ahora, otra eres y otro Catulo, como los versos que he escrito: imitación de una pasada gloria.



Que su belleza, su crueldad, y el dolor mío
jamás revivan en otras inútiles palabras.



IX

Roma, 56 a.c.

Y has de vivir como si eterno fueras.
Y has de morir como si fuera nada.

Rodolfo Alonso.
Escribo
este último epigrama.

Porqué ponerle título.

Lo escribo no
para que me admiren
las generaciones
que vendrán.

Tampoco para amarte
cuando ya me haya ido.

Sino para que el tiempo
el tiempo
que logré derrotar
después de treinta y tres años,
se detenga, y los días
que sigan a éste, siempre
sean el día de hoy.


X

Su talento en el amor y en los versos jamás tuvo comparación alguna –mucho menos su vergüenza. Fue elegido por los dioses para ser el portador de la lira de Orfeo ante el mal gusto del hombre. Pero en la última batalla cayó ante el filo, y la precisión de otro poeta. Esa injuria, esa traición no quedó impune. Tuvo un castigo más terrible y perenne que Prometeo:


El olvido.



Alfabeto de pájaros


(Terredad) Nombrar la condición tan extraña del hombre en la tierra, de saberse aquí entre dos nadas, la que nos precede y la que nos sigue.

Rafael Cadenas


Los niños juegan con pájaros
los sacan de sus jaulas
amarran un hilo casi invisible en sus patas
y los devuelven al viento.

Entre risas
la felicidad es una imagen
donde el cielo coincide con la tierra
y sólo existe el mirar.

Entre risas
los pájaros buscan
cumplir su misión de semilla migratoria
pero no saben que el círculo
trazado de plumas y enigmas
no vence la mirada de los niños.

En secreto cada pájaro
representa una casa entregada al aire
un deseo por levantarse más allá
de este arte de dibujar poemas
con hilos y alas en el calor de junio.

Por la noche cada pájaro vuelve a su jaula
y cada hilo de la vida es devuelto
cautelosamente
a la madre
para que lo zurza u olvide
en la camisa que vestiremos mañana.

Si el hilo se rompiera
tal vez perdieran para siempre
su ritual de todos los días
su ocarina circular de cielo y de tierra.

Si pasara, en ese instante
en que el vínculo se rompiera
y sólo quede el vuelo, la mirada perdida
y por fin no exista la distancia

en ese instante
serían un poco más felices:

escucha el canto entre dos umbrales: uno ávido, de aves lejanas, extiendes la mano, su alfabeto es inasible. El otro, más cercano al sueño de tus pies, está lleno de pesadas aves, sus plumas han encontrado en la tierra un pequeño rincón de pereza. Yo prefiero imaginar la quietud de estas al vuelo de aquellas otras. Su canto es el sonido de las cosas que hunden sus alas en la tierra. El canto del cuerpo apenas toca el aire, aletea, y dibuja contra la arena la pesadez de las sombras o la levedad de la luz

amodorrados bajo una palma o en su nido de tierra, los pájaros anteceden a las islas, pero suceden a los cúmulos que se alzan sobre el mar. Hoy sé que algunas aves pueden escuchar las raíces de una larga caída y atisbar vocales interiores, extrañas, incluso para mi sangre


la terredad de un pájaro es su canto, no: su canto es el sonido, la parte invisible de nuestra terredad. Cuando pienso en un ave, pienso en una balanza entre la bravura del aire y lo manso y maternal de la arcilla. Los pájaros sueñan con el tiempo, con la duración que transcurre y con la que se queda. Reúnen en sus alas el reloj de sol y la vela marítima


el alfabeto de un pájaro no es sólo de tierra. Algunos han abandonado el aire y se han sumergido en el agua. El mar en junio es un acuario de aves. Al amanecer escucha en la algarabía de los muelles nuevos umbrales sumergidos; escucha, porque nada en la tierra, nada que sea boca u oído es ajeno al canto


alguna vez dije: “Los peces no sueñan, son los seres más profundos del alma nadie puede tocarlos”. Pero leí sobre los pájaros de agua, y supe que para estas aves levantar el vuelo es trazar rápidas siluetas en la lentitud, ir dejando las ondulaciones de un alfabeto de aire en la resistencia de las olas. Los pájaros entran y salen del agua como una adivinanza


algún día preguntarás por cualquier ave, y sabrás que nunca dijiste lo que en tu lenguaje querías nombrar. Pero lo escuchaste todo: Los pájaros usan los oídos del hombre para comunicarse entre sí en un lenguaje transparente y sin palabras


el cuerpo de un pájaro es su propio canto: al respirar son una gaita y cuando sueltan el silbido adelgazan como un flautín. Otros son libres en la mañana como un cilindro musical y al atardecer se encierran en un arpa. Me gustan aquellos cuyas consonantes son un monocorde. Así puedo escuchar con prudencia e interpretar las pausas que va dejando mi vida


pájaros. Los he visto extender las alas anchurosas. Los he visto abrirse más que el canto del gallo que despierta al pueblo, o las aves migratorias que miran en cada ciudad iluminada sus propias constelaciones. Pájaros. Abren sus alas y son más anchas y pesan más que mi canto











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