domingo, 5 de septiembre de 2010

907.- JUDE NUTTER



Jude Nutter nació North Yorkshire, Inglaterra, y creció en Alemania. Es autora de tres libros: Imágenes de la vida futura (Salmón Poesía, Irlanda, 2002), El Conservador del Silencio (Universidad de Notre Dame Press, 2007) y de I Wish I Had a Heart como la tuya, Walt Whitman (Universidad de Notre Pulse Dame, 2009).





El poeta reflexiona

Salgo de la cueva
de mi mente hacia la malsana oscuridad
exterior, donde las cosas pasan y
el Señor no está en ninguna de ellas.
—R.S.Thomas

Al fin me descubro a mí misma: una mujer reflejada
en el retrato del vidrio de una ventana, inclinada
sobre su trabajo en un círculo de luz, desarmada, luchando
por dejar algo perdurable en el umbral
de su desaparición. Detrás de ella,

las escaleras se desdibujan hacia la oscuridad
y el largo pasillo se desvanece
en la sombra. Hay una canasta de corteza de abedul
amontanada en lo alto junto a piedras del lago y desechos; dos
palomas de mármol en un manto, sus alas
desplegadas en un anticipo de vuelo; y la piel
de un animal imposible de nombrar,
arrancada, tal cual es, del placer
demandante del cuerpo, de la felicidad que nos da
nuestra forma reconocible. La noche entera se apoya

contra la ventana, y el lago distante
es olvidado, hasta que lejos, en el agua, las luces
aparecen: barcos cargados con taconita camino a
Detroit o Windsor, Ontario. Y delante de ella,

detrás de la puerta blanca de la página, la oscuridad
de la mente antes de pensarse viva.

¿Y cuánto tiempo lleva a esos barcos navegar
de una costa a otra, abrumados
por la evidencia de una oscuridad anterior, más profunda aún
que aquella a través de la que navegan? Lo suficiente,
lo suficiente.






Mira

después de La Anunciación (siglo XV)
desde la Iglesia de St. Marie Madeleine, Aix-en-Provence

Mira, Dios llega entre el manto y el cascabeleo
del fino metal: aquí está él, de cuclillas con sus ángeles
en el techo de la capilla, forzando los pulidos
hilos de su aliento a través de la alta ventana roseta,
su túnica arrugada como una hoja de papel de aluminio;
y si no miras de cerca pensarás que es un desliz
en la pintura, pero resbalando de cabeza y alineada por completo hacia abajo
la rampa del aliento de Dios hacia María
es un pequeño bebé con todo el brillo del cielo
iluminando sus nalgas minúsculas. Y mira: incluso Dios
es víctima de la vanidad, balanceando un globo en la palma
de su mano. Es lo suficientemente contemporáneo: ¿acaso no llevamos
todos fotos de nuestros hijos o copias de sus poemas
en nuestros bolsillos delanteros? Y aquí está Gabriel
en la capilla anexa, en su manto enorme — ningún indicio
de spandex en ningún lado, e incluso levantarse del suelo
cuando se usa un manto cinco veces más grande y más pesado que
una alfombra persa, es un milagro, sin duda.
Y mira: algo sagrado sale del cuerpo
para dejar su carga en el mundo, y no me refiero
a la aflicción ofrecida por Dios — me refiero a esta oración
que Gabriel dice, las letras de cada palabra revistiéndose
ante él en el aire como una tropa de insectos
(aunque podrías pensar que es un graffiti
garabateado en la pared detrás de él — algo ligeramente
obsceno escrito por el vigilante en su solitarias
rondas por la capilla).
El futuro depende de lo que está a punto de ocurrir, y por eso María
está encerrada como un blanco en un nimbo de fuego sutil;
¿por qué Gabriel manifiesta el lenguaje en el aire, sus manos
aleteando entre los ceñidos e inoportunos gestos, aterrada
ella mirará hacia arriba y se apartará
a último momento. María, por supuesto, lo ignora,
a pesar de que las páginas del libro que ella estaba leyendo
han comenzado a agitarse un poco, en la turbulencia
de la respiración de Dios. Estos son los segundos finales
antes de que todo cambie, para cada uno de nosotros, para siempre:
y mira, ella es una mujer común, despreocupada
por los presagios, pensando sólo en el hombre con el que está a punto de casarse,
que en este preciso momento está construyendo armarios
en un taller al final de su jardín.







Ars poética

Como si eso pudiera salvar mi vida. Y podría.
Por los muertos dentro de los bajos de la tierra.
Por los muertos desechados en cascadas y los chales de ceniza.
Sobre campos y grandes masas de agua. O descansando
en un estante dentro del capullo de una urna.

Por aquellos menos ceniza que pequeños fragmentos de hueso.
Por aquellos no encontrados.
Por aquellos no nacidos aún, en reposo
en el bolsillo más profundo de la imaginación con las inocuas,
desencordadas vértebras de los dioses. Esperando

los apetitos y los errores de los vivos
para darles forma. Y lo mismo para los vivos.
Por los vivos. Por nosotros. Con nuestros muertos y nuestras deidades. Por nosotros,
con nuestros labios contra las diminutas lápidas que hacemos cada vez
que juntamos nuestras manos en oración.







El florero de plata

escrito después de una residencia en la escuela secundaria, Western Minnesota

La belleza, escribió él, es como un refugio envejeciendo
en el bosque: Tyler Joel Rakowski, primera fila,
el segundo a la izquierda, girando sobre su silla
como si tuviera grasa en las sentaderas de su pantalón
para mirar a Tanya Engler en el rincón trasero
al lado de la biblioteca, donde ella, toda la semana,
hacía sus poemas, acomodando los títulos de novelas
hacia abajo, justo a mitad de la página
en un mágico orden propio. Salvaje
de soledad. Como el viento que ha recorrido un largo camino.
Encuentra la palabra para mí, les dije, para describir lo que se amontona
en las esquinas de tu corazón. Y estoy segura
de que era soledad lo que él quería decir, pero quién de entre nosotros

negaría alguna vez un desliz como ese.
Y al día siguiente está nevando,
una blanca fuga convirtiendo el mundo en algo nuevo.
Y el día después de eso. Deja que el poema sea extraño,
digo, misterioso; deja que contenga todo
lo que no deseas saber sobre la vida.
Ellos escriben sobre la muerte,
sus rostros flotando como lunas sobre el oscuro
acabado de sus escritorios. Unas pocas millas al oeste
y es Dakota del sur y de qué sirve el misterio.
Imagina que eres un turista y te regalas
algo para llevar a casa. Ellos eligen
el silbido constante del viento al costado
de un campo; la tos seca del tren de carga
uniendo yardas por medio de las vías durante la noche;
la forma en que un hermano desapareció
en la oscuridad del invierno. Para lo que
no hay consuelo. La belleza, escribió,
es como un florero de plata, íntegro y sin manchas.
Y ellos escriben sobre el mundo inmaculado

del cuerpo, que conocerán solo brevemente
por lo que es como su opuesto,
antes de elegir recordar el sabor deslumbrante de la finitud,
durante su primera vez. Y son guíados
por el neón sombrío del espíritu. La belleza,
escribió, es como una marea precipitándose sobre mí.
Es marzo, pero las chicas, inentendibles, bellamente
a la deriva, llevan faldas y sandalias; discuten
la agonía del amor como si fuera una cosa poco frecuente, mientras los chicos

esperan, creciendo en sus manos, que son las grandes
manos de los hombres, que ellos apoyan en sus escritorios
mientras hablo. No importa hacia donde mire,
escribió, o cuántas puertas cierro
detrás de mí, siempre está allí. Y cuando me voy

no llego muy lejos: una tormenta retrayéndose
desde Dakota del sur me mantiene a la orilla del camino
con el motor en marcha. Me inclino hacia atrás
en la calma luz. Y, sí, nuestras vidas
son cortas. Pero no estoy pensando en la muerte;
estoy pensando cómo, sin sombra, bajo
una cierta democracia de la luz, todas las cosas
se convierten en plata. Puedes llamarla belleza
o soledad: si tuvimos suerte,
son la misma cosa. Y me gusta cómo se siente.
Cierro mis ojos, escribió, lo más
fuerte posible, y puedo ver.







Entregándolo

Conservaría solo algunas cosas: un relicario
antiguo con mi retrato y una mezcla de hierbas
su catálogo promocionándolas como Protección; un dedal

que perteneció a mi madre, la calavera
de un cuervo, las placas de identidad de mi padre. Aún así, hay
tantas cosas de las que puedo prescindir. Y a veces siento

que hasta mis recuerdos pertenecen
a otros: mis amantes,
el espasmo de sus bocas sobre mí, año

tras año, que me quitaron, silenciosamente,
cosas que nunca supe que tenía; ese desconocido cuya mano
se deslizó dentro de mis jeans en el ferry de Dublin

cuando tenía dieciséis. Especialmente él. Y antes,
mis padres con su necesidad palmaria.
El mundo nos hurta de este modo hasta que

no queda casi nada. Y, algunos de nosotros elegimos
incluso, renunciar a eso: una taza de latón desenterrada
de los canteros recién removidos; poemas

rescatados de las cáscaras y los sedimentos del café;
vainas de semillas y los huecos tallos del césped. Las oscuras,
bruñidas cavidades del corazón humano. De cualquier modo

el vacío siempre llega.







Mitología privada

Me río de ella entre papas y cebollas doradas en la sartén
y una omelette de tres huevos, rodeada
de artesanías y tejidos y el elevado
bombardeo de la conversación; sin embargo, pienso ¿quién sabe,
en verdad, de la importancia y el valor que le damos
a las ruinas y los recuerdos de una vida?
y desarrollo mi íntima y privada
mitología en la que el lienzo, la arena
de la cópula al aire libre, fue abierto
pliegue a pliegue, con un ritual sereno, sobre los insectos
y la hierba. Quisiera que su pérdida
fuera sostenida y gradual: las palabras arrastradas
subiendo desde la parte trasera de la camioneta
que conducías demasiado rápido en una carretera recta, de grava,
tan lejana que la radio se perdía dentro y fuera de la estática
y la única música constante era un suspiro
profundo en el maíz, cerca de las raíces. La corriente
del viento atravesándola. Y te hacía
levantar la vista hasta el espejo retrovisor,
habrías visto tu lienzo mágico desplegarse
sobre los campos. Pero ella estaba tan cerca de vos
como podía. Era su cadera contra la tuya

camino a casa. Sé cómo es: se lo deletreas
al empleado del periódico local y comienzas
a luchar a través de las alas pálidas de la edición
matutina hacia la página correcta. Tantas cosas
desaparecen día a día. Día a día encontrarás
al menos una. Y estás en medio
de aquellos bendecidos por la fortuna, porque una mañana
el teléfono suena o descubrís
en la página dieciséis, en medio de una apretada
tipografía, que por fin alguien recuperó
el pedazo de vida que perdiste.
Sos un viajero urbano.
No llegarás lejos. Sólo sentirás
que es como cruzar un continente sin rumbo, conduciendo
por carreteras menores sin señales de tránsito a través de países
donde las estaciones de gasolina no tienen mapas
y sólo venden postales y cigarrillos
y golosinas para viaje espolvoreadas con azúcar.

Entonces, cuando la puerta al fin se abre,
avanzarás, sonriendo salvajemente, para reclamar
lo que es tuyo. No sentirás que es un milagro,
pero tus padres, a quienes creías inalcanzables
en el desconocido mundo del sepulcro, estarán allí;
y esa bota de gamuza única, que perdiste cuanto tu vieja
valija de cuero se abrió en el vientre de un avión;
y la luz de una tarde cualquiera de agosto
cuando un amante, el primero, encalló
silencioso contra el cuerpo de otro hombre.
Hasta qué punto viajaste o no para estar aquí

ya no importará. Porque estás aquí.
Y el mundo se encuentra a la vuelta de la esquina
al anochecer, porque en los mejores cuentos
el viajero se detiene en la oscuridad en el umbral
y se lleva, a brazo lleno, todo
lo que una vez se creyó perdido para siempre.







Maya *

Y entonces el Océano —el dios que se rehúsa
a entrar, el dios sin otra cosa que hacer
que desvanecerse y reaparecer continuamente
dentro de su ropaje —quema
afuera en tu ventana, y qué simple es, viajar,
circularmente, desde la pálida masacre del agua y de regreso
a una teoría del paraíso. Allá, en el lomo de los peces,

azul a la distancia, la flota trabaja en las profundidades,
y vos sabés cómo es arrastrar algo vivo
desde atrás de la ciega cara del mundo
sólo para mirar esa cara más de cerca
una vez más frente a vos: cada día al regresar a casa

con menos de lo que poseías. Bajando a la costa
descubrís que el viento en la superficie del agua
huele a piel y a ropa blanca suavemente achatada
por la presión de una sola mano; que el océano
ha estado hablando tanto tiempo en su desembocadura con las rocas
y el vidrio, que su respiración es ruinosa y triste

como una botella vacía. Aún su piedad es una cosa terrible.
El océano convierte todo lo que posee en nada.

Pero hay días en que la luz del sol atrapada
dentro del agua convierte la delgada pared de cada ola
en una casa en llamas. Hubo un tiempo
en que pensaste que el alma estaba llena de fuego como éste;
que se mecía, como una lámpara, elevada en la oscura torre
de la carne. Y cada tumba
aquí, mira hacia el mar, y profundas
como están, en el suelo, puedes escuchar como el dios
aún forma dentro de los cascos de hueso de los muertos
su triste y terrible himno. Escucha, él canta, debes aprender
a tomarte la vida más en serio. Pero qué es

lo que debo hacer, te preguntás, para vivir de otro modo. Y la única
respuesta es un resplandor cayendo
sobre una rodilla, delimitando el pasto de la playa
en la profundidad de las dunas.



*Creencia hindú de que el mundo es una ilusión.






Dar nombre al mundo

Recuerdo la sensación de dar nombre
al mundo, apoyar con cuidado la base de cada
palabra sobre los tenues renglones azules
de la página; la forma en que los brazos
de la O se unían, como una puerta
cerrándose, como un corazón apagándose; la forma en que la
g minúscula podía liberarme, con un firulete,
en el gancho de su cola, como los brazos
de mi padre elevándome hacia el cielo al hamacarme,
piernas delgadas y zapatos gastados por encima de
mi cabeza, un súbito puzzle de hojas
y cielo y pichones lanzándose
al parque con un firme batir de
alas. Después el repliegue, hacia el suelo,
hacia esos brazos. Recuerdo

el milagro de construir, con mi propia
mano, el techo de una letra —bóveda
del esqueleto de un pájaro, pátina de luz sobre el hueso mojado.
En aquel entonces pensaba que dios
había creado los nombres de los animales
en el polvo una y otra vez. Hasta
que cobraran vida. Y él los dejaría en libertad. A mí
me avergonzaba el vacío de
mi nombre, la modulación
de cada trazo, la facilidad con que
podía ser borrado por la tetina
de goma en la punta del lápiz.
Pónganlo en palabras nos decían,
como si el lenguaje fuera un balde, una boca,
una camisa celeste. Puño. Tintero. Caja
de sorpresas. Todo el blanco
fuego del cuerpo de un cisne
en los juncos del río.

Relicario, cartuchera, el verde lámpara
de una hoja. O esas habitaciones en el interior de la lluvia
que atravesábamos a lo largo del día sin entrar.
¿Por qué, aún a pesar de que hay tan poca vida
que recorrer, nos quedamos sin lugares
donde guardarla? y ¿qué más podríamos hacer
con las palabras que arrancamos de las corrientes
de un poema que dejarlas ir? Esa delicadeza
y generosidad puedo manejarla; veamos,
hay sentimientos acerca de la muerte
que he perseguido hasta el alféizar
de una ventana abierta; y he dejado a la deriva
el matadero cerrado del corazón
en un bote sin remos, en donde
flotará, desapercibido, entre
las fauces del muelle. Llevaré
ese frágil, brillante deseo en el que
flotamos hacia el bosque y lo devolveré
a la tierra; y, por si acaso,

el animal que se enciende en el cuerpo
no me separaré del cuerpo. Por si acaso,
los llevaré juntos hacia adelante.




Jude Nutter (North Yorkshire, Inglaterra, residente en los Estados Unidos desde 1980), The Curator of Silence, University of Notre Dame Press, 2006
Versión de Silvia Camerotto







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