sábado, 21 de agosto de 2010

ROBERT HASS [578]


Robert Hass

Poeta estadounidense nacido en California, en 1941. Traductor y crítico. Muy conocido en Estados Unidos tanto por la temática de sus obras como por la actitud que prevalece en sus poemarios. El alcoholismo de su madre es uno de los temas más relevantes de su poemario de 1996 Sun Under Wood. Durante la década de 1950 se aproximó a las figuras de Gary Snyder y Allen Ginsberg, hecho que motivó su cercanía a la estética beatnik. Tras licenciarse por la Escuela Católica de Marina, en 1958 comenzó a interesarse por el orientalismo y a prestar, en consecuencia, atención a manifestaciones literarias como el haiku. Está casado con la poetisa y activista contra la guerra Brenda Hillman, docente del Saint Mary's College. En estos momentos ostenta el cargo de canciller de la Academia Americana de Poetas, es uno de los administradores del Premio de Poesía Griffin, y centra sus esfuerzos en campañas en defensa de la alfabetización y el medio ambiente.Fue Poeta Laureado de Estados Unidos de 1995 a 1997 y ganador del Premio Pulitzer, en 2008 por Time and Materials, entre otras distinciones. Algunos de sus libros de poemas: Field Guide, 1973, Human Wishes, 1989 y Sun Under Wood, new poems, 1996.



NIÑO QUE NOMBRA FLORES

Cuando las viejecillas, las comadres, se iban por el bosque,
yo era el héroe en la colina
bajo la claridad solar.

Los galgos de la muerte me temían.

Olor a hinojo silvestre,
tapanco de dulce fruta arriba entre las ramas
del ciruelo en flor.

Luego se me arroja
al terror de la infancia,
al espejo y las grasosas dagas,
el oscuro
montón de leña bajo las higueras
en la oscuridad.
Es sólo
la malicia de unas voces, el viejo horror,
nada,
padres que pelean,
algún borracho.

No sé cómo salimos adelante.
En esta mañana soleada
de mi vida adulta, observo
un durazno claro y puro
en una pintura de Georgia O'Keeffe.
Es la plenitud misma
de la luz. Un pinzón escarba entre las hojas
junto a mi puerta abierta.
Siempre lo hace.

Hace un momento me sentí tan mal
y tuve tanto frío
que apenas si me podía mover.

(Traducción de P. López Colomé)



EL JARDÍN DE LAS DELICIAS

El suelo está tan adolorido que se queja
dondequiera que alguien ponga pie,
como si hubiera aprendido el truco
del sufrimiento.
Pobre suelo.
He aquí el jardín de las delicias,
un hombre señalando a una mujer
y un pájaro parado
en un cilindro de cristal
observando. Ella tiene un tapón
en la boca o la pintura
se ha reventado hace mucho justo ahí.
Él se ve preocupado, pero no aterrado,
y no se mueve.
Es la ventaja de las pinturas.
No es necesario el movimiento.
Yo solía bautizar a las flores:
lengua de barba, cosecha de piedra,
perlado eterno.

(Traducción: P. López Colomé)



LOS PUROS

Los caminos al norte de aquí son muy secos.
Los primeros brotes rojos trasplantan la primavera letal
y los cuervos, como un enjambre, bajan en nubes
sobre los campos desde París hasta Béziers.
He aquí la cosecha del Señor: el niño del pueblo
a quien le partieron la lengua en dos,
las comadres que se truenan las articulaciones
en las rodillas al ir arrastrándose hasta Carcassonne.
— Si el mundo no fuera malo en sí mismo,
dijo el bendito, entonces cada elección
no constituiría una pérdida.
La enfermedad del siglo es la carne,
dijo. Por tanto, hay que construir con piedra.
Los muertos con sus labios negros se amontonan
unos sobre otros, en una intimidad de amantes.

(Traducción: P.López Colomé)



Meditación en Lagunitas

El nuevo pensamiento es todo pérdida.
En eso se parece al antiguo pensamiento.
La idea, por ejemplo, de que cada particular
borra la luminosa claridad de una idea general.
Que el pájaro carpintero cara de payaso
que escudriña el esculpido tronco muerto
de aquel abedul es, por su sola presencia,
alguna trágica caída de un mundo primigenio
de luz indivisa. O la otra noción que dice
que, como en este mundo no hay una sola cosa
que corresponda al arbusto de la zarzamora,
una palabra es la elegía de lo que significa.
De esto hablamos anoche ya tarde y en la voz
de mi amigo había un delgado hilo de pena,
un tono casi de queja. Un rato después entendí
que, al hablar así, todo se disuelve:
justicia, pino, cabello, mujer, tú y yo.
Una vez hice el amor a una mujer y recuerdo
cómo,
al tomar sus pequeños hombros entre mis manos,
sentí un violento asombro ante su presencia,
una sed de sal, sed del río de mi niñez
con sus cauces insulares, tonta música del barco
del placer, charco donde atrapamos aquel pececillo
naranja y plata llamado semilla de calabaza.
Apenas si tenía que ver con ella. Anhelo, decimos,
porque el deseo está lleno de distancias infinitas.
A ella yo le daba igual seguramente.
Pero cómo recuerdo la manera en que sus manos
partían el pan,
lo que su padre le dijo para herirla, lo que soñaba.
Hay momentos en que el cuerpo es tan luminoso
como las palabras,
días que son la carne buena prolongándose.
Una ternura tal, aquellas tardes y noches
repitiendo zarzamora, zarzamora, zarzamora.

(De Praise, Alabanza, 1974.
Trad. Pura López Colomé.) 



Una mariposa nymphalis californica

Ese lento, rítmico parpadeo de alas,
Como desde el dolor del placer–
Una mariposa nymphalis californica
Inmóvil en el aire sobre unos pocos algodoncillos.
Un olor a agua en el aire seco,
El olor casi a nuez del polvo.
Adiós, abeto blanco, pino de Jeffrey.
No tengo modo de saber si preferís
Verano o invierno,
Aunque pienso que sois más hermosos en invierno.
Ajedrezada escarlata, lirio del maíz,
No sé lo que preferís, tampoco.
Hasta siempre, menta salvaje.
Tu mixtura moteada de lavanda y suave verde gris
bajo los álamos
En una repisa de granito con liquen cerca
de una cala
Puede ser la cosa más hermosa de estas montañas,
Además de las montañas.
Está bien que hayamos parado un momento
Para mirarte y luego bajar por el sendero
Porque tenemos cosas que hacer
Y porque la belleza puede resultar un poco
insoportable,
Creo yo, acostumbrarse a ella es insoportable,
Porque si no puedes comer una cosa o hacer
algo con ella,
El ser humano acaba por aburrirse con todo
a la larga,
Por eso el invierno es un invento admirable.
Aún por venir otro mes de verano.
Agosto extraerá una dulzura de ti
Que se dejará llevar como polen.

De Tiempo y materiales



Combinación roja, el cabello impecable

¡Oh, qué tristeza inconsciente de serlo!
¡Qué desesperación que no sabe de sí misma!
Una mujer de negocios, su maleta deshecha
en el suelo, se sienta
En una cama en ropa interior, combinación roja,
el cabello impecable; tiene
Un papel en la mano, posiblemente con números.
¿Quién eres? Nadie se lo pregunta.
Tampoco lo sabe.



Cuida su fastuoso bigote

Nietzsche pobre en Turín, comiendo salchichas
que su madre
Le envía desde Basel. Un cuarto alquilado,
El pequeño cuadrado de la ventana enmarca nubes
de agosto
Sobre la montaña. Cavila sobre la forma
De las cosas: el espolón colgante
De una aquilegia alpina, los troncos de cedro
torturados por el invierno
Bajo el sol del verano, la combadura del tronco
del álamo
Justo donde se tuerce bajo el peso de la nieve.
“Se extiende por todas partes la tierra baldía;
desdichado
Aquel que la lleve dentro”.
Se muere de sífilis. Cuida su fastuoso bigote.
Enamorado de la ópera de Bizet.


El álamo hace algo al viento

El álamo centellea al viento
Y eso nos deleita.
Las hojas danzan, giran sobre sí mismas,
porque ese movimiento en el calor de agosto
protege sus células y no se secan. Del mismo
modo la hoja del chopo.
De la reserva genética se elevó con rapidez
un tronco tembloroso
y el árbol inició su danza. No.
El árbol capitalizó.
No. Hay límites para decir,
con el lenguaje, lo que el árbol hizo.
Es bueno a veces para la poesía
que nos decepcione.
Danza conmigo, bailarín. Oh cómo lo deseo.
Montañas, cielo,
El álamo hace algo al viento.


ROJO, DIJE

Si dije —recordando, en verano,
la cardenal mancha repentina del rojo
en las maderas desnudas, grises del invierno—
Si dije, la cinta roja en el sombrero de paja
de la muchacha a punto de besar
a su poodle nariz-negra, balanceándolo
en la pintura de Renoir—
Si dije fuego, si dije sangre manada de una herida—
O las amapolas sobre el pasto, alquitrán del aire
de verano contra una ladera en las afueras del Fano—
Si dije, su pendiente rojo cuelga de su lóbulo sedoso,
Si ella echa la suerte con una baraja de hojas caídas
hasta que salga la que quiere
pezón rosado, boca—
(¿cómo podrías no amar a una mujer
que hace trampa en el Tarot?)
Rojo, dije. Repentino, rojo.



Aghata


Una casa de madera vieja, blanda, gris, lustrada
por la sal,
Ventanas sobre dunas de hierba, una playa.
Una mujer está arriba trabajando en el estudio
Cuando suena el timbre. Un hombre joven a la puerta,
Un testigo de Jehová, tiene una manzana de Adán
Tan protuberante que casi coquetea
Con la deformidad. El hombre, que intenta no mirarle
fijamente,
Tiene la triste y temerosa premonición
De que su mujer necesita ayuda, y entonces
un poderoso sentimiento
De que no tiene mujer, de que nunca la ha tenido.
El hombre joven, los ojos contraídos
por la concentración,
Está hablando sobre lo que él llama
“el primer despertar”,


2

Cuando se fue la luz, condujo hasta el pueblo
Y compró un montón de velas. Todo el mundo
Estaba en el supermercado comprando linternas,
Baterías, lámparas de aceite, camisas de lámparas
de aceite, fuel,
Contando la historia de dónde estaban
Cuando todo se quedó a oscuras, haciendo tiempo
Un rato más en esa repentina comunidad de la comunidad.
Cuando se fue a casa, el poder se había restablecido.
Así es como lo dijeron en la radio: “poder restablecido”.


3

Ella le despertó para decirle que todo estaba encendido,
La canción del ruiseñor, el blanco de las margaritas
En el jardín a oscuras. Luego le despertó
Para describirle la luz de los faros en la carretera
de la bahía:
Parecían tan solitarios como la tierra. Él le dijo
Que a esa hora debía de ser un pescador,
Que probablemente estaba poniendo cebo
para los tiburones de arena
Mientras ellos hablaban. Se quedó dormido mientras
imaginaba
Al hombre trazando la línea, tirando el café,
Soplándose las manos, gesticulando contra el frío.
Ella estaba despierta a su lado, pánico como el viento.


4

Hacía calor. Ella estaba barnizando una silla
de la cocina
Que había comprado de saldo en un garaje sobre
la bahía.
Estaba trabajando dentro por que el sol
Afuera secaría el esmalte
Tan rápido como lo aplicara. Así que estaba trabajando
En la cocina, con las ventanas abiertas
A la espera de un poco de brisa. Que como vino se fue.
La silla tenía tres capas de pintura.
Había descubierto, blanca, una sombra verde
de siempre verde,
luego rojo, y bajo la pintura lo que parecía como
cedro.
Raspó con fuerza y observó que su mente
Se asustaba con la noción de empeño.



IOWA, ENERO

En las largas noches de invierno se estrechan
los sueños del granjero.

Entra en el surco una y otra vez

Los poemas extraídos del libro Tiempo y materiales, traducidos por Jaime Priede, están editados por Editorial Bartleby



LA DIFICULTAD DE DESCRIBIR UN COLOR

Si dijese -al recordar en verano
la mancha roja de un cardenal
sobre la madera pelada y gris del invierno-

Si dijese -la cinta roja del sombrero de paja
de la niña a punto de besar
a su perro faldero, mientras lo acuna
en el cuadro de Renoir-

Si dijese fuego, si dijese sangre que mana de un corte-

O salpicaduras de amapola en el aire alquitranado del verano
en una ladera que azota el viento a las afueras de Fano-

Si dijese, el pendiente rojo en su lóbulo sedoso del que tira

cuando echa las cartas con una baraja de hojas caídas
hasta que salga la que quiere-

Pezón rosáceo, boca-

(¿Cómo no amar a una mujer
que te hace trampa con el tarot?)

Rojo, dije. De repente, rojo.

(versión de Jaime Priede)



LUEGO, EL TIEMPO

En invierno, en una pequeña habitación, un hombre y una mujer
Han hecho el amor durante horas. Exhaustos,
Ocupados en secarse el sudor el uno al otro,
Se cruzan de repente la mirada y se ríen.
"¿Qué pasa?", dice él. "No te entregas del todo",
Dice ella, una mujer a la que no le gusta caer 
En tópicos. Le recorre el pecho con los dedos,
Tamborilea como si tanteara el efecto.
Él dice, "Tampoco a mí mismo". Y ella, que vuelve a
Sentirse ella misma, "¿Quieres decir que no estás satisfecho contigo mismo?"
"Eso quiero decir", le acaricia los brazos y le da un meneo,
"¿A qué crees que se debe?" Ella levanta la cabeza
Y lo mira fijamente. "¿De verdad quieres saberlo?"
"Sí", dice él. "Te aborreces a ti mismo", dice ella. "anhelando ser Dios".
La besa de nuevo. "No es que sea eso", se encoge de hombros,
"Sino que viene de ahí". Le besa la boca amoratada
Por segunda vez, y una tercera.  Años después, en otra ciudad
Están cenando en un restaurante tranquilo cerca de un parque.
Otoño. Aquel día temprano mucha lluvia: hojas color brasa
Y carmesí, volando por todas partes. Veinte años mayor,
Sigue siendo muy hermosa. Una persona austera. Se ha convertido,
Le dice, en una jardinera obsesiva, las hijas se hicieron mayores.
Él intenta que no la pueda el amor o el dolor
Porque ve que ella no tiene manos. Supone
Que las habrá regalado. Imagina,
Con total claridad, cómo se despierta algunas mañanas
(tiene un recuerdo muy vivo de su juventud, estirándose
Al despertar, enrojecida, abriendo los ojos)
COn un ataque de pánico porque no puede recordar
Lo que hizo con ellas, por qué han desaparecido,
Y entonces se acuerda, y se tranquiliza, luego el día
Vuelve a tomar su rumbo cotidiano.
Ella le pregunta si piensa en ella. "Pocas veces",
Le dice, sonriendo. "¿Y tú?" "No demasiado", le dice ella,
"Puede que sea porque nunca formamos parte del tiempo".
Observa sus largos dedos, sus manos de pianista,
O de jardinera, fuertes, trabajadas, cuando ella juega
Con su copa de vino y él comprende, vagamente,
Que deben ser sus propias manos las que han desaparecido. Luego
Le cuenta que ha estado todo el día
Con alguien que ambos habían percibido, hace muchos años,
COmo superior. "Ya conoces la expresión:
Un perfecto idiota" le había dicho ella y a él le gustó mucho aquel tono
De voz. Ella empieza a contarle la historia de una empresa
En Maine que le sirve semillas, empieza con una refugiada 
Polaca que se casó con un separatista franco-canadiense del Québec.
Es una historia que pega unos giros muy sorprendentes y con una extraña
Flor de lis de chocolate al final. Él la escucha, 
Observa su rostro, concentrado todavía en lo que le cuenta.
Concluye que ella piensa de una forma más abstracta 
Que él y que parece ser lo que la ha salvado 
De todo su pesimismo, de cierto tipo de dolor.
Ella se sorprende pensando en lo literal que es él,
Se da cuenta, como si lo fuera recordando, por el placer
Que le causa el menú, la cocina, la arquitectura de la sala.
Eso la conmueve -del modo en que esa grave limitación 
Pueda conmover-, se siente enternecida por lo que le atrae,
También por lo que fue para ella. Ella ve su propia avidez
Por vivir entonces, o por no haber vivido sería más exacto,
Desde una distancia, igual que un conductor puede ver desde la carretera
Un ciervo sobresaltado cruzando un campo abierto bajo la luvia.
Algo efímero. Aquí y nada. La muerte lo hizo intenso,
Si no la muerte exactamente, piensa en
criaturas aigtándose en una pila de abono, luego, el tiempo.

(Traducción: Jaime Priede)


THEN TIME

In winter, in a small room, a man and a woman
Have been making love for hours. Exhausted,
Very busy wringing out each other's bodies,
They look at one another suddenly and laugh.
"What is this?" he says. "I can't get enough of you,"
She says, a woman who thinks of herself as not given
To cliché. She runs her fingers across his chest,
Tentative touches, as if she were testing her wonder.
He says, "Me too." And she, beginning to be herself
Again, "You mean you can't get enough of you either?"
"I mean," he takes her arms in his hands and shakes them,
"Where does this come from?" She cocks her head
And looks into his face. "Do you really want to know?"
"Yes," he says. "Self-hatred," she says. "Longing for God."
Kisses him again. "It's not what it is," a wry shrug,
"It's where it comes from." Kisses his bruised mouth
A second time, a third. Years later, in another city,
They're having dinner in a quiet restaurant near a park.
Fall. Earlier that day, hard rain: leaves, brass-colored
And smoky-crimson, flying everywhere. Twenty years older,
She is very beautiful. An astringent person. She'd become,
She said, an obsessive gardener, her daughters grown.
He's trying not to be overwhelmed by love or pity
Because he sees she has no hands. He thinks
She must have given them away. He imagines,
Very clearly, how she wakes some mornings,
(He has a vivid memory of her younger self, stirred
From sleep, flushed, just opening her eyes)
To momentary horror because she can't remember
What she did with them, why they were gone,
And then remembers, calms herself, so that the day
Takes on its customary sequence again.
She asks him if he thinks about her. "Occasionally,"
He says, smiling. "And you?" "Not much," she says,
"I think it's because we never existed inside time."
He studies her long fingers, a pianist's hands,
Or a gardener's, strong, much-used, as she fiddles
With her wineglass and he understands, vaguely,
That it must be his hands that are gone. Then
He's describing a meeting that he'd sat in all day,
Chaired by someone they'd felt, many years before,
Mutually superior to. "You know the expression
'A perfect fool,'" she'd said, and he has liked her tone
of voice so much. She begins a story of the company
In Maine she orders bulbs from, begun by a Polish refugee
Married to a French-Canadian separatist from Quebec.
It's a story with many surprising turns and a rare
Chocolate-black lily at the end. He's listening,
Studying her face, still turning over her remark.
He decides that she thinks more symbolically
Than he does and that it seemed to have saved her,
For all her fatalism, from certain kinds of pain.
She finds herself thinking what a literal man he is,
Notices, as if she were recalling it, his pleasure
In the menu, and the cooking, and the architecture of the room.
It moves her - in the way that earnest limitation
Can be moving, and she is moved by her attraction to him.
Also by what he was to her. She sees her own avidity
To live then, or not to not have lived might be more accurate,
From a distance, the way a driver might see from the road
A startled deer running across an open field in the rain.
Wild thing. Here and gone. Death made it poignant, or,
If not death exactly, which she'd come to think of
As creatures seething in a compost heap, then time.



ESA MÚSICA


La plata de la cala bajo el sol de agosto,
La luminosidad del aire seco, los últimos regueros de nieve fundida
Filtrándose a través de las raíces de la hierba de montaña,
El vinagre de la maleza, el humo dorado, o la roya de la pradera.

¿Otorgan los cuerpos de los amantes
Al oscurecer en verano, la respiración de él, el rostro dormido de ella,
Otorgan la leve brisa entre los pinos?
Si tú fueras el intérprete, si esa fuera tu tarea.

(Traducción: Jaime Priede)



THAT MUSIC

The creek's silver in the sun of almostAugust,
And bright dry air, and last runneles of snowmelt,
Percolating through the roots of mountain grasses
Vinegar weed, golden smoke, or meadow rust,

Do they confer, do the lover's bodies
In  the summer dusk,his breath, her sleeping face,
Confer-, does the slow breeze in the pines?
If you were  the interpreter, if that were your task.



ARTE Y VIDA

¿Conoces esa lechera de un Vermeer? Ensimismada 
en el acto de verter un pequeño flujo de leche. 
Impresiona en el Mauritshuis Museum de La Haya 
ver lo blanca que es, y lo real, como ante alguien 
que lee su propia poesía o canta en un coro, crees 
estar viendo su alma, un animal concentrado en su quehacer, 
una ardilla, su pelaje resplandeciente en otoño, que se estira 
bajo una delgada rama para alcanzar la baya madura 
de un espino, prueba la rama con su peso, 
se queda quieta cuando se inclina, estira luego con cautela una pata. 
Nada hay menos ambiguo que la concentración de un animal 
y por eso celebras, admiras incluso, que la atención de ella, 
ajena a ti, sea tan vívida, y te provoca melancolía 
no obstante. Nada mejor que ser la fiel sirviente 
y como pensamiento suyo, el influjo de leche. 
En La Haya, en la cafetería de empleados, me pregunto 
quién será el restaurador. La chica rubia 
en el reservado, chaqueta japonesa de marca, que picotea 
el requesón -¿Requesón y pastel? El azúcar 
del pastel ya había sufrido su transformación en el horno 
mucho antes de que se despertara. Parece una persona 
que calcula precios y decide conformarse con eso. 
Es algo que se percibe cuando su blanca boca ensimismada 
acepta los bocados de pastel con el azúcar reposada. 
O el hombre mayor, pelo castaño encanecido, chaqueta de lana marrón, 
zapatos marrones de ante como el instante en que alboroto y puesta de sol se unen y desvanecen. Una boca conformada a base de ironías privadas, como si hubiera asistido callado a demasiados encuentros con personas que le parecían más poderosas pero mucho menos inteligentes que él. 
¿O ese tipo delgado como un silbido, el pelo negro peinado hacia atrás 
con la forma en zigzag de un rayo en la nuca? 
No sé si existe realmente un arquetipo. Me hubiera gustado 
hacerle una entrevista. ¿Qué haces en la vida? 
Sólo soy un acólito. Mondo el tiempo, con mucho cuidado, 
de las delgadas capas de pintura en lienzos de hace trescientos años. 
Restituyo la leche que fluye bajo la pintura oscurecida 
del cántaro que sujeta la mujer representada, joven, su mejilla 
rosa y ligeramente de amarillo, fortuna de la luz 
que casi la toca a través de la ventana que la refracta. 
Soy el sirviente de un ademán tan perfecto, de un cuerpo 
tan en armonía, que se convierte en un pensamiento, tan ensimismado, 
y, aunque apacigua el deseo, lo provoca infinitamente. 
Pero ni la conoces ni la vas a poseer, ni tú 
ni nadie. El hombre de negro debe de ser un ayudante del conservador. 
Mira como si pensara que él es la obra de arte. Por todas partes 
en La Haya ese olor de tierra baja a sal marina. 
No sabemos nada de la madre de Vermeer. 
Obviamente suplanta ahí su pezón, toma 
toda la tradición de la Virgen y la transforma en luz y leche 
con ese hábito tan meticuloso de imaginar las geometrías 
de la composición que opera en él. Y en ella: robusto cuerpo alemán, 
luz tenue, habitación muy sencilla. 
El exquisito tapiz rojo que su piel, quizá teñida 
un poco por la aspereza de una toalla, adquiere. 
Y esa estacada que mueve la nostalgia 
hacia lo sombrío y el aturdimiento, se agradece después. 
Uno de vosotros toca la vena del cuello del otro, 
siente el pulso de la impresión, la corriente de un río 
o el flujo de leche. Quién desea el paraíso oriental de la Amida 
cuando existe todo este mundo para probar con la lengua, 
tocar con los dedos, vello como hilos de seda 
que se alisa en los brazos del otro, en las piernas, bajo la espalda. 
Entonces hablas. Siempre esa otra impresión 
de la vida concreta, la vida vivida, una madre en un asilo, 
pudiera ser, una persona difícil, dolida o vengativa. 
El chismorreo de los otros sirvientes. Un hermano que trabaja 
en una posada y tiene grandes planes. 
Escuchas. Aprendiste hace tiempo la regla 
de no pensar lo que vas a decir a continuación 
cuando está hablando la otra persona. Una parte de ti 
la sorbe como leche. Algo en ti empieza a notar 
que somete a prueba la decepción consigo misma en el acopio 
de una complejidad indolentemente formulada. La observas 
menear la cabeza para corregirse; percibes 
que tiene una mente que quiere hacer las cosas bien. 
El temblor de su cuerpo arrulla una noción 
a lo largo de tu costado y te estiras para sentir de nuevo 
la humedad que nos corresponde en lugar de la luminosidad 
de la pintura. Más tarde, en una de esas rutas la mente 
retorna de nuevo sobre sus pies, habla de 
Hans, el mayordomo, cómo fuerza a la chicas 
y luego reza con fervor los domingos a cada hora. 
Es domingo. Se está vistiendo. Habéis acordado 
pedir un taxis para que la lleve con su madre 
a Gronigen. Está contenta, se pone un poco mimosa, 
hace su pequeño primer gesto de posesión 
al cepillar tu chaqueta. Afuera se oye 
el ruido de los cascos de los caballos sobre los adoquines. 
Es el momento en que las obligaciones para con la vida de otra persona 
parecen insoportables. Siempre queremos volver a nacer 
pero en realidad hacerlo, ¿te das cuenta? 
Parece redundante. Ésta es la vida que te eligió 
y que tú elegiste. Aquí tienes el cepillo, la crin, 
el pelo del tejón, la barba del macho cabrío, la arena. 
Y el olor de la pintura. El volátil, acre aceite 
de linaza, semilla de colza. Aquí está el hedor de la esencia 
de pino en un bote de trementina. Aquí está la mano, 
la mancha de la muñeca, el escarceo del tendón en el golpe de pincel. Aquí 
la nube, el agua del lago alzándose una mañana de verano, 
polvo y polvo y polvo de tiza, la humedad de la pintura 
que se adhiere al entramado de lino del lienzo, aquí 
está la fidelidad de capas sobre capas sobre capas de pintura. 
Hay algo que permanece de un modo inaprensible, 
sigue vivo porque no lo podemos poseer. 

(Traducción: Jaime Priede)




Felicidad 

 Porque ayer por la mañana desde la ventana empañada 
 vimos una pareja de zorros rojos al otro lado del arroyo 
 comiendo, bajo la lluvia, las últimas manzanas caídas  
—alzaron la vista para mirarnos con sus ojos verdes 
 el tiempo suficiente como para simbolizar la alerta de las cosas vivas 
 y después siguieron atendiendo a su comida— 
 y porque esta mañana cuando ella se marchó al cenador con su bolígrafo negro y su bloc amarillo 
 a sonsacarle un alma inquisitiva 
 a lo que ella consideraba la reticencia de la materia, 
 conduje hasta la ciudad a beber té en la cafetería 
 y escribir notas en un diario —la niebla se levantaba de la bahía 
 como el luminoso e indefinido aspecto de un propósito, 
 y una pequeña bandada de cisnes chicos 
 por segundo invierno consecutivo se alimentaba de brotes 
 en los campos empapados; simbolizan misterio, supongo, 
 también se les llama cisnes silbones, son muy blancos, 
 y sus ojos son negros— 

 y porque el té humeaba delante de mí, 
 y el cuaderno, en una nueva página, 
 estaba en blanco excepto por una tenue idea azul de orden,  
escribí: ¡felicidad! estamos en diciembre, hace mucho frío,  
nos despertamos pronto esta mañana, 
y nos quedamos en la cama besándonos, 
nuestros ojos entornados cual murciélagos. 

"Fuente: Ediciones Trea / Traducción: Andrés Catalán"



Meditation at Lagunitas 

All the new thinking is about loss.
In this it resembles all the old thinking.
The idea, for example, that each particular erases
the luminous clarity of a general idea. That the clown-
faced woodpecker probing the dead sculpted trunk
of that black birch is, by his presence,
some tragic falling off from a first world
of undivided light. Or the other notion that,
because there is in this world no one thing
to which the bramble of blackberry corresponds,
a word is elegy to what it signifies.
We talked about it late last night and in the voice
of my friend, there was a thin wire of grief, a tone
almost querulous. After a while I understood that,
talking this way, everything dissolves: justice,
pine, hair, woman, you and I. There was a woman
I made love to and I remembered how, holding
her small shoulders in my hands sometimes,
I felt a violent wonder at her presence
like a thirst for salt, for my childhood river
with its island willows, silly music from the pleasure boat,
muddy places where we caught the little orange-silver fish
called pumpkinseed. It hardly had to do with her.
Longing, we say, because desire is full
of endless distances. I must have been the same to her.
But I remember so much, the way her hands dismantled bread,
the thing her father said that hurt her, what
she dreamed. There are moments when the body is as numinous
as words, days that are the good flesh continuing.
Such tenderness, those afternoons and evenings,
saying blackberry, blackberry, blackberry.



After the Gentle Poet Kobayashi Issa 

New Year’s morning— 
everything is in blossom!   
   I feel about average. 

   A huge frog and I   
staring at each other,   
   neither of us moves. 

   This moth saw brightness   
in a woman’s chamber— 
   burned to a crisp. 

   Asked how old he was   
the boy in the new kimono   
   stretched out all five fingers. 

   Blossoms at night,   
like people 
   moved by music 

   Napped half the day;   
no one 
   punished me! 

Fiftieth birthday: 

   From now on,   
It’s all clear profit,   
   every sky. 

   Don’t worry, spiders,   
I keep house   
   casually. 

   These sea slugs,   
they just don’t seem   
   Japanese. 

Hell: 

   Bright autumn moon;   
pond snails crying   
   in the saucepan.



Between the Wars 

When I ran, it rained. Late in the afternoon— 
midsummer, upstate New York, mornings I wrote, 
read Polish history, and there was a woman 
whom I thought about; outside the moody, humid 
American sublime—late in the afternoon, 
toward sundown, just as the sky was darkening, 
the light came up and redwings settled in the cattails. 
They were death's idea of twilight, the whole notes 
of a requiem the massed clouds croaked 
above the somber fields. Lady of eyelashes, 
do you hear me? Whiteness, otter's body, 
coolness of the morning, rubbed amber 
and the skin's salt, do you hear me? This is Poland speaking, 
“era of the dawn of freedom,” nineteen twenty-two. 
When I ran, it rained. The blackbirds settled 
their clannish squabbles in the reeds, and light came up. 
First darkening, then light. And then pure fire. 
Where does it come from? out of the impure 
shining that rises from the soaked odor of the grass, 
the levitating, Congregational, meadow-light-at-twilight 
light that darkens the heavy-headed blossoms 
of wild carrot, out of that, out of nothing 
it boils up, pools on the horizon, fissures up, 
igniting the undersides of clouds: pink flame, 
red flame, vermilion, purple, deeper purple, dark. 
You could wring the sourness of the sumac from the air, 
the fescue sweetness from the grass, the slightly 
maniacal cicadas tuning up to tear the fabric 
of the silence into tatters, so that night, 
if it wants to, comes as a beggar to the door 
at which, if you do not offer milk and barley 
to the maimed figure of the god, your well will foul, 
your crops will wither in the fields. In the eastern marches 
children know the story that the aspen quivers 
because it failed to hide the Virgin and the Child 
when Herod's hunters were abroad. Think: night is the god 
dressed as the beggar drinking the sweet milk. 
Gray beard, thin shanks, the look in the eyes 
idiot, unbearable, the wizened mouth agape, 
like an infant's that has cried and sucked and cried 
and paused to catch its breath. The pink nubbin 
of the nipple glistens. I'll suckle at that breast, 
the one in the song of the muttering illumination 
of the fields before the sun goes down, before 
the black train crosses the frontier from Prussia 
into Poland in the age of the dawn of freedom. 
Fifty freight cars from America, full of medicine 
and the latest miracle, canned food. 
The war is over. There are unburied bones 
in the fields at sun-up, skylarks singing, 
starved children begging chocolate on the tracks.



Faint Music 

Maybe you need to write a poem about grace. 

When everything broken is broken,   
and everything dead is dead, 
and the hero has looked into the mirror with complete contempt, 
and the heroine has studied her face and its defects 
remorselessly, and the pain they thought might, 
as a token of their earnestness, release them from themselves 
has lost its novelty and not released them, 
and they have begun to think, kindly and distantly, 
watching the others go about their days— 
likes and dislikes, reasons, habits, fears— 
that self-love is the one weedy stalk 
of every human blossoming, and understood, 
therefore, why they had been, all their lives,   
in such a fury to defend it, and that no one— 
except some almost inconceivable saint in his pool 
of poverty and silence—can escape this violent, automatic 
life’s companion ever, maybe then, ordinary light, 
faint music under things, a hovering like grace appears. 

As in the story a friend told once about the time   
he tried to kill himself. His girl had left him. 
Bees in the heart, then scorpions, maggots, and then ash.   
He climbed onto the jumping girder of the bridge,   
the bay side, a blue, lucid afternoon. 
And in the salt air he thought about the word “seafood,” 
that there was something faintly ridiculous about it. 
No one said “landfood.” He thought it was degrading to the rainbow perch 
he’d reeled in gleaming from the cliffs, the black rockbass,   
scales like polished carbon, in beds of kelp 
along the coast—and he realized that the reason for the word   
was crabs, or mussels, clams. Otherwise 
the restaurants could just put “fish” up on their signs,   
and when he woke—he’d slept for hours, curled up   
on the girder like a child—the sun was going down 
and he felt a little better, and afraid. He put on the jacket   
he’d used for a pillow, climbed over the railing   
carefully, and drove home to an empty house. 

There was a pair of her lemon yellow panties 
hanging on a doorknob. He studied them. Much-washed.   
A faint russet in the crotch that made him sick   
with rage and grief. He knew more or less 
where she was. A flat somewhere on Russian Hill.   
They’d have just finished making love. She’d have tears   
in her eyes and touch his jawbone gratefully. “God,”   
she’d say, “you are so good for me.” Winking lights,   
a foggy view downhill toward the harbor and the bay.   
“You’re sad,” he’d say. “Yes.” “Thinking about Nick?” 
“Yes,” she’d say and cry. “I tried so hard,” sobbing now, 
“I really tried so hard.” And then he’d hold her for a while— 
Guatemalan weavings from his fieldwork on the wall— 
and then they’d fuck again, and she would cry some more,   
and go to sleep. 
                        And he, he would play that scene 
once only, once and a half, and tell himself 
that he was going to carry it for a very long time 
and that there was nothing he could do 
but carry it. He went out onto the porch, and listened   
to the forest in the summer dark, madrone bark 
cracking and curling as the cold came up. 

It’s not the story though, not the friend 
leaning toward you, saying “And then I realized—,” 
which is the part of stories one never quite believes.   
I had the idea that the world’s so full of pain 
it must sometimes make a kind of singing. 
And that the sequence helps, as much as order helps— 
First an ego, and then pain, and then the singing.


Heroic Simile

When the swordsman fell in Kurosawa’s Seven Samurai 
in the gray rain, 
in the Cinemascope and the Tokugawa dynasty, 
he fell straight as a pine, he fell 
as Ajax fell in Homer 
in chanted dactyls and the tree was so huge 
the woodsman returned for two days 
to that lucky place before he was done with the sawing 
and on the third day he brought his uncle. 

They stacked logs in the resinous air, 
hacking the small limbs off, 
tying those bundles separately. 
The slabs near the root 
were quartered and still they were awkwardly large; 
the logs from the midtree they halved: 
ten bundles and four great piles of fragrant wood, 
moons and quarter moons and half moons 
ridged by the saw’s tooth. 

The woodsman and the old man his uncle 
are standing in midforest 
on a floor of pine silt and spring mud. 
They have stopped working 
because they are tired and because 
I have imagined no pack animal   
or primitive wagon. They are too canny 
to call in neighbors and come home 
with a few logs after three days’ work. 
They are waiting for me to do something   
or for the overseer of the Great Lord 
to come and arrest them. 

How patient they are! 
The old man smokes a pipe and spits. 
The young man is thinking he would be rich 
if he were already rich and had a mule. 
Ten days of hauling 
and on the seventh day they’ll probably 
be caught, go home empty-handed 
or worse. I don’t know 
whether they’re Japanese or Mycenaean 
and there’s nothing I can do. 
The path from here to that village 
is not translated. A hero, dying, 
gives off stillness to the air. 
A man and a woman walk from the movies 
to the house in the silence of separate fidelities. 
There are limits to imagination.








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