miércoles, 18 de agosto de 2010

JUAN CARLOS MOISÉS [519]


Juan Carlos Moisés

Poeta argentino nacido en Sarmiento, Provincia de Chubut, en 1954. Publicó Poemas encontrados en un huevo (1977); Ese otro buen poema (1983), Querido mundo (1988), Animal teórico (2004), Museo de varias artes (2006) y Palabras en juego (2006). Es autor y director de teatro. Algunas de sus obras teatrales son: "Desesperando" (1997), La casa vieja (1991), El tragaluz (1994) y La oscuridad (2002). Entre 1990 y 1997 dirigió el grupo Los comedidosmediante, con el que recorrió la Patagonia y varias provincias argentinas.Además es narrador, dibujante y guionista de historietas. Vive en su pueblo natal.




HABLA DYLAN THOMAS

He peleado
no en una guerra
no contra una tal Pamela
o una tal Caitlin, mi mujer
y una familia grande y pobre
ni contra el fantasma de la cerveza
ni siquiera contra mis propios poemas
-algo más fuerte me persiguió
durante toda la vida-
contra Dylan Thomas he peleado
y he perdido



VUELO EN LA MAÑANA

Mi mujer quedó dormitando
tendida a lo largo de la cama
no asomé enseguida mis ojos afuera
para comprobar
si todo seguía en su lugar
otra vez los loros desordenaban
el amanecer
esos sonidos terminaron por atraparme
se escuchaban lejanos
el aire los traía y los dejaba
en mis oídos
y con ellos vinieron árboles
se instalaron en la cocina
en la intimidad de las sillas
treparon por la pared hasta el cielo raso
y recrearon un sueño
suspendido sobre mí
volé hasta una rama cuando el sol
comenzaba a cegar mis ojos



Mi antepasado fue un membrillo

Mi antepasado fue un membrillo,
germinaciones espontáneas
dieron conmigo.
Si me dieran la opción
no elegiría un zapallo
como futura herencia.
La exigencia mínima
sería un conejo.


Muertos amados

Testarudos, no por ciegos,
estos muertos amados
siguen buscando aventura;
con la lengua amortajada
y seca parecen decir:
hay que ir y hundirse en la tierra
de cabeza, abrir grietas, no parar
nunca.


Como rama...

Como rama
suspendida en el aire,
separado de lo que sucede,
me dejo estar:
ni un paso adelante
ni uno atrás,
no miro a ninguna parte,
no hago decididamente nada.
¿Para qué?
Desafío a lo que se agita alrededor.



EL LUGAR DE LOS CIRCULOS PERPETUOS

No es Guanajuato el lugar
donde entierran a los muertos de pie?

Malcom Lowry

Como si dijera, inocente, enamorado
de la montaña y borracho de todo
lo que se hunde en mi existencia,
que camino a la deriva con una
fingida sonrisa en los labios.
Que transcurro, si se quiere.
O como si la sensación fuera
que nunca me alejo de la montaña:
que me atrae la boca, el beso del volcán.
Sería fácil decir puedo o quiero
Y que con eso bastara.
Si la verdad no fuera que el volcán
me sigue, no me pierde pisada.
Que lo llevo a todos lados.



RESPUESTAS

Lejos los perros ladran
sobre el final del invierno
y se contestan
de un extremo al otro
del pueblo dormido
y también hay respuestas calladas
humanas
doloridas
de algunas voces que la noche cierra
como una mano.



De negro a blanco

Si el mundo es negro
la mente puede ser blanca.
Si la mente es blanca
el mundo puede serlo también.
Si lo negro piensa lo blanco
o lo blanco piensa lo negro
¿el resultado se invierte o se equilibra?

En estos pensamientos lógicos estaba
cuando me puse a oír el viento de la noche.
Después el viento dejó de soplar
y pude oír el silencio de la noche.
Cuando quise recordar el sonido del viento
sólo pude oírlo separado de la noche.
¿Dónde se había metido el viento?

Ahora estaba en mí y no en la noche,
soplando mis palabras, empujando
mi voz, de negro a blanco, y viceversa.



Esta boca es nuestra

Viendo con infinita tristeza
que su compañero de aventuras
yacía a lo largo de la cama
y habiendo oído su desvarío final,
el bueno de Sancho Panza dijo
al señor escribano -Teniéndola
por el único bien recibido
que hasta el momento no ha cedido
a la derrota, agregue que esta boca
es nuestra y que no devolvemos
las palabras que nos dieron.




La sombra de un árbol

Me siento a descansar
bajo la sombra de un árbol.
Juan, mi padre, dice al pasar
—¡Eh, Carlitos!, ahora te pareces
a la sombra de ese árbol.



Cuando yo iba mi tío venía

Cuando yo iba mi tío venía.
Cuando yo subía al árbol mi tío bajaba.
Cuando yo afirmaba mi tío negaba.
¿Acaso te vas a pasar la vida llevándome
la contra?, dijo tío, endemoniado.
Bajé la cabeza, no de vergüenza,
para evitar que me viera reír.



Ni una palabra sobre la muerte

Quique, el panzón, tenía un humor
con estrías, como su risa.
Los últimos días se fue a orillas
del río a charlar con los peces;
las cosas que les habrá contado.
Pero Quique murió, se dejó morir,
propició su muerte como la narración
de un cuento sin drama,
sólo porque no quería dar pena
a nadie. De él aprendí
muchas cosas de la vida,
de las bellas artes del buen vivir
con nada, y también del malo,
cuando el daño es a sí mismo.
Por algo un día me regaló
"La sabiduría del corazón", de Miller,
que aún conservo.
Es posible que en el límite
de esa reticencia de los sentidos
haya podido dar pruebas de una certeza
a medias; la noche en las montañas
no como espectáculo, sino como espectadora
de una lucha desigual.
Por lo demás, nunca dijo una palabra
sobre la muerte, nunca la nombró,
ni en broma.

(a Diego Angelino, Ito Kokmberger y Caroli Williams)

(de: Esta boca es nuestra,
Edit.Casi Incendio la casa,
Bs.As., 2009)



EL MANZANO

Y con buenos modales en las fiestas mundanas
sonríe para adentro sabiéndose dueño de un secreto poderoso.
Alfredo Veiravé ("Historia natural")

Esta es buena tierra, dijo mi tío.
¿Buena?, ¿buena para qué?
Para vivir, para estar plantado,
para charlar con pajaritos.
¿Nada más?
Agregue los vecinos
y los caballos que andan por ahí.
¿Nada más?

El árbol no está a salvo
de ninguna cosa, ni de lo irreal.
Habrá que ver si sus palabras
dicen la verdad.

Un tiempo atrás, digamos
cuatro años, en este lugar
no había nadie, ninguno
de nosotros estaba para mirar
y no estaba el otro para ser mirado.
Tampoco estaba para hablar.
Ni siquiera para piar.

Mis manos cavaron y hundieron el podo
en el hueco; de lo demás se ha hecho
cargo el manzano, lo que puja
desde abajo y lo que tira
desde arriba.
Éste es el día, ahora es el momento
para mirarnos a la cara;
dos conocidos que un día
se vuelven a cruzar en el camino
y se detienen unos minutos a saludarse.
Ha pasado el tiempo.

Acá parados, tímidos antes que intimidados,
nos miramos sin hablar; podríamos cantar
para disimular el efecto del encuentro.
Podríamos silbar, embolsar
el aire que nos sobra después de hablar,
y esperar una respuesta
uno del otro.

Sin esta luz no esperada
del invierno que comienza,
la atención hubiera sido otra
y otras las palabras, si no la mudez
que traen ciertos días de pesadumbre,
desinterés, desgano.

¿Le habría prestado atención
si otro hubiera sido el cantar?
Entre el oír y el mirar se resuelve
esta historia de paisanos,
como se les dice a los que son
de la misma tierra.

No quedan dudas, el manzano
está aquí, diseñado minuciosamente,
medido y premeditado,
ajeno a cualquier ligereza
de la imaginación.
Las ramas gruesas ciñen por dentro
una estructura, y las finas, alrededor,
actúan zumbonas pero equidistantes.
El tronco levemente curvado amenaza
con una imperfección,
sin embargo es un rasgo que lo hace real
y evita que se lo confunda
con una espontánea efusión de la mente.
Ahora, vacío de fronda, algunos pajaritos
simulan hojas que resisten:
hojas que trinan en todo caso
y que no tardan en volar
porque la belleza está de paso,
insostenible para el que observa
e irremediable para quien, también,
apenas se sostiene en su verdad.

Se dice que las apariencias engañan.
¿Engañaría el manzano?
¿Para qué engañaría?
Para defenderse, para pasar desapercibido,
para reírse de nosotros sin reírse.

En la primavera del manzano
brotaron capullos rojos en medio
del verde de las hojitas
y empujaban para realzar
el contraste.
Se tendría que haber detenido
como una fotografía,
pero siguió adelante porque tenía
que seguir, hecho de paciencia,
hasta que se abrieron los capullos,
pispeando con la cara al aire
para saber qué clase de mundo era éste
en el que se habían asomado.
Cinco pétalos blancos por pimpollo
no tardaron en mostrarse de pies
a cabeza, bien abiertos
para transformar el rojo en un rosa pálido
que el blanco borró sin culpa.
Después, la brisa o el viento
de la tarde desprendieron esos pétalos
debiluchos y los desparramaron
como nieve por todo el lugar.
Era la epifanía de un invierno
que volvía con todo su esplendor
a hacer de las suyas
como un chico feliz con sus juguetes.

¿Y el otro manzano que prometía?
¿Habrá más para ver?
Sí, hay, hubo,
ya vamos por la tercera o cuarta
versión de un árbol que no da
puntada sin hilo con su pinta.

Y sin embargo, cuando se vaya
el último visitante
acá ya no habrá nadie
que pregunte por él,
cuando añore el antes y el después.

Implacable es la época para quien espera
que todos lo miren en el baile,
siempre en pose, atento a la música
que envuelve, pero llega el momento
en que todo termina y los músicos
de la orquesta se van
con sus instrumentos a cuestas
y nadie queda en la pista,
sólo la sensación de alegría,
no la alegría.

Hablamos de él
y nada podemos hacer
que no sea apiadarnos, acaso
tocarlo, ponerle una mano en el hombro
y que todo esté dicho, de amigo
a amigo, de compadre a compadre.
Otra cosa es hablarle,
aunque no nos escuche.

Hablar, hablar, ¿hablar de qué?
Pienso en las palabras
que vemos hundirse en tierras poco
propicias, las palabras
que damos de beber como al sediento
y debemos cuidar del yuyal que se entromete,
de la maleza sin argumento.

No es la luz que titila
sino su respiración, a golpecitos,
que hace temblar las ramas nerviosas
por evitar el papelón.
Otro manzano espera su turno
simulando que la boca ríe.

La angustia es del que mira,
y si todo es a medias, un dolor
o una depredación duran demasiado
en el discurrir del manzano.
Los ojos buscan en esa forma
alguna justificación o consuelo,
y sólo terminan hablando
de lo que no trasunta, por obsesión
antes que por precisión de las palabras.
La cosa necesita estar en buena tierra
para justificarse y dejar que el tiempo
produzca las modificaciones
a su antojo, porque un manzano
a disposición de la eternidad
no es poca evidencia.

Sabemos que en los próximos días
la delicada estructura dependerá
de la furia del temporal
o de la perrita que una vez más
se acerque a mear,
sucesos ajenos, imprevisibles
para la suerte que corra el manzano.

El gato, atrevido, lo vieran,
tomó la costumbre de afilar sus pezuñas
en el tronco, donde quedaron las marcas,
rayas verticales en la corteza
que no se pueden borrar
sin dañar al manzano.
Su suerte está echada,
pero hasta donde lo dejen
trabajará frunciendo el ceño para
el camino trazado de antemano,
el dibujo proyectado en el aire.

Cualquiera diría que es una telaraña,
y si no fuera porque el tronco aparece
claro, nítido, sosteniendo la copa por el rabo,
podría pensarse que la telaraña
está suspendida como una pompa
de jabón, aunque un poco rígida:
las pompas de jabón resisten
mientras sus finas paredes curvas
no se tensan,
y la rigidez, sabemos,
es lo que produce el rompimiento.

Ante un cuerpo alterado
la piedad es lo primero; el resto
es añadir dolor al dolor.

La lluvia nos recuerda algo guardado
hace mucho tiempo:
lo que fuimos alguna vez,
lo que ya no somos.
Dice mi tío que las historias
se cuentan mejor
en días de lluvia.

El temporal de tres días,
sin embargo, hizo todo
lo que había que hacer
para ponerlo en evidencia.
Ahora se aprovechó el viento,
y no hubo respuesta del manzano;
dejó hacer, titubeó, se arqueó
como un pez en el agua
con el anzuelo clavado en la boca,
y nada más.

El aspecto produce
una especie de molestia
-se diría: de descarnado sufrimiento-,
hasta que el instante pasa
y la forma comienza a inquietar
por su inmovilidad, su no hacer.
El manzano perdió todo lo que tenía
para perder en este tiempo.
Queda un resto de forma que sugiere
lo demás, lo que es y lo que vendrá.
No sabemos si este tiempo grotesco
se desplazará en bloque hacia el árbol,
o si el árbol irá sin condiciones a su encuentro.

Lo que se puede decir de él
está a la vista; bastaría con no pestañear
mientras dura el desconsuelo.
Pero mirar, llegar con una mano,
despierta o atontada,
es otra cosa, y eso hago
para no morir de irrealidad,
que es nuestro sentido.
Escapamos de lo que somos
y volvemos en un tira y afloje
como un fino tiento que se tensa.

El invierno es en la rama abierta,
dibujada a cada lado, como un instrumento
de cuerda, guitarra tal vez,
pero sin resolver al ejecutante
que no tiene existencia precisa por ahora.
No me presto al experimento
por ignorancia, pero acompaño
curioso y sin condiciones
el mecanismo que se ha puesto a funcionar.
Las ramas son sonidos que escapan
en un punto de fuga
y no líneas que dibuje el manzano.
Esto de trazar una sucesión de puntos
en el espacio parece teoría,
pero no lo es si atendemos a la relación
que provocan en la lectura del conjunto,
si acaso ya hemos olvidado
la insinuación de la obra musical.

Dan ganas de dibujar así, de ese modo,
con todo el cuerpo antes
que con la mano, con esa precisión
y ese conocimiento de la línea,
como un creador que sabe lo que hace.
Hay un boceto previo
que de cualquier modo, pero no
a cualquier precio, nos lleva
hasta el manzano
que tenemos ante nosotros.

Donde hubo agua sed queda,
dice mi tío, y yo le digo
que es como aporrear un recuerdo
que apreciamos y no sabemos
si sólo se trata de un espejismo.
Algo en común tenemos con esa forma
donde alguna vez se hospedó la fragancia.
Pero que se sepa: no nos pide nada.
En su lucha quieta el manzano
parece rozar el orgullo
de los vencidos.
Pena da la palabra pena,
y lástima la palabra lástima.
Todo se pierde en nada,
de lo que fue a lo que es,
de lo que es a lo que será.

No sería extraño
que por su boca hablaran los otros,
los que conocimos
y creímos olvidados; de pronto
volverían con sus voces alborotadas
a decir lo que no pudieron
o se olvidaron de decir
o creían sin importancia
o no sabían que podía ser dicho.

¿Nos oculta algo?
Desde el comienzo no ha hecho
otra cosa que hacernos creer
su historia personal.
Yo la creí, y sólo espero
que no me haya metido la mula;
no le veo cara para la mentira
ni aun debajo de la cara que le conocí
en tiempos mejores.
¿Recuerdan?:
flores rojas que dan paso a las blancas,
chucherías de septiembre
donde estaba casi toda
la verdad concentrada.
¿Cuántos manzanos pudimos
encontrar en el manzano?

El final es sin contemplación.

Fuera de eso creemos
que no le queda nada, si nada
fuera el orgullo, la espera, el sueño,
el largo invierno que tiene por delante.

(De: Museo de varias artes,
el camarote Ediciones, 2006)



LA LISTA DE LAS COMPRAS

'Mi amor, la alegría de oír abrazados,
en el amanecer todavía oscuro,
a los primeros teros
después del largo
y no muy amistoso invierno.'

No te imaginás, dice mi mujer,
la cara que puso el chico del mercado
cuando descubrió por azar
las palabras escritas al dorso
de la lista de las compras
que le alcancé sobre el exhibidor
de las carnes frescas del día;
y la mía, dice ella, mi cara de no saber
qué decir en medio de la ansiedad
de los clientes, cuando me devolvió
el papelito confesando sin pudor
que le gustaban los poemas de amor.

Qué iba yo a pensar, cuando el barullo
de los teros nos despertó en la mañana
y con el apuro fui a escribir a ciegas
en el primer papelito que encontré
sobre la mesa, que el entusiasmo
de ese acto mínimo y fugaz
por la retirada del invierno
iba a tener tan rápido como canta el gallo
el consuelo involuntario de un lector
enamorado.


PARA TREPAR AL ÁRBOL

Para trepar al árbol
tuve que desnudarme
y para desnudarme
tuve que tener más coraje
que para trepar al árbol




El jugador de fútbol, La Carta de Oliver, Buenos Aires, 2015.


El tomate

Corto el tomate en la tabla de un tajo,
lo parto en mitades sucesivas,
y para no demorar lo inevitable
sigo cercenando esos pedazos indefensos
hasta hacerlos papilla, y salvo el color
rojo como una mancha de sangre
en el pecho del herido ya no podemos saber
lo que fue alguna vez, bajo nuestros pies,
su raíz hablando una lengua desconocida,
ni lo que será, después de condimentar
a gusto, sentarnos a la mesa familiar
y comenzar a comer sin culpa,
mientras conversamos animados
sobre los temas impiadosos del día.



Peras

Peras de agua que vemos en el frutal,
tardías en el verano que se demora,
pequeñas, con pintas, ásperas
en el diente, dulzonas en el paladar.

Antes que la pulpa de la pera
es la idea de la pera la que hace
su trabajo primero en la saliva.

No están solas, prendidas de la rama,
con su propio vacío existencial.
Alrededor, donde la alfalfa y las hojas
de la menta conviven sin patalear,
no me excluyo, aunque a veces sienta
que estoy de más en esta forma
descifrable de existencia.
¿Y si alguna vez en la quinta llegara
a contemplar una falla donde ahora
veo un orden para todas las cosas?

Levanto la mano y arqueo la rama.
La dejo a tiro para que la otra corte
la pera en la yema donde se une
el cabo en el brote. No se diría
pero acompaña un tris, un siseo
sin queja con destino de vida singular.



Recuerdo el título de un libro

"Si cambia nuestra idea también las cosas cambian,
no como en metáfora sino en la idea misma.
De este modo la idea excede a las metáforas."
Walace Stevens, Ramo de rosas al sol.
Le gustaba poner el dedo en la llaga,
sin dolor aparente, sin conmoción.
También el continente debe ser contenido
(verbo, participio), si es que de la literatura
no se espera otra cosa.

Recuerdo el título de un libro:
Un árbol lleno de manzanas.*
Hasta ahí. No es el árbol nuestro
ni son éstas las manzanas del libro,
pero las palabras árbol, manzanas, lleno,
son las que ahora veo ensambladas
como un objeto único en el patio de atrás.
Poco tiene que ver la comparación.
Mucho, las combinaciones posibles.
¿Cómo se puede concebir que un árbol
apenas crecido sea capaz de dar, de sí
mismo y sin ayuda, tantas manzanas?
El consejo del podador es ralearlas temprano,
porque a menor cantidad de manzanas
mayor será el tamaño de cada una.
Hay países que se lo toman al pie de la letra
fuera de lo que se llama el orden vegetal.
Tienen muchos métodos, en momentos
de gresca o de paz. No como los podadores
que sólo podan frutales y los poetas que sólo
podan palabras, todo lo que no contribuye
a la cocción y a la finalidad del poema,
el poema que puede significar algo o nada,
o ser todo en lo que la gracia consiste.

Cuando las manzanas maduren en su punto
justo vamos a cosecharlas con mi mujer,
y ese momento será cuando se pongan rojas
como la palabra rojo la palabra red
y también la palabra delicious (variedad rica
en carotenos y vitamina A, que protege
el sistema cardiovascular, pero la ciencia
médica y nutricional nada dice de protección
de la poesía en el ser lo que somos de esos
manzanos, o, para ser menos complacientes,
en lo que somos a pesar de lo que es).
Con estas manos las cortaremos del árbol
cuando estén a punto, después de la llegada
de los primeros fríos que terminarán de hacer
almíbar su corazón que envuelve las semillas.
A fines de marzo las primeras, en abril
o en los primeros días de mayo las últimas.
Las ramas arqueadas por el peso volverán
a su sitio de relax, y las manzanas,
como el árbol por su lado, comenzarán
otro recorrido, corto, o acaso largo, si,
por demasiadas, tenemos que almacenarlas
en cajones, apilados y ventilados, en el cuarto
fresco del fondo para consumirlas hasta el fin
del invierno y compartir con amigos y vecinos.
Un árbol lleno de manzanas no es lo mismo
que una manzana llena de árboles, pero
ambas formalidades se pueden admitir
y no de una sola y única manera.
(Veamos: "En el centro/ de la manzana/
hay un castillo./ Y semillas." Natalia
Génnero, poeta joven y secreta del sur.)
Algunas ideas se vuelven irresistibles
para la mente e inevitables para el poema.
El poeta idealista es capaz de doblar la apuesta:
¿No hay modo de hacer, nunca hubo,
países a imagen y semejanza de la poesía?   
Nadie lo duda: en la pregunta, la respuesta.
Otra cosa es lo que en el diagrama inconcluso
de nuestros días sin alucinaciones damos
por hecho, cuando cada temporada volvemos
a cosechar las manzanas que da el frutal,
el frutal que está contenido en la manzana,
para que lo relevante en el tiempo que nos
toca vivir no pueda pasar desapercibido.

                                                           (a Osvaldo Picardo)

* Novela de Marta Lynch (B.A., 1925-1985).



Fuera del auto estacionado en la banquina

Entre Comodoro Rivadavia y Trelew,
en algún lugar de la Ruta Nacional 3.
No era lo que se dice una "Commedia",
tampoco era simulacro, ni era representación.
Estaba con mis hijos en "mitad del camino",
fuera del auto estacionado en la banquina,
de pie en la nieve y de espaldas al aire frío.
Nos habíamos abrigado hasta los ojos antes
de bajar, y no hablábamos porque era posible
que se nos congelara el aliento, las palabras.
A falta de sol, una especie de luz se suspendía
sobre los campos congelados de la tarde.
El chorro tibio, a temperatura corporal,
fue haciendo un hueco en la nieve.
La aureola amarilla avanzaba, concéntrica,
fuera del círculo polar y gradualmente
lo derretía sin que hubiera oposición.
Le devolvíamos a la tierra, paciente bajo
la masa compacta, una pertenencia en común.
Cuando, cada uno en lo suyo, terminamos
de arroparnos y caminábamos hacia el auto
con el motor en marcha y la calefacción
encendida donde esperaba la madre,
coincidimos en mirar trescientos sesenta
grados alrededor. Todo era blanco, y esa
luz precaria se desparramaba envolviéndonos
como el aliento de la respiración. Había algo,
además de la nieve, en ese lugar apartado, sin
puntos de referencia, que nos hacía mover lentos,
callados, como si aún nada tuviera nombre.



Un hombre camina solo en el paisaje

Ahora y siempre, según el punto de vista,
el cielo se toca un momento con la tierra.
¿El cielo está en nosotros quiere decirnos?
¿Quiere decir, significar, poner a prueba?
Un hombre camina solo en el paisaje.
Un paisaje con vacas, árboles, nubes, lluvia.
Es una compañía inadvertida pero presente.
Un paisaje que alguien ha visto no puede morir.
Tampoco un paisaje soñado debería morir.
El hombre se acerca a una obra en refacción,
busca, revuelve entre los escombros antes
de que una máquina los cargue en la caja
volcadora de un camión y los deseche
en el relleno de alguna tierra baldía.
El hombre se decepciona de las cosas
inútiles que encuentra, y reniega cuando,
de mala gana, le piden que se aleje de la obra.
Da vueltas como el perro, sin irse ni quedarse.
Oímos lo que dice o intenta decir: a los obreros,
a sí mismo, a nadie, o es posible que a nosotros,
que pasamos caminando en el callejón desierto
y miramos como si fuéramos parte del hecho.
¿El paisaje somos nosotros quiere decirnos?
¿Quiere decir, significar, poner a prueba?
Porque una persona también es una voz.
Y una voz no es un desecho, si es sincera.

                                                   (a Marcelo Leites)



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